Semprún
León Bendesky
La Jornada
Cuando muere alguien como Jorge Semprún se siente como si se perdiera a un miembro de la familia, un ser cercano y querido al que se va a extrañar. Y no se trata, por supuesto, de la familia nuclear, a veces tan estrecha, sino de una más amplia pero que tampoco se corresponde con la abstracción a la que a veces se denomina como la familia humana. Ese parece más bien un término religioso o un concepto zoológico.
Semprún es parte de un conjunto mucho más reducido y entrañable, aquel con el que uno se identifica de modo más próximo por la coincidencia de perspectivas sobre la vida y sus vicisitudes.
Es de ese grupo con el que se comparte un sentido de vinculación con lo humano y lo decente, y que quisiéramos que fuese universal aunque sabemos que no lo es; una forma de pertenencia que es clave y, me parece, no entendida de modo suficiente. En este caso, dicho sentido proviene de una serie de referencias comunes y comprensibles acerca de la historia que nos marca de modo más próximo.
Por como ocurrieron las cosas: el ascenso del fascismo en España, la guerra civil, la consolidación del nacionalsocialismo en Alemania, la instauración del régimen hitleriano y sus secuelas de destrucción, Semprún acabó siendo de Buchenwald donde pasó varios años cuando aún era muy joven. Esa identidad se puso por encima de su nacionalidad española y su existencia francesa.
Tal experiencia fue decisiva y nunca totalmente superada. Su vida, larga y fructífera y buena parte de su obra literaria, así como su pensamiento y sus acciones políticas tuvieron que ver determinantemente con el significado esencial y humano de los campos de concentración y exterminio nazis. También estuvieron enlazadas con un decisivo antifascismo.
Asumió a Buchenwald sin negaciones y también sin escapatoria posible. Compartió esa marca vital con muchos otros y, como Primo Levi, sólo pudo enfrentarla mediante la escritura. Así lo declara abiertamente en su libro La escritura o la vida y en el conjunto de su obra que gira en torno de esa experiencia al mismo tiempo vital y mortal. Semprún pudo sobrevivir al horror, no al tormento; Levi se topó con el límite y se quitó la vida.
Levi se preguntó expresamente acerca de la naturaleza humana en su libro Si esto es un hombre. Semprún manifestó de maneras muy diversas la perplejidad sobre lo que el hombre es capaz de urdir. Se aproximó a ello mediante la novela, el cine, el teatro, el periodismo y el ensayo autobiográfico, también como ministro de cultura del primer gobierno socialista de España después de la dictadura.
Fue miembro del partido comunista español en la clandestinidad; rompió definitivamente con él en los años 1960, y con el estalinismo prevalente. Fue Federico Sánchez y se despidió públicamente de esa identidad ilegal. Amigo de Ives Montand, sobre el que escribió un libro y por medio del cual se armó un trío prolífico junto con el director de cine Costa-Gavras, para el que escribió los guiones de películas clásicas como Z y La confesión.
En la obra de Semprún se encuentran personajes inolvidables, historias decisivas, reflexiones, referencias indelebles. Vuelvo de nuevo a La escritura o la vida y la idea del “mal radical”, pienso en la escena en que acompaña al moribundo Maurice Halbwachs. Pero también estaba Diego Morales, a quien sólo pudo susurrarle en los últimos instantes de su vida Masa, el poema de César Vallejo. Y, así, ni la imagen de la barbarie ni el significado del poema dejan nunca de ser parte de lo que somos como humanos, de nuestras posibilidades y también de nuestra pequeñez.
El recorrido amplio de la experiencia, el pensamiento y la obra de Semprún, su talla intelectual y moral quedarán más allá de su desaparición física. Ahí están como una referencia necesaria, como ocurre con Netchaeiv ha vuelto, en una época en que principios y valores y la integridad intelectual tienden a deshilvanarse y todo parece más light para regocijo y beneficio de algunos.
En La montaña blanca Semprún describe a partir de una tarjeta postal del cuadro El paso de la laguna Estigia del pintor flamenco Joachim Patinir, las cualidades del azul de la laguna y el significado que tiene para la obra de un pintor contemporáneo con el cual entabla una conversación sobre el sentido del arte. Ese azul de Patinir es como lo describe Semprún, así puede verse en el museo de El Prado, y los azules como uno los ve ya nunca son iguales.
Semprún fue un actor y un testigo decisivo de la terrible historia de la primera mitad del siglo XX y una referencia de la cultura y la literatura de su tiempo. Con su muerte van quedando ya muy pocos testigos y menos profundidad y elocuencia. La memoria se debilita y lo que unos perdemos otros lo ganan, no hay que engañarse.