Una entrevista muy pero muy queretana y válida

ENTRE LENGUAS Y CAMPANAS

Augusto Isla estrada: «Hay que aprender a irse desprendiendo de la vida y de las cosas»

Diario de Querétaro

«La ciudad está muy viva, pero la infraestructura cultural tiene que renovarse; los museos tienen que tomar una nueva actualidad, porque su museografía ha envejecido», asegura con esa pausada voz que le caracteriza. «Es muy importante articular todos los esfuerzos, distribuir más racionalmente las tareas, la custodia, la preservación del patrimonio… Ese es el gran paso para que esta vitalidad rinda mejores frutos».

Quien fuera incansable gestor cultural en el Estado de México, de regreso a la ciudad en la que nació y donde estudió la carrera de Leyes, donde ahora se hace cargo de la Dirección de Archivos del Gobierno estatal, asegura estar feliz de la vida y con la oportunidad de dedicarse a lo que cataloga como suyo. «Espero que mi colaboración le permita al Gobernador rendir buenas cuentas en este ámbito del cuidado del patrimonio documental».

«El centro de la memoria, donde yo estoy, tiene que tomar su propia actualidad, por lo pronto ordenando y después digitalizando, para estar al día», asegura sobre su trabajo cotidiano, el que combina con su pasión por la cinematografía, tema del que ha publicado ya varios ensayos. «No hago vida social. En casa me encierro a ver cine… Veo una o dos películas al día», confiesa sobre sus tiempos libres, acompañando su dicho con la risa.

De familia a la que cataloga como modesta, de padre agricultor de siete hijos, recuerda su niñez aderezada por las ricas tradiciones populares de un Querétaro mucho más pequeño que ofrecía a los niños los encantos de la Cabalgata, los carros alegóricos, los juguetes de cartón, los paseos por la Alameda o por los huertos de laureles de La Cañada, las visitas a los balnearios del Piojito o del Jacal…

«Era un Querétaro pequeño, con el recato de la Semana Santa, los ayunos el Viernes Santo, la visita a las siete iglesias el Jueves Santo, los caballitos de carrizo con cabezas de cartón…», rememora sobre aquellos sus primeros años de vida. «Vivíamos en una pequeña casa anexa a la de mi abuelo, donde creo que habían sido originalmente las caballerizas, en Venustiano Carranza 22. Siendo siete, la atención se distribuye y cada quien va creciendo como puede».

Como si fuera un mago, saca de la chistera un episodio de aquella su vida infantil que al menos el entrevistador desconocía: su formación, durante unos tres años, en la organización religiosa fundada por el michoacano Marcial Maciel.

«Mi interés por la literatura, por la cultura, más viene de mi internado con los monstruosos Legionarios de Cristo, a los cuales estaba muy ligada la familia de mi padre, porque mi abuelo tuvo la tremenda osadía de entregarle tres hijos a Maciel, que por entonces tendría unos veintiún años», me platica con naturalidad. «Uno de mis maestros, cuya amistad conservo desde entonces, es el Doctor José Barba, un líder de las denuncias contra Maciel, un activista, un luchador porque se haga justicia a las víctimas del monstruo».

«A los once años, con el Doctor Barba y otros jóvenes novicios, traducíamos a Horacio, a Cicerón, a Demóstenes… Ahí se formó mi afición por la literatura, mi cultura clásica», aclara, dándole peso a aquellos años en Tlalpan que forjaron la cimiente de ese bagaje cultural que ahora posee. «Fue un gran beneficio para mí en términos de formación de estructura mental, porque traducir a Cicerón te da una estructura lógica, un orden, una estructura mental muy sólida. A estas alturas uno va perdiendo cierta memoria, pero ese sentido de la construcción, del lenguaje, no se pierde nunca».

«No te puedo dar ningún testimonio, ni directo ni indirecto, de sus tropelías, de sus crímenes, porque ni los imaginábamos», me dice sobre Maciel, a quien considera «un genio del mal» y a quien recuerda como un hombre de gesto paternal, ojos intensamente azules y voz sonora, quien curiosamente, no hablaba inglés y contaba con un poder enorme de seducción. «Para nosotros, niños entonces, era como un semidiós».

A su regreso a Querétaro, el hoy Doctor en Sociología, editor y maestro, ingresó a su «querida» Universidad Autónoma de Querétaro, en donde por entonces podía cursarse también la educación media. De aquellos tiempo retiene en la memoria las enseñanzas de Felipe González Cordero, por quien conoció a Pío Baroja y Miguel de Unamuno; de Francisco Alcocer Pozo, en cuya clase le surgió la inquietud por estudiar los procesos mentales y adentrarse en el mundo freudiano; o del «inolvidable aunque efímero» Hugo Gutiérrez Vega. Pero quizá lo que más marcó aquellos tiempos fue el autodidactismo que despierta la existencia de una biblioteca como la que entonces tenía la Universidad queretana. «Ahí descubrí las obras completas de Ortega y Gasset», recuerda.

Fiel a su franqueza, me habla sin concesiones de quien fuera rector de nuestra Máxima Casa de Estudios cuando le pregunto expresamente por los maestros que recuerda de manera especial: «Con especial afecto no, pero recuerdo, por su personalidad tan fuerte y tan equívoca, a Fernando Díaz. Era muy arbitrario, muy autoritario, pero un hombre de gran personalidad».

Y luego surge, inevitable, la figura de quien también fuera rector universitario, además de maestro y periodista: José Guadalupe Ramírez Alvarez, con quien tuvo desavenencias, pero con quien se reencontró amistosamente en sus últimos años de vida.

«Era un hombre muy ameno, muy informado, muy gentil, muy respetuoso… En el ámbito universitario se movía con un gran decoro», asegura de quien también fuera poeta y cronista de la ciudad. «Como maestro era muy respetuoso, serio, irónico, vanidoso… Mantuve con él una relación muy cordial».

Y luego reivindica su recuerdo al hacer precisiones sobre su muerte y los decires que ella provocó en su ciudad natal: «Yo lo visitaba, agradecido por la beca que me había dado para estudiar en México, cuando estaba ya muy enfermo de leucemia, que en realidad eso era lo que padecía y no otra cosa, como después inventó el muy perverso de Manuel González de Cosío».

Sin pelo alguno en la lengua me relata un episodio que recuerda aún con profundo desagrado, ocurrido en 1987, durante una comida en Casa de Gobierno, donde compartió mesa con el entonces ya exgobernador queretano:

«Fue muy desagradable escuchar a ese señor tan repelentemente machista cuando empezó a hablar mal del maestro y a hacer mofa de eso. Yo francamente me levanté y me fui. Me molestó mucho porque estaba calumniándolo», me cuenta sin perder la lenta cadencia de su conversación. «El maestro nunca falleció de Sida, nunca perdió peso. El Sida en esos años era privativo de gente que había estado en Nueva York, no era una enfermedad local. El era un hombre que llevaba muy bien su vida».

De alguna manera había sido precisamente Ramírez el causante de que Isla buscara nuevos horizontes académicos, pues durante su rectoría fue que apeló a la beca de estudios de la Anuies que lo llevaría a la UNAM. «Favorecía ciertas prácticas, o políticas, como el futbol americano, y yo me burlaba un poco de todo eso», narra sobre su paso como maestro de preparatoria en la UAQ. y su relación con rectoría, así como la situación tensa que se creó cuando un grupo de preparatorianos, uniformados de jugadores de futbol americano, le hicieron pasar un mal momento y lo convencieron finalmente de emigrar. «Creo que fue un alivio para el maestro Ramírez».

Con la licenciatura en Derecho a cuestas -«en realidad yo quería estudiar arquitectura, pero significaba gastos inaccesibles para la familia», confiesa sobre el particular-, acabó por inscribirse en la Facultad de Ciencias Políticas, pues la de Derecho, por entonces, permanecía cerrada en la Universidad Nacional.

«Me inscribí en Sociología y me vino de perlas, cambié de rumbos… Era un buen momento en la Facultad de Ciencias Políticas, porque en los años setenta hubo mucha migración de sudamericanos por las dictaduras militares y tuve maestros brillantes», relata al tiempo que enumera nombres como los de Mauro Marini, Aníbal Quijano, Pío García, Agustín Cueva, Wenceslao Roces, o incluso mexicanos como Raúl Olmedo o Edmundo O’Gorman.

Tras el Doctorado, Isla Estrada recibe la invitación a hacerse cargo de la Coordinación de Estudios Latinoamericanos en la Universidad del Estado de México y su traslado a Toluca le significó iniciar una de las etapas más fructíferas de su vida. Ahí nació su única hija -Antígona se llama, en honor del personaje al que admira profundamente y mantiene «en su mente y su corazón»- e hizo una carrera como maestro y gestor cultural, ámbito en el que se desempeñó como Coordinador de Patrimonio Cultural en el gobierno de Alfredo del Mazo.

«Fundé con la esposa del gobernador Alfredo Baranda el Instituto Mexiquense de Cultura», me sigue contando sobre aquella etapa en Toluca, «y aunque no me tocó ser director del Instituto, sí estuve en el diseño y creación de ese gran Centro Cultural Mexiquense… Compré colecciones de pintura con el maestro Gamboa…»

Se muestra, sin embargo, modesto cuando le pregunto sobre su actividad como publicador de libros en aquella etapa de su vida. «Tengo que admitir que fue muy modesto mi trabajo como editor. No se me da la mitomanía», refiere entre sonrisas.

La charla, tan pausada como coherente, nunca interrumpida a pesar del paso constante de comensales en el céntrico «Arcángel», nos lleva a sus planes futuros. «Estoy escribiendo varias cosas. Quiero terminar un libro sobre tres mujeres que me apasionan: María Zambrano, Marguerite Yourcenar y Simone Weil. Quiero también publicar algo de cine».

«Y otro librito que también estoy trabajando que quiero intitular De Humanismos», complementa. «El humanismo de la antigüedad, el del Renacimiento, el de la Ilustración, y un humanismo contemporáneo muy singular, plagado de palabras difíciles y casi imposibles, como podredumbre o desesperación; un humanismo desengañado».

Regresa de nuevo al tema del maestro Ramírez Alvarez al recordar el estado de deterioro en el que se encuentra la que fue su casa. Afirma, con un dejo de tristeza, que si efectivamente está en manos de la Universidad el futuro del inmueble, la institución debería rescatarlo del abandono y convertirlo en un centro cultural.

Ya de pie, con su acostumbrado sombrero en las manos, presto a ser colocado sobre su cabeza, el frustrado estudiante de arquitectura -«he diseñado mis casas, mis espacios, y creo que ya con eso me basta», afirma- reflexiona sobre lo humano y sobre su propia existencia cuando asegura: «Uno llega a acumular demasiadas cosas en la vida. Hay que aprender a despedirse de ese sentido de la acumulación».

A manera de colofón parafrasea a Yourcenar mientras la recuerda en sus últimas décadas en su anónima casa de Maine, preparando pan o barriendo la acera frontal: «Vivir en la penumbra conviene a lo esencial».