La ceremonia del adiós.

Enrique Lizalde y su ceremonia del adiós
Luis Hernández Navarro
Enrique Lizalde fue un artista muy querido. Cada que ponía un pie en la calle, sus fans se le acercaban para pedirle un autógrafo o para solicitarle tomarse con ellas una foto. No parecían importar las edades. Entre sus admiradoras lo mismo había jóvenes y no tan jóvenes. En los restaurantes y cafeterías, las meseras suspiraban por él. Las más audaces le confesaban su admiración.

Su presencia no pasaba desapercibida. Elegantemente vestido con pantalón de casimir, medias botas, camisa siempre impecable, chamarra de cuero y lentes oscuros, inevitablemente atraía la mirada de quienes estaban alrededor suyo.

Fue un hombre de contrastes. Si­mul­táneamente primer actor de telenovelas e intérprete de teatro de vanguardia de contenido crítico, estrella de cine dotado de una vasta e inusual cultura universal, figura pública que conservó celosamente su intimidad, intelectual que dignificó el sindicalismo nacional, hombre de izquierda que trabajó largos años en la televisión privada, Lizalde hizo de su vida un complejo e intenso montaje artístico.

En muchos sentidos fue una figura by­roniana. Explosivo, culto y sensible, recio, inteligente y perceptivo, justiciero, sofisticado y educado, temperamental, íntegro, atractivo, fue uno de los últimos portadores del ethos romántico en territorio nacional.

Wikipedia señala erróneamente que nació en Tepic, Nayarit, el 9 de enero de 1937. En realidad, vino al mundo el 25 de abril de 1936 en la colonia Portales de la ciudad de México. Allí, fue compañero de escuela de Carlos Monsiváis, casi dos años mayor que él.

Hijo de Juan Ignacio Lizalde, ingeniero, dibujante y apasionado de la poesía, y de María Luisa Chávez García de la Cadena, vivió una infancia austera en distintos lugares del país. Quiso mucho a Puebla, a la que consideró su ciudad adoptiva.

Enrique Lizalde estudió ópera en el Conservatorio Nacional, donde educó su voz, dotada de un magnífico timbre. A pesar de ello, en lugar de dedicarse al canto siguió el camino de la actuación.

Sin embargo, nunca abandonó a Eu­terpe. Poseedor de una cultura musical privilegiada, fue, o estuvo muy cerca de ser lo que Theodor Adorno llamó un oyente experto, es decir, alguien capaz de una escucha estructural, que es plenamente consciente de lo que oye y lo asimila con naturalidad.

El actor vivió envuelto por la música clásica. Escucharla, conocerla a profundidad, fue una de sus grandes pasiones. A ella invirtió mucho tiempo y dedicación. Con ella murió. Se despidió de este mundo el 3 de junio arrullado por el Réquiem de Gabriel Fauré.

Compañía afortunada. Escribió el compositor francés: Se ha dicho que mi réquiem no expresa el miedo a la muerte y ha habido quien lo ha llamado un arrullo de la muerte. Pues bien, es que así es como veo yo la muerte: como una feliz liberación, una aspiración a una felicidad superior, antes que una penosa experiencia.

En su juventud, Enrique Lizalde fue militante de la Liga Leninista Espartaco, la organización comunista creada en septiembre de 1960 por José Revueltas y Enrique González Rojo a raíz de la expulsión de los militantes de las células Marx, Engels y Junot del Partido Comunista Mexicano. La historia de esta aventura fue narrada por su hermano Eduardo Lizalde, uno de los principales animadores de este proyecto, en Autobiografía de un fracaso.

Lizalde saltó a la fama en 1966, al interpretar el papel de Juan del Diablo, en la telenovela Corazón salvaje. Juan del Diablo es un pirata y contrabandista que vivió en la isla de Martinica a comienzos del siglo XIX, capaz, entre otras mañas, de enseñar las delicias del amor verdadero a una monja.

Profesional de la actuación, hizo de ella su vida y de él mismo su propio personaje. En una entrevista realizada en la década de los noventa decía: Hay días buenos y malos como en todo, pero como actores tenemos la responsabilidad de dejar de lado nuestras cuestiones personales para convertirnos un poco en nuestros personajes, para obsequiar esa verdad en la caracterización que es el principal propósito del trabajo que tanto amamos.

Comprometido con la transformación política y social del país, Lizalde fue clave en la fundación del Sindicato de Actores Independientes (SAI), una de las experiencias de dignificación del sindicalismo nacional más notables de la insurgencia obrera. La lucha comenzó en mayo de 1977, cuando Lizalde y otros destacados artistas como Claudio Obregón, Óscar Chávez y Enrique Rocha organizaron un movimiento para depurar la Asociación Nacional de Actores (ANDA), encabezada por Jaime Fernández. Durante años intentaron infructuosamente democratizar el gremio y dotarse de una representación auténtica. Finalmente, en 1985 tuvieron que reconocer su derrota y firmar el acta de defunción del SAI. Lizalde nunca regresó a la ANDA.

Muchos de sus colegas le reconocen su empeño y congruencia en esta tarea. El pasado 7 de junio, la Asociación Nacional de Intérpretes (ANDI) organizó un homenaje a Lizalde en la sede de la organización. Allí, el actor Mario Casillas leyó una carta dirigida al fallecido. La historia del sindicalismo mexicano no podrá escribirse sin la crónica del SAI, del cual fuiste líder principal y a través del cual abrevamos algunos actores la conciencia gremial, le dijo. Nunca antes, ni después de ti, nos hemos movilizado tanto los actores alrededor de la defensa de nuestras causas gremiales.

Hombre de una sola pieza, siempre fue muy exigente con la calidad y el contenido de las telenovelas que grabó. Casado con la actriz Tita Grieg, padre de cuatro hijos, enfrentó a su lado años de biocot laboral muy difíciles. A pesar de ello, nunca se dobló. Sus convicciones más profundas nunca estuvieron en venta, ni siquiera sujetas a negociación.

Otra de las grandes pasiones de Lizalde fue la carpintería. Trabajó la madera, al punto de convertirse en un experto ebanista. Fabricar muebles fue para él una diversión, una terapia y un motivo de orgullo.

Actor, melómano, carpintero, sindicalista democrático, Enrique Lizalde fue un personaje único y excepcional en la industria del entretenimiento del país. Uno que se hizo querer y respetar, y despedirse con el Réquiem de Fauré.