A principios de julio de 1965 llegué con un grupo de estudiantes de la Universidad Libre de Berlín al pueblo de Auschwitz-Birkenau, en Polonia, se trataba sólo de una escala técnica, porque nuestro destino final era Moscú. Salimos de Berlín occidental ocho estudiantes: seis alemanes y dos latinoamericanos, un chileno y un mexicano: Esteban Tomic y yo. Era un verano candente. Buscamos un lugar fresco, donde bebernos una cerveza. Nos instalamos en un restaurante en las estribaciones de Birkenau, un antiguo lugar de reuniones familiares. No habíamos ordenado todavía las cervezas cuando, al oírnos hablar alemán, el dueño nos ordenó a gritos que abandonáramos de inmediato el lugar.
—Nos echaron, Pérez Gay —me dijo Tomic—. Nos confundieron con oficiales de las SS, carajo.
—Por hablar alemán —le respondí.
Bajo el sol de mediodía avanzamos por el campo de concentración; un guía polaco, cuyo nombre se perdió en el tiempo, nos iba narrando la vida cotidiana en Ausch-witz: la industria de la muerte masiva. Yo tenía ¿cuántos?, veintidós años. Ese mediodía escuché por primera vez las diferencias dentro del universo nazi de la muerte. El contraste que existía entre los seis centros de exterminio —Treblinka, Auschwitz, Majdanek, Chelmo, Belzec, Sosibor— y los otros campos de concentración y rehabilitación política como el de Buchenwald. A mediados de 1965, el campo de concentración de Auschwitz no había sufrido ninguna modificación arquitectónica, se hallaba tal como el ejército soviético lo ocupó a finales de la guerra: las rampas donde se recibía a los judíos deportados, la puerta de entrada y la torre de vigilancia, la divisa de metal: Arbeit macht Frej, “el trabajo os hará libres”.
El guía narraba los detalles mínimos, la fase final del exterminio: los judíos eran llevados a las cámaras de gas por el Sonderkommando, un grupo especial de sus propios compañeros judíos dedicado a sacar los cadáveres de las cámaras, lavarlos y recuperar los dientes de oro y el cabello de sus cuerpos antes de trasladarlos por último a los hornos crematorios. No dábamos crédito a lo que íbamos viendo. Las miles de maletas amontonadas en las bodegas, los incontables pasaportes y documentos de identificación.
El guía polaco nos contó también del Muselmann, el musulmán, el recluso de Auschwitz que abandonaba toda esperanza y decidía morir. Eran una suerte de cadáveres ambulantes que vagaban por el campo sin tener conciencia de nada, un haz de funciones físicas ya en agonía. Los musulmanes eran los que habían perdido la voluntad de vivir, las personas dominadas por un fatalismo absoluto. Su disponibilidad para la muerte no era, sin embargo, un acto de voluntad, sino una destrucción de la voluntad. Se conformaban con todo lo que les pasaba, porque su fuerza estaba mutilada y destruida.
—¿Cómo es posible que le guste a usted su trabajo —le preguntó Franz Geibel, uno de nuestros compañeros alemanes—, cómo puede recorrer varias veces al día este gran pozo de mierda?
—Yo fui uno de los primeros musulmanes —nos dijo—, erraba por el campo como un perro sarnoso, todo me era indiferente con tal de sobrevivir un día más. Llegué a Auschwitz en junio de 1940, permanecí aquí cuatro años. Perdí la fuerza y la salud, se me adormecieron los sentidos. Los musulmanes éramos tan débiles que nos dejábamos hacer cualquier cosa. Gente con la que no existía ningún terreno en común, ninguna posibilidad de comunicación, por eso nos despreciaban profundamente. Me daba igual ir a la cámara de gas o al infierno. Casi todos los musulmanes murieron en el campo, sólo un pequeño grupo sobrevivió, yo entre ellos. Se veían musulmanes a cada paso, en los huesos, con aspecto mugriento, la piel y la cara oscurecidas, la mirada perdida, los ojos hundidos, harapientos y malolientes. Nos movíamos con pasos lentos e inciertos. No hablábamos más que de nuestros recuerdos y de la comida: cuántos pedazos de papa tenía ayer la sopa, cuántos de carne de perro. Las cartas que nos llegaban al principio no servían de consuelo, eran un eterno reproche, un temor constante. Soñábamos con hurgar entre los restos de la cocina para procurarnos sobras de pan o granos de café.
Nos explicó que los musulmanes trabajaban por inercia o, mejor, hacían que trabajaban. Trataban de protegerse del peligro de la pulmonía, como los demás compañeros, con la característica posición encorvada, estirando lo más posible los omóplatos y moviendo paciente y rítmicamente las manos sobre el esternón. Así se calentaban durante veinticuatro horas, pero muchos fallecían en el ejercicio. Se hallaban débiles, exhaustos, con un cansancio de muerte. Alucinaban la comida. Soñaban con pan y sopa, pero al despertarse tenían un hambre insoportable. A menudo, después de un sueño lleno de comida y bebidas, algunos musulmanes se electrocutaban en las mallas.
— ¿Por qué les llamaban musulmanes? —le pregunté.
—Nunca me quedó claro —me dijo el guía—. Quizá fuese la forma como a veces se reunían tiritando de frío en el campo, porque a lo lejos daban la impresión de rezar como musulmanes.
Sin embargo, la explicación más probable remite al significado literal del término árabe muslim, que designa al que se somete incondicionalmente a la voluntad de Dios. El racismo antiárabe de esta designación salta a la vista.
Al salir del campo dos compañeros alemanes, Werner Stoss y Franz Geibel, lloraban en silencio. Durante el regreso a Varsovia, nadie se atrevió a comentar la visita. Me prometí guardar ese día en mi memoria. Si he de ser sincero, esa visita me enseñó que el “musulmán” era alguien menos que un animal, el “grado cero” de la humanidad, la noche del mundo. Pero al mismo tiempo aprendí que en esos “muertos en vida” alentaba todavía la esperanza y la dignidad. Auschwitz me enseñó que debíamos preservar la vida y que el carácter perpetuo del poder político desaparecía ante la fabricación de cadáveres: la producción en masa y a bajo precio de la muerte. n
(Núm. 312, diciembre de 2003)