La nueva identificación para los mexicanos y sus consecuencias

Identificación universal e inquietudes no atendidas
 
Editorial
 
La Jornada
 
Luego que el gobierno federal publicó el decreto de Reglamento para la Cédula de Identidad Personal –cuya expedición, a cargo de la Secretaría de Gobernación, deberá concluir en un plazo de cinco años e incluirá a la población adulta–, se reactivaron las críticas de diversos actores políticos e institucionales hacia el nuevo sistema de identificación única.
La comisionada presidenta del Instituto Federal de Acceso a la Información y Protección de Datos, Jacqueline Peschard, calificó de excesivos los datos biométricos que, de acuerdo con el reglamento citado, contendrá el documento. Por su parte, la Comisión Permanente del Congreso de la Unión citó a comparecer al titular de Gobernación, Francisco Blake Mora, para que explique las razones jurídicas de la expedición de la cédula y su impacto en las finanzas públicas.

 

Cabe recordar que desde que se anunció la implementación de este documento, en julio de 2009, el proceso administrativo correspondiente ha sido objeto de impugnaciones e inquietudes manifestadas desde distintos frentes de la sociedad, en torno a la procedencia de implantar un documento de identificación oficial adicional a los que ya existen, y de poner en manos de una dependencia del gobierno federal –de Gobernación, en concreto– información delicada y confidencial de la población, como son sus datos biométricos.

Respecto del primer aspecto, es pertinente considerar las reflexiones enunciadas hace dos días por el Instituto Federal Electoral (IFE): el país ya dispone, con la credencial de elector, de un documento de identificación usado por el común de la población y aceptado por la generalidad de las instancias públicas y privadas. Desde esa perspectiva, la creación del nuevo sistema de identificación vendría a duplicar funciones, pero eso no es lo más grave: el proceso podría incluso desincentivar el empadronamiento ante el órgano electoral, mermar la participación ciudadana en los procesos comiciales y propiciar el traslado hacia el gobierno federal de algunas de las funciones hoy realizadas por un instituto autónomo.

Tanto más preocupante resulta la perspectiva de que las autoridades federales tengan a su disposición el registro de datos como los mencionados, pues en el año y medio transcurrido desde el anuncio de la expedición del documento, poco o nada se ha hecho para corregir la descomposición y la corrupción en la administración pública en todos los niveles y, en cambio, se han acentuado rasgos de autoritarismo en la conducta del actual gobierno. Ante tales elementos, la cédula de identidad podría colocar a los ciudadanos registrados en el padrón correspondiente en una doble indefensión: frente a malos servidores públicos y grupos delictivos infiltrados en las distintas instancias del gobierno, y frente a las crecientes pulsiones gubernamentales de criminalización y represión social.

Por elementales razones de decoro institucional y transparencia, y hasta para garantizar el éxito de su propia empresa, las autoridades habrían debido esclarecer estos y otros puntos polémicos del proceso administrativo referido antes de establecer, vía decreto presidencial, las formas y los plazos de su culminación. Sin embargo, la manifiesta incapacidad o falta de voluntad de la Presidencia de la República y de Gobernación para proporcionar argumentos sólidos y coherentes sobre la conveniencia del uso de esta cédula, deja dudas fundadas y pertinentes; la presenta como un instrumento oneroso e innecesario, en el mejor de los casos, o como un mecanismo de control indebido sobre la población, en el peor, y abona, al fin de cuentas, a la intranquilidad de la población y a la desconfianza en las instituciones.

 

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