Ley de Seguridad Nacional
Miguel Concha
Un grupo numeroso de organizaciones civiles de derechos humanos, nacionales e internacionales, prepara una carta abierta a los miembros de la Mesa Directiva, a los coordinadores de los partidos políticos en la Cámara de Diputados y a los presidentes de las comisiones de Gobernación, Justicia, Defensa Nacional, Seguridad Pública y Derechos Humanos, pidiéndoles que la semana próxima no turnen al Pleno el predictamen de reformas a la Ley de Seguridad Nacional, sin antes al menos, como ordena el reglamento, discutirlo y aprobarlo en sus respectivas comisiones.
El asunto no es para menos, porque como lo ha venido informando ampliamente La Jornada, ese documento, supuestamente elaborado en dichas comisiones unidas, no se compagina con los estándares internacionales de derechos humanos en materia de seguridad interior; modifica sustancialmente la minuta que sobre la materia le envió el Senado a la Cámara de Diputados el 28 de abril del año pasado; excede la jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación sobre la participación de las fuerzas armadas en el auxilio de las autoridades civiles; reglamenta su participación indefinida en labores de seguridad pública; desacata abiertamente y a posteriori las cuatro peticiones formales que desde el año pasado la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) le ha hecho al Estado mexicano, y cuya jurisdicción es obligatoria, para que elimine del fuero militar las violaciones a los derechos humanos cometidas por miembros de las fuerzas armadas en el ejercicio de sus funciones, y maneja una extraña concepción gradualista de paz, que no tiene nada que ver con el significado que sobre ella establecen los instrumentos internacionales de protección a los derechos humanos aprobados por México, ni los mecanismos de su observación y cumplimiento, a los que también se ha obligado el Estado mexicano. Para estos últimos, en efecto, la paz es interdependiente del cumplimiento integral e indivisible de los derechos humanos, del derecho al desarrollo y de la democracia.
No hay que olvidar tampoco que al cumplirse el 60 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el entonces secretario general de la ONU, Kofi Annan, afirmó en su documento: “No tendremos desarrollo sin seguridad, no tendremos seguridad sin desarrollo, y no tendremos ni seguridad ni desarrollo si no se respetan los derechos humanos. Si no se promueven todas esas causas, ninguna de ellas podrá triunfar”.
Para legalizar la injerencia de las fuerzas armadas en labores de seguridad interior, que de acuerdo con la CIDH deben también corresponder a las autoridades civiles en un Estado democrático y de derecho, el documento de marras en cambio maneja una concepción belicista de paz, que más bien recuerda lo que Norberto Bobbio rechaza en su libro El problema de la guerra y las vías para la paz. Es decir, una concepción de la guerra como mal necesario, que se va deslizando a una concepción de la guerra como guerra justa, e incluso como guerra legítima y legal. Y todo ello sin haber reconocido en la Constitución el derecho explícito de la ciudadanía a la paz, y la obligación de garantizarla por parte del Estado, como ha sucedido ya en la mismísima Colombia, y sin tomar en cuenta las mínimas prevenciones que establecen los Convenios de Ginebra y sus protocolos adicionales, para proteger a los civiles en conflictos armados, no sólo entre Estados, sino también al interior de ellos.
Luego de muchas negociaciones, ocasionadas por las fuertes presiones políticas de personeros del Ejecutivo federal y de miembros del Ejército, el Senado estableció en el artículo 72 de su minuta, que “en las tareas de auxilio” de la fuerza armada permanente, las conductas que sus miembros realicen y pudieren ser constitutivas de delitos, y afecten a personas civiles, “serán perseguidas y sancionadas por los tribunales competentes, con estricta observancia de los principios de objetividad, independencia, imparcialidad, y de conformidad con lo dispuesto en los artículos 13 y 133 constitucionales”.
Ahora bien, el artículo 13 de la Constitución establece que “cuando en un delito o falta del orden militar estuviese complicado un paisano, conocerá del caso la autoridad civil correspondiente”, y el 133 que los tratados celebrados por el Presidente de la República, con aprobación del Senado, son Ley Suprema, así, con mayúsculas, de la nación. Es más, la pasada reforma constitucional en materia de derechos humanos aprobada por el Congreso, y que ya circula para su aprobación en las legislaturas de los estados, confiere rango constitucional a los derechos humanos aprobados por México en tratados internacionales.
El impresentable predictamen que venimos comentando modifica la minuta del Senado y establece mañosamente que “las conductas delictivas que llegasen a cometerse los servidores públicos de las instancias y demás autoridades participantes a una afectación de la seguridad nacional serán perseguidas y sancionadas de conformidad con las normas legales que los rigen”, es decir, en nuevo desacato a las sentencias de la CIDH, el Código de Justicia Militar, el fuero castrense. En él se autoriza además a las fuerzas armadas para que puedan realizar intervención de comunicaciones, así como detención y mantenimiento de supuestos delincuentes sorprendidos in fraganti, “en acuerdo con la PGR”, que también así se militariza legalmente.