Las revoluciones espontáneas
Adolfo Sánchez Rebolledo
La Jornada
Esta es la segunda –privilegiada– ocasión en que me toca vivir para observar el estallido de una revolución espontánea, esa especie única de fenómeno social en el que la historia, como decía Marx, se concentra y acelera su paso. Se trata de un momento especial donde se conjugan los sentimientos, las causas, los agravios, los deseos, la furias y las esperanzas que habían estado sumergidas, se desatan en una gran oleada que busca el cambio súbito del orden establecido. Como las avenidas de un gran río, esas revueltas arrastran a su paso todo lo que encuentran, pero algunas, si vencen, son capaces de abrir nuevos cauces hacia terrenos más seguros. Nadie sabe cuándo o cómo van a comenzar. No son inevitables, pues en el aire se perciben señales de que algo puede o va a ocurrir, lo cual permite que se den reacomodos de fuerzas, actuaciones políticas que las frenen o las enciendan, pero únicamente las comprendemos a cabalidad cuando los acontecimientos son pasado y vemos los resultados.
En la década de los 70 nos deslumbró la llamada insurrección de mayo que, en rigor, venía a ser la culminación de la resistencia universal a la imposición de la pax americana en el mundo entero. Los nombres de Vietnam y Ho Chi Minh, el Che, Lumumba, Mao, son símbolos, formas de nombrar los escalones del despertar de la rebelión antiautoritaria en Berlín, Berkeley o Roma, que se nutre de Freud y Marx, de Marcuse o Sartre, para anunciar el fin de un horizonte moral y político que se había anquilosado como una momia egipcia. La revuelta espontánea rompe con el orden establecido tanto en Oriente como en Occidente; ataca la idea de poder que subyace en el alma de las izquierdas reformistas o revolucionarias; se pronuncia por una sociedad libertaria, guiada por la imaginación y la fraternidad. El grito, utópico e irreverente, el ansia de revolución desafía convencionalismos, usos y tradiciones ancladas en el imaginario conservador; se burla de las más sagradas verdades que enmascaran la explotación, la desigualdad, la guerra imperial, el amor chauvinista a lo propio y el desprecio por la diversidad, la imposibilidad de asumir la diferencia, sea ésta étnica, sexual o cultural. Es un grito de libertad que no alcanza para cambiar las reglas del juego del sistema, pero desnuda la miseria de los valores consagrados que dominan la vida humana desde la cuna a la tumba. En efecto, la revolución fracasa, pero la sociedad se libera de algunos de sus viejos fantasmas.
Entre los sucesos de mayo en Francia y la movilización estudiantil mexicana no hay una conexión directa, causal, aunque de inmediato la acción juvenil sacude la conciencia de las pequeñas vanguardias que se aprestan a organizarse al influjo de las banderas ideológicas parisinas, sin advertir todavía que la revuelta generacional responde aquí y ahora al desarrollo “desigual y combinado” del capitalismo, a las urgencias de cada sociedad ante el espejo de la modernidad y no al descubrimiento furtivo de las nuevas verdades intelectuales. El 68 mexicano elude toda imitación “extralógica” y, por tanto, deja sin sustento (aunque no sin persecución judicial) el delirio oficialista de la “conjura comunista”, viejo cliché de la guerra fría que Díaz Ordaz asume a sangre y fuego. Y, sin embargo, el ME/68 es, por derecho propio, parte de ese movimiento universal que sacude a la juventud al final de los años 60 y que, entre nosotros, marcará el punto de partida para la transformación democrática del Estado que aún no termina.
No sabemos hoy hasta dónde llegarán los efectos de la revueltas en los países árabes ni el recorrido que tendrá la indignación concentrada en la Puerta del Sol, pero es un hecho que estamos ante las señales de que el siglo XXI no se parecerá en muchas cosas al anterior. Tampoco podemos estar seguros de que vaya a ser mejor o que al impulso libertario de hoy (anclado en las tecnologías de la comunicación instantánea) no suceda la contrautopía global del nuevo autoritarismo, pero esas son, justamente, algunas de las cuestiones que nos plantea la realidad de hoy, erosionando las certezas derivadas del arreglo que tras la caída del mundo bipolar se impuso como la única alternativa. Cito, para no repetirme, lo que dije hace unos días en el Correo del Sur, de La Jornada Morelos: detrás de las movilizaciones subyace el sentimiento colectivo de que estamos llegando a un límite donde la vida pierde valor y la dignidad humana se transmuta en un simple objeto de cambio. Es un ¡ya basta! a un orden injusto e inmoral guiado por el cálculo egoísta y la desnaturalización de la vida humana. La indignación se origina en la crisis no resuelta o, mejor dicho, en el engaño que traslada a la gente común las consecuencias de la dilapidación de la riqueza, el desastre ecológico o el delirio del narcotráfico. La incapacidad de los grupos que gobiernan la economía y las finanzas del orbe para reformar el sistema se traduce en el desapego colectivo hacia formas de vida que ya no garantizan las libertades y los derechos humanos. Reforzar la presencia ciudadana en la vida pública es indispensable para recrear la democracia y convertirla, como pide la Constitución mexicana, en una forma de vida (pero nadie lo hará por nosotros).