En el contexto actual, a diferencia de lo ocurrido en otras circunstancias de la historia reciente del país, sería erróneo atribuir la responsabilidad primordial por los incrementos en los precios a productores, intermediarios, acaparadores o especuladores. El conjunto de los protagonistas de la cadena de producción y distribución de alimentos –agricultores, transportistas, comerciantes– coincide en señalar el factor del alza de tarifas oficiales –especialmente, los constantes gasolinazos– como el disparador de la carestía.
Esos reiterados señalamientos obligan a poner atención en los requerimientos monetarios del gobierno, siempre al alza, a los elevadísimos costos de una administración pública que cada día cuesta más y que, sin embargo, ofrece resultados siempre menguantes en todos los terrenos: salud, educación, empleo, seguridad e infraestructura, por no hablar del ámbito del combate a la pobreza, en el que el fenómeno a combatir se ha multiplicado de manera regular en los pasados cuatro años.
Resulta injustificable, por donde se vea, que el poder público traslade los costos de su ineficiencia a la población, que los dispendios oficiales se realicen a costa del encarecimiento de la alimentación popular, que en un país exportador de petróleo –como México– se deba importar gasolina cara, y que en la administración federal no exista indicio alguno de voluntad para emprender una rectificación de políticas fiscales y distribuir así en forma equitativa el costo del gobierno.
Hace muchos años que la alimentación de los sectores mayoritarios de la población experimenta una degradación directamente relacionada con las alzas en la canasta básica. Para no ir más lejos, en el primer trienio de la administración federal, ese indicador experimentó un incremento de 93 por ciento, en tanto que, en ese mismo periodo, los aumentos al salario mínimo sumaron sólo 17 por ciento.
Las autoridades se empecinan en desdeñar las implicaciones políticas y sociales de este desequilibrio creciente y en cerrar los ojos ante la relación causal entre pobreza alimentaria, por un lado, e inestabilidad política y fenómenos delictivos, por el otro.
Lo sepan o no, están jugando con fuego. La paciencia de los sectores populares tiene un límite, y éste no se define únicamente por la línea del hambre, sino también por la exasperación ante la desigualdad, la injusticia social, la ineficiencia gubernamental y los déficit de representatividad política. Cabe esperar que exista, en el actual gobierno, la prudencia y la sensibilidad necesarias para advertir que se está rozando ese límite y que emprenda, en consecuencia, las rectificaciones necesarias.