Ser moral o imponerse a las élites egoistas de poder

Un dilema moral

Sabina Berman

 

La moral: las conductas que sostienen y acrecientan lo que es Bueno y propiedad de todos, el bien común. A nadie escapa que en México padecemos de un problema moral. Que lo hemos padecido a lo largo de nuestra historia.

 Nuestros historiadores no coinciden en ubicar un periodo donde la moral haya gobernado sobre los impulsos egoístas de las élites de poder. Acaso durante las presidencias de Juárez, señala alguno. Acaso más atrás, en el siglo de paz de la Colonia, cuando la Iglesia católica, en una Nueva España ya catolizada, se dedicó a edificar instituciones benéficas para todos: hospitales y escuelas gratuitas, asilos y morideros públicos, los monasterios donde los pobres y no criollos podían acceder a una suerte de aristocracia social, el clero. 

 

Que en los 30 años de dictadura de Porfirio Díaz haya reinado en México una moral, como lo afirman otros historiadores, lo desmienten la violencia y la largueza de la Revolución. En el Porfiriato un pequeño grupo era dueño de las fuentes de riqueza del país, y el bien común era raquítico, de ahí que fuera tan popular entre los mexicanos de a huarache irse con la peligrosa bola, que equivalía en la práctica a irse a ver a cuántos mataba uno antes de que lo mataran. Mejor morir de bala que medio vivir de hambre, era la lógica. 

 

El PRI nació como un acuerdo, no para el bien común del país entero, sino para el bien común de los hombres fuertes surgidos del triunfo de la Revolución: basta de dirimir quién manda a balazos, basta de intentonas de golpes de Estado, mantengamos la unidad del grupo de los fuertes y dirimamos dentro de nuestros recintos, a puerta cerrada, a quién le toca mandar, y cómo ese mandamás reparte entre los otros los poderes menores.

 

No es casual que en su discurso inaugural, en enero del 2011, el nuevo presidente del PRI haya señalado que “el gran reto del partido es la unidad” (podría parafraseársele así: “el gran retro del PRI es la unidad”). Ni que el segundo objetivo que haya fijado es “ganar la Presidencia”, es decir, regresar al partido al lugar desde donde se reparte el poder de los ministerios nacionales. Y tampoco que haya señalado como tercer objetivo, y no el primero o el segundo, “el construir el mejor proyecto de país”, con énfasis en la palabra construir: el PRI no cuenta con ese proyecto de antemano, en el siglo XX el PRI debió plegarse al proyecto de cada hombre fuerte a quien colocó en la cima del poder, y ahora debe asumir que un nuevo priista fuerte armará un nuevo proyecto al que los otros priistas se sumarán.

 

En cambio el PAN nació de una necesidad moral. De la necesidad de oponer a la mezquina moral de grupo de los hombres fuertes del PRI, una moral más amplia, que incluyera verídicamente al país entero. Y esa moral panista utópica, surgió en medida importante inspirada por la antigua moral católica de la Colonia. Los panistas de casta suelen decir que el presidente Fox no era un panista en serio, era un ranchero de valores empresariales, los valores de la Coca-Cola Company al poder, expresados en el léxico colorido de un rancho. Los panistas de vieja cepa, consideran que el primer presidente verdaderamente panista ha sido el actual, Felipe Calderón, hijo de fundadores del partido. Y sus actos lo validan así.

 

Llegado a la Presidencia, Calderón se olvidó del modesto, pragmático y viable proyecto que enarboló como candidato, crear empleos mediante la construcción de infraestructura, y decidió acometer el épico proyecto, de profunda vena católica, de destruir el Mal en México. “A los 30 días (de ocupar la presidencia) el presidente decidió lanzar la guerra”, palabras de su primer secretario de Gobernación.

 

¿Qué vio Calderón en la información privilegiada accesible en la cima del poder que lo horrorizó tan prontamente? “Un cuerpo invadido de cáncer”, declaró él mismo. O para citar una de sus declaraciones más recientes: “(En México) levantas cualquier pedazo de duela y encuentras un nido de ratas”. Ratas: el panismo de los años oscuros de la resistencia y del utopismo recalcitrante, de hace 50 y 60 años, nombraba así a los priistas: ratas.

 

Los choques entre los cárteles narcos no son herencia del PRI, pero sí lo son un sistema de justicia fallido, un sistema de seguridad históricamente en contubernio con el crimen y las formas corruptas de relación entre el poder y la sociedad, donde los gobernantes consideran suyo lo que por ley es del bien común, y medran comerciando con ello.

 

Eso, la cultura priista y sus resultados inmorales, fue lo que Felipe Calderón probablemente vio y lo horrorizó. Ese es el cáncer que vio plagando y devorando la geografía del país. Los nidos de ratas que sigue encontrando bajo cada duela. Lo vio y prontamente (de nuevo: a los 30 días de mandato, sin planificarlo, sin acopiar un mapa detallado del narco, sin tomar antes las previsiones elementales en cualquier guerra), con el ánimo de un profeta cristiano, sabiendo que aquello era el Mal y su impulso provenía del Bien, desenvainó la espada a su alcance, el Ejército.

 

Esto era un avispero de corrupción antes de que llegara el PAN a la Presidencia. Llegó el PAN y le dio un batazo. Henos acá en una tormenta de avispas furiosas, que luchan entre sí a muerte. O para retomar la metáfora del presidente Calderón: hay nidos de ratas bajo cada pedazo de duela, y por andarlos arrancando este gobierno nos está dejando sin piso.

 

Por eso tiene razón el nuevo presidente del PRI cuando afirma que el gobierno panista ha llevado al país a una crisis gravísima y es necesario cambiar el rumbo. Por eso el presidente Calderón tiene razón cuando dice que el regreso del PRI a la Presidencia sería una tragedia, una involución. Lo que requerimos es algo distinto. Ni destrucción frontal y ciega del Mal común, ni el regreso a la estrecha y torcida definición del Bien común del PRI. Una tercera opción que construya, con el énfasis en el verbo construir, un bien común más amplio.

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