De cárceles, torturas e historia

La antesala del infierno

Ángeles González Gamio

La Jornada
Si el infierno existe no cabe duda que su antesala sería una cárcel en nuestro país. Esto tiene añeja historia. Alguna vez hablamos del Tribunal de la Acordada, que fue fundado mediante una cédula real expedida en 1715, como respuesta a la violencia que padecía la ciudad de México y sus alrededores; pandillas de bandoleros asolaban los caminos y los asaltos citadinos estaban a la orden del día. ¿Le suena familiar?

 

Ambulante en sus inicios, unos años más tarde se levantó un sórdido edificio en la vía que habría de llamarse avenida Juárez, mismo que rehizo a fines del siglo XVII el afamado arquitecto Pedro de Arrieta, quien diseñó un sólido edificio barroco. Fueron innumerables los abusos que cometieron los jueces del infausto tribunal, ya que aprehendían a los delincuentes, les hacían un juicio sumario y de inmediato los ejecutaban, colgando sus cabezas en el lugar del crimen, fuese éste un robo simple. Para controlarlo se estableció una junta revisora, que algo ayudó a que no se cometieran tantas iniquidades.

Los hampones más severamente castigados eran los ladrones sacrílegos, los salteadores de caminos, los incendiarios y los “forzadores de mugeres”. La pena mayor era la muerte, que podía ser por la horca, la “mascada” de hierro y la hoguera. Los que cometían delitos menores eran enviados a servir a los presidios de La Habana, Veracruz y Puerto Rico; si el crimen consistía en portar armas prohibidas, antes se les daban azotes por las calles; si eran mujeres se les exponía a la “vergüenza pública” y muchos eran enviados a los obrajes.

En este tribunal se usaban cadenas, grillos, esposas, azotes y algunas veces el tormento; los alimentos apenas permitían la subsistencia: en la mañana un poco de atole con pan bazo, al mediodía frijoles mal sazonados y por la tarde lo mismo con otro pan bazo.

Actualmente ya no se usa la pena de muerte ni los azotes ni exponer a la “vergüenza pública”, pero es sabido que la tortura se continúa practicando y con frecuencia aparecen en las prisiones muertos o “suicidados” de formas inexplicables.

Todos hemos escuchado de la saturación de los reclusorios de la ciudad de México, pero el impacto de presenciarla en vivo es dantesco: alrededor de 23 hombres encerrados en celdas que son para cuatro. Algunos se amarran de los barrotes para dormir ya que no queda ni un centímetro cuadrado para poder siquiera sentarse. La alimentación un día cualquiera: una pequeña cubeta con manitas de puerco y frijoles.

Eso explica las filas de gente los días de visita, la mayoría mujeres, que cargan grandes bultos y canastas en donde les llevan alimentos y algo de dinero, pues todo cuesta. Por todos lados se ven puestos de comida.

En este panorama aparecen de repente, enfundados en sus chalecos blancos con el símbolo de unas palomas de la paz, los que para muchos reclusos son ángeles bienechores: las y los visitadores de la Comisión de los Derechos Humanos del DF (CDHDF). Sin embargo, no son muchos los que se atreven a expresar su quejas, ya que si lo advierten los custodios, las represalias pueden ser terrible, pero uasí algunos buscan la manera, igual que sus familiares.

Gracias a su intervención diversas situaciones han tenido cierta mejora y casos que se han conocido de tortura y maltrato han sido apoyados. Asimismo, acabamos de enterarnos de que se van eliminar las “cabañas” del Reclusorio Norte. Éstas son espacios cerrados que forman con cobijas y lonas y se alquilan a los reos el día de visita para un encuentro conyugal, y que la CDHDF ha comprobado que también se utilizan para el consumo y venta de drogas y para el comercio sexual.

Resulta incomprensible que los gobiernos gasten fortunas en espectáculos efímeros y obras de relumbrón en lugar de hacer más reclusorios, que en la situación en que están son auténticas escuelas del crimen y ni hablar de derechos humanos. Disculpen lectores la ausencia de sugerencia gastronómica, pero hoy he perdido el apetito.

gonzalezgamio@gmail.com

 

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