«A sus poetas muertos no hay país que no los adore»; Samuel Ruiz visto por Javier Sicilia

Samuel Ruiz, la palabra perdida

Javier Sicilia

Tres años antes de su muerte, Luis Cernuda escribió unas palabras reveladoras en relación con la muerte de los poetas:­

“¿Qué país sobrelleva a gusto a sus poetas? A sus poetas vivos, quiero decir, pues a los muertos, ya sabemos que no hay país que no adore a los suyos”.

Estas palabras que, dice Octavio Paz en su ensayo fúnebre sobre Cernuda, fueron pensadas para la propia muerte del poeta, pueden hoy también ser pronunciadas en relación con la de Samuel Ruiz.

La analogía no es incorrecta. Don Samuel era un profeta, y los profetas –los poetas del mundo hebreo y del mundo cristiano en su tradición liberacionista– tienen una función semejante a la de los poetas en la modernidad: restablecer los significados, anunciar lo que extraviamos y debe encarnarse, y cimbrar, por lo mismo, el supuesto orden del mundo.

Nada más natural entonces que en vida haya sido tan incomprendido como incómodo –perseguido y denostado por los poderes del mundo y asimilado infructuosamente por las particularidades ideológicas–.

Nada más natural también que, a su muerte, los que lo denostaron y los que lo amaron dediquemos­ homenajes al profeta y digamos lo que siempre es menester decir cuando uno de esos incómodos muere: “Puesto que don Samuel ha muerto, viva don Samuel”.

Se trata de igualarlo para aplacar nuestra conciencia, de celebrarlo para no comprometernos o para decir que estábamos de su lado. Enterrado el profeta se acabó el virus. Podemos entonces (cito a Paz) “discurrir sin riesgo sobre él y hacerlo decir lo que nos parece debería haber dicho: ahí donde él dijo exclusión, leeremos unión; Dios, donde dijo demonio…”, y si su lenguaje sigue siendo insoportable y repelente como toda verdad, podemos transformarlo –una práctica muy ad hoc en las simulaciones democráticas– en eufemismos que no ofendan a nadie y conmuevan a todos.

Se trata no de una mala intención, sino de esa conciencia piadosa de las “democracias” modernas donde todos queremos tener nuestra parte en la unanimidad, aunque sea de manera disidente.

 

La vida y la muerte de don Samuel son, sin embargo, y como he dicho, las de un profeta, y todo profeta no habla por éste o por aquél, sino por Dios. No sólo restablece los significados originales, sino que los anuncia como una realidad que será, que se encarnará como pobreza, acogimiento y don, es decir, como el sentido extraviado de la realidad de Dios y del hombre.

De allí su incomodidad en un mundo extremadamente utilitario que cree en el poder y el dominio como formas del orden; de allí también la necesidad piadosa de domesticarlo.

Tanto su vida como su nombre están asociados con los del profeta hebreo. El Samuel hebreo (XI y X a. de C.), un juez, aparece en el momento en que Israel declara que está harta de los jueces –esos seres que, semejantes a los profetas, no tenían ninguna autoridad particular, pero que Dios inspiraba para rearticular los significados y resolver una grave crisis– y quiere “un rey como todas las naciones”.

Samuel protestó y oró. “No te inquietes –le dijo Dios–, no es a ti a quien rechazan, es a Mí (…) Desde que los liberé (de Egipto) no han dejado de (…) rechazarme. Acepta la petición del pueblo, pero adviérteles lo que sucederá”.

Samuel fue a la Asamblea y dijo: “Ya que quieren un rey, lo tendrán. Pero (…) sepan lo que el rey hará: tomará a sus hijos para hacerlos soldados, tomará a sus hijas para meterlas en su harem o para hacerlas sus sirvientas, elevará los impuestos y cosificará sus tierras (…)”.

El pueblo respondió: “No nos importa, queremos un rey”. Samuel y la descendencia profética de ese periodo no dejaron de señalar el sentido perdido. Lo mismo hizo don Samuel. No sólo denunció a esas nuevas realezas modernas –el Estado y el Mercado, que han despojado al pueblo de sus tierras, continúan elevando los impuestos y nos han convertido en sus empleados, desempleados, sirvientes y “bajas colaterales”, en pura instrumentalidad–, sino que también denunció a quienes, desde ideologías radicales, quieren poner otro tipo de realezas.

Don Samuel, como todo profeta, no llegó en ayuda del poder; tampoco hizo causa con los disidentes que buscan establecer otros poderes.

Su presencia y su prédica fueron lo que llamaríamos, en términos modernos, un “contrapoder”.

Ese contrapoder no representa, como quisieran algunos, al pueblo; tampoco a la Iglesia institucional o a alguna ideología –unos y otros, como en la época del profeta hebreo, continúan queriendo algún tipo de realeza–, sino a Dios, cuyo rostro es la libertad, la pobreza y el no-poder de Jesús.

Don Samuel no era de nadie, sino de Dios, y como rostro de Dios en Jesús era un hombre para todos: amoroso, terrible, incómodo e indómito como su fragilidad.

Don Samuel era, como Cristo quería que fueran sus discípulos, “sal de la tierra”, esa sal que no está hecha para dar sabor a los alimentos, sino para escocer la carne y evitar que se pudra.

El mejor homenaje que podemos hacerle no es el de la domesticación del elogio, sino el de sentirlo como un grano de sal que, incrustado en nuestra carne, nos escuece, nos duele y nos dice que hay que renunciar a lo que nadie quiere renunciar: el poder, y que hay que abrazar lo que nadie quiere abrazar: la pobreza y su libertad.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar todos los presos de la APPO y hacerle juicio político a Ulises Ruiz.

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