Jorge Fernández Souza
Con esa misma calidad, el obispo hizo saber a los integrantes de la representación gubernamental la decisión de su contraparte en el diálogo. La reacción de los del gobierno no solamente fue de molestia, sino de amenaza. Si los zapatistas se retiraban, dijeron, se rompería definitivamente el diálogo, e inclusive los integrantes del EZLN que ahí estaban correrían el riesgo de ser detenidos, a pesar de la presencia de miembros del Comité Internacional de la Cruz Roja. Y para que se viera que era cierto, la representación gubernamental empezó a prepararse para irse de la sede del diálogo, llegando a ordenar el levantamiento de los arcos detectores de metales cuidados por elementos del Ejército Mexicano, lo que indicaba que la misma sede y quienes en ella estaban quedarían en la mayor desprotección.
El desplante amenazador y muy poco prudente de quienes actuaban de parte del gobierno generó una enorme tensión al interior del espacio habilitado para el diálogo. Pero aún más, afuera, en el poblado mismo, las señales emitidas por esos mismos actores gubernamentales fueron tomadas en serio y, después se supo, bases zapatistas se empezaron a preparar para lo que pudiera venir.
Al percibir que aquello podría significar no sólo una suspensión temporal del diálogo sino el desencadenamiento de un enfrentamiento mayor, don Samuel se dirigió al espacio asignado a la representación del EZLN. Con una combinación de vehemencia y suavidad, conmovido y convincente, el obispo les expuso a los dirigentes indígenas los riesgos de una ruptura. Altivos en su rebeldía, pero atentos a las razones que el mediador les exponía, los zapatistas aceptaron quedarse, aunque de no muy buena gana.
Una parte estaba lograda, pero faltaba la otra. Don Samuel no podía decirles a los representantes del gobierno que su contraparte zapatista había aceptado quedarse para darle otra oportunidad al diálogo, cediendo a las amenazas gubernamentales. Y no podía decirlo porque no había sido así, porque se habían quedado por las razones que el obispo expuso y no por otra cosa, además de que la idea de que se quedaran bajo amenaza no servía para impulsar el diálogo.
Entonces apareció la grandeza del obispo, del mediador, del hombre consecuente con su fe: don Samuel fue al lugar donde los representantes gubernamentales estaban empacando para irse, y les dijo que todo había sido un malentendido suyo, que los zapatistas no habían tenido la intención de retirarse, que el diálogo podía continuar. Es decir, se echó la culpa, se adjudicó una responsabilidad que no era suya, como forma, quizá única, de conjurar el conflicto, aun a costa de las burlas y de los desplantes de soberbia de quienes actuaban por el gobierno. En su humildad eso era lo de menos: lo importante era la continuación del diálogo, como vía privilegiada para buscar la justicia, y evitar el enfrentamiento.
Y así fue. El diálogo pudo continuar hasta los acuerdos de San Andrés, cuyo cumplimiento pleno, así como otros temas de aquellos diálogos, siguen pendientes. Pero con el ejemplo de don Samuel Ruiz, con su presencia indiscutible, con su historia hecha de mil historias, estos y otros pendientes de justicia son esperados por el futuro.