Dos Cronistas de la Cd. de Mexico; Salvador Novo y Carlos Monsivais.

JUNTO A TU CUERPO

Salvador Novo

Junto a tu cuerpo totalmente entregado al mío 
junto a tus hombros tersos 
de que nacen las rutas de tu abrazo, 
de que nacen tu voz y tus miradas, claras y remotas, 
sentí de pronto el infinito vacío de su ausencia. 

Si todos estos años que me falta 
como una planta trepadora que se coge del viento 
he sentido que llega o que regresa en cada contacto 
y ávidamente rasgo todos los días un mensaje 
que nada contiene sino una fecha 
y su nombre se agranda 
y vibra cada vez más profundamente 
porque su voz no era más que para mí oído, 
porque cegó mis ojos cuando apartó los suyos 
y mi alma es como un gran templo deshabitado. 

Pero este cuerpo tuyo es un dios extraño 
forjado en mis recuerdos, reflejo de mí mismo, 
suave de mi tersura, grande por mis deseos, 
máscara, estatua que he erigido a su memoria.

Nuevo catecismo para indios remisos

Carlos Monsiváis

Con estas fábulas impías, nuevos modos del exceso y la pasión heterodoxa, Monsiváis incursiona en un terreno de ficción estricta, que no había frecuentado. Parecerá desconocido a sus lectores. Lo es.

LAS DUDAS DEL PREDICADOR

Enmienda tú, arcángel San Miguel, apóstol de las intercesiones sin lisonjas, enmienda tú a estos naturales y nativos, y extírpales las influencias perversas, y el ánimo de transformar los templos en tianguis indecentes, y borra de ellos las supersticiones, y elimina con ira a sus falsos reyes, sus abominaciones y blasfemias, sus monstruos que paren ancianos a los catorce meses, y sus iguanas que hablan con las reliquias como si éstas tuvieran don de lenguas.

Varón inmaculado, santo arcángel, castiga a los nativos, cortos de manos y restringidos de piernas, quebrantados y confusos. Haz que sepan de tu aborrecimiento y tu justicia. Que sus arroyos se tornen polvo abyecto, sus perros amanezcan desdentados, su falsa mansedumbre se vuelve azufre y sus cánticos sean peces ardientes sobre su miseria. Pasa sobre sus dioses escondidos cordel de destrucción y que en el vientre de las indias mudas aniden humo y asolamiento.

Porque, enviado con alas, éste tu siervo ha vivido entre nativos muchos años, exhortando y convirtiendo a quienes no quieren distinguir ya entre la verdadera religión y las idolatrías nauseabundas, entre el pecado y el respeto a la Ley. Castígalos, Miguel, y devuélveme mi recto entendimiento, para que ya no sufra, y abandone los tenebrosos cultos de medianoche y nunca más le ruegue, pleno de confusión y de locura, a Tonantzin, Nuestra Madre… de la que inútilmente abominan los hombres barbados que con espada y fuego instalaron sus dioses en nuestros altares creyendo, pobres tontos, que hemos de abandonarla algún día, a ella, nuestra diosa de la falda de serpientes.

EL PLACER DE LOS DIOSES

El nativo fue terco hasta el final. De nada valieron las íntimas persuasiones de tenazas, azotes y levantamientos de piel. El perseveró en su falso dios, Yoalli-Ehécatl, Tezcatlipoca, demandó su presencia, y le exigió venganza. Al menos esto nos dijo el intérprete, cuyo nombre cristiano era Cristóbal, de cuya lealtad nos fiábamos y quien, con gestos de horror, nos transmitía las iniquidades.

No olvido la escena. El potro, un pequeño hornillo, los rostros solemnes, el hedor de la carne, la fétida mazmorra, y el indígena hablando en su lengua no apta para venerar a la Santísima Trinidad, inservible para explicar -sin cometer graves disonancias e imperfecciones- los misterios de la Gracia y el Perdón. El -se nos informó- le avisó interminablemente a Tezcatlipoca de los secretos de su corazón y lo llamó el dios favorecedor y amparador de todos. El intérprete lo contradijo, lo conminó a la retractación, le aseguró que Yoalli-Ehécatl era una impostura, caverna de hediondeces y podredumbres, y que él, Cristóbal, nuevo y ferviente converso a la verdadera religión, lo desafiaba: «En vano intentarás dañarme, Tezcatlipoca. Esta cruz me protege…»

El blasfemo se empecinó y a los intentos de conversión respondió con ira en su idioma velado para nuestra comprensión. Y leímos en su mirada desprecio, y odio hacia el intérprete.

Al cabo de horas de forcejeo instrumental sobre su cuerpo, el hereje expiró sin que ninguno de los presentes nos santiguáramos siquiera. A la mañana siguiente, unos enviados del obispo buscaron en vano su cadáver. En su lugar se erguía una mole de piedra de procedencia absolutamente demoniaca. Era el inmenso dios de las confesiones, el ídolo abominable, Tezcatlipoca. Todos acudimos a verlo y se habló de un postrer intento de los salvajes por restaurar sus cultos. Hubo conmoción y rumores, y por ser Cristóbal el indígena más al tanto de movimientos y accesos al edificio, se le consideró sospechoso, se puso a prueba su resistencia a la confesión y semanas después no obstante sus mentirosas negativas, se le ajustició como es debido.

Al cabo de horas de forcejeo instrumental, sobre el cuerpo, el hereje expiró sin que ninguno de los presentes nos santiaguáramos siquiera.

LA PARÁBOLA DE LA VIRGEN PROVINCIANA Y LA VIRGEN COSMOPOLITA

Una virgen provinciana viajó a la gran ciudad a despedirse de su proveedor anual de obras pías que creía tener una leve enfermedad. Mientras lo buscaba, una virgen cosmopolita se intrigó ante su aspecto conventual y misericordioso, «¿Tú qué sabes hacer?», le preguntó con arrogancia. Tímida, la provinciana contestó: «Nunca tengo malos pensamientos, y sé hacer el bien, y me gusta consolar enfermos y…». La cosmopolita la miró de arriba abajo: «¿Y en cuántos idiomas te comunicas con los ángeles?». Reinó un silencio consternado. Animada por el éxito, prosiguió la feroz inquisidora: «¿Puedes resumirme tu idea del pecado en un aforismo brillante?». Tampoco hubo respuesta. Exaltada, segura de su mundano conocimiento de lo divino, gritó la virgen cosmopolita: «¿Que me parta un rayo si ésta no es la criatura más dejada de la mano de Dios que he conocido?». Se oyó un estruendo demoledor y a su término, la virgen cosmopolita yacía en el suelo, partida literal y exactamente en seis porciones. Con un rezo entre dientes, la virgen provinciana se despidió con amabilidad de los restos simétricos prometiéndose nunca desafiar, ni por broma, a cielo alguno.

LA HEREJÍA QUE SE HACÍA PASAR POR SANA DOCTRINA

El secretario permaneció callado. En el palacio pontifical no tenía derecho al habla ni, si muy audible, a la respiración. El era nadie, un resquicio de ínfimos menesteres, un sirviente. En la sombra, escuchó a su patrón definir las herejías más peligrosas. «Son las que se confunden con la ortodoxia. Ahí está el peligro. No los negadores descarados de la Trinidad o los adoradores de sapos o rocas, sino los emboscados en la contigüidad de la Doctrina».

El secretario tuvo desde ese día un objetivo: crear una herejía formidable que nadie lograse distinguir o sospechar. Durante años, copió a la luz de la vela códigos y manuscritos, discurrió y anotó, sé preparó hasta la incandescencia. Tuvo suerte, su obsesión sacrílega fue tomada por devoción y recibió la encomienda del nuevo catecismo para las masas que firmaría el pontífice y que desplazaría a todos los anteriores. Lo preparó con diligencia, sufrió la espera, leyó complacido el nihil obstat, cuidó las pruebas de imprenta. Y el juicio fue unánime: su catecismo era el mejor de todos los tiempos.

Años después, el secretario acudió a una audiencia de pontífice, entonces en el apogeo de sus desdenes.

-Monseñor, me quedan minutos de vida y ya ninguna amenaza me conmueve. Usted me encargó este libro doctrinario y en el desempeño sólo me permití una salvedad: introduje catorce pavorosas herejías, las peores que hasta hoy se conocen. A usted, que firmó el Catecismo, le toca descubrir donde están.

Y expiró. Convocados, los teólogos más sutiles se enfrascaron en disputas, nada hallaron y fueron prontamente destituidos. El pontífice examinó el Catecismo meses y años seguro, por su conocimiento del difunto, de que éste había dicho verdad y la ponzoña estaba allí.

Pero nadie conseguía probarlo y, tras exámenes y contrapruebas, el libro seguía siendo ortodoxo.

-íPor supuesto! se dijo una madrugada el Pontífice, fue muy hábil pero no tanto ese demonio de hipocresía. Este texto desborda falsedad. En la Doctrina Inmaculada se afirma: «Dios se muestra gracioso con quien quiere, porque es libre», y aquí en cambio dice: «Dios se muestra gracioso con quien quiere, porque es libre». Parecen iguales las frases, pero -con el temor de Dios en mi corazón- veo con claridad que no son ni pueden ser lo mismo. Añado otra prueba: «Si Dios obrase por el dinero, seria un indigente». En el catecismo adulterado la oración es al parecer idéntica, pero sólo al parecer: «Si Dios obrase por el dinero, seria un indigente». En un caso se nota la sinceridad, en el otro la malicia.

El análisis detenido, línea por línea, le llevó al descubrimiento del habilísimo método de falsificación. No sólo 14 herejías, todo el libro era un engaño, palabra por palabra. Pero no lo desenmascaró porque midió las consecuencias, previó los daños del escándalo en época de crisis de las instituciones y prefirió lanzar un edicto ratificando la sacra confiabilidad del Catecismo. Y la Doctrina falsa, tan asombrosamente semejante a la original, siguió infiltrándose en los corazones y originó la actual ola de impiedad.

LA VERDADERA TENTACIÓN

Permíteme, oh Señor, que enfrente a las Verdaderas Tentaciones! Soy tu siervo, divulgador de tu doctrina, vasallo de tus profecías, sujeto del error y el escarmiento, y quiero acrisolarme ante tus ojos honrando tu hermosura. Concédeme mi ruego y pónme a prueba, pero con ofrecimientos que sean cual duro yugo. Si te insisto, Señor, es porque mas de tres veces se me ha tentado en vano, y me acongojan mis negativas instantáneas. El Maligno me desafía y acecha ignorando mis debilidades genuinas. Me seducen con mujeres frenéticas, a mi que soy misógino; me provocan con viajes a países fantásticos, a mi tan sedentario; extienden a mis pies los reinos del mundo y sus encantos cuando sólo apetezco la penumbra. Y por si algo faltara, me declaran: «Todo esto será tuyo, si postrado me adoras», y me lo dicen a mi, tan anarquista!

Restablece los derechos de tu hijo, señor, obligales a imaginar tentaciones que lo sean de modo inobjetable, que de veras inciten mi deseo, que me hagan olvidar cuán fácil es mantener la virtud si nadie nos asedia como es debido.

«Restablece los derechos de tu hijo, Señor, oblígale a imaginar tentaciones que lo sean de modo inobjetable, que de veras inciten mi deseo, que me hagan olvidar cuán fácil es mantener la virtud si nadie nos asedia como es debido».

LA MÁQUINA QUE EXTIRPABA DESEOS OBSCENOS

No hubo en toda la Edad Media hombre más desesperado que Anselmo, Su angustia era interminable: ser un genio, una mentalidad portentosa en época sólo apta para tenderos, clérigos y labriegos. Lo de menos hubiera sido ganar el favor de algún príncipe construyendo ballestas de repetición, fortalezas rodantes, pérfidas orugas de hierro, águilas mecánicas que demoliesen las ciudades enemigas. Pero la disposición de Anselmo era bondadosa y él desechaba cualquier ofrecimiento belicista.

Una noche de vigilia, la idea lo afectó con claridad irremediable. Dios le encomendaba salvar a la humanidad de sus bajas pasiones, del aguijón de la carnalidad. El desafiaría a su atrasado siglo inventando una máquina capaz de borrar deseos obscenos y apetitos dolosos, que fuese a la raíz del maldecido instinto suprimiendo el laberinto en donde medra y se agazapa la concupiscencia. La idea le pareció como escudo resplandeciente y a ella dedicó años, estudios minuciosos de los modos y humores del hombre, perspicacias y entrenamientos.

Concluido el artefacto, Anselmo fue el primero en usarlo y el resultado lo cimbró. En un santiamén, huyeron de su mente y de su alma obsesiones y debilidades y sólo quedó un impulso de gracia. Procedía ahora el experimento general. Apoyado por el cónclave anunció las buenas nuevas y alquiló una gran sala. No se hizo esperar la primera remesa de solicitante… íSólo mujeres! Aunque casi todas acompañadas de su confesor. Ya vendrán los hombres, pensó Anselmo, porque nada valen los deseos no compartidos y triste cosa es el hervor de un solo lado.

Mi Bomarzo

Alabada sea la voluntad de Dios… Las primeras clientas salieron extasiadas y beatificas. Así no faltaran los calumniadores que atribuyeron los resultados a la autosugestión, multitudes de damas y doncellas se vieron súbitamente libres de embriagueces, lascivias, perturbaciones afrodisiacas e ilusiones fornicatorias. Esa noche, la placidez reinó en sus alcobas.

Un nuevo orden amoroso. Las mujeres siguieron yendo con Anselmo y los hombres se desesperaron. Sus asedios no funcionaban, los reclamos antes victoriosos se estrellaban en semblantes dominados por la plenitud espiritual. Avidos de vertederos para su gana, los hombre desviaron los anchos cauces de la Naturaleza y sustituyeron a las mujeres consigo mismos. En las horas en que la carne ignora el apaciguamiento, lo equivoco se tornó inequívoco, las simientes manaron sobre fisiologías sospechosamente parecidas, el placer despreció los mandamientos supremos y, entre movimientos espasmódicos, el prójimo fue deseado por su semejante. En las madrugadas, cada uno resultó el guardia de su hermano.

La felicidad de Anselmo fue asaz efímera. Mientras perfeccionaba su invento, una mano desde los abismos y otra desde el aire, coincidieron en su cuello.

El ángel y el demonio citaron a una conferencia de prensa para explicar lo sucedido y juraron a nombre de sus respectivos poderes que ningún aficionado intervendría ya en el destino de la especie. Pero el anuncio nunca se divulgó. Las mujeres siguieron en su ataraxia sublime, y los antiguos machos se revolcaron todavía más en la inmundicia. El género humano se fue aletargando y desapareció de la faz del planeta. Gracias al genio de Anselmo, el juicio Final se adelantó varios siglos y esta fábula jamás fue escrita.

EL MONJE QUE TENÍA PRESENTIMIENTOS FREUDIANOS

Desde la hoguera te celebro, Señor, porque el hedor de mi propia carne y los rezos hipócritas de mis antiguos compañeros de claustro y los rostros de júbilo de la plebe y el dolor de los pocos que me quisieron, no alcanzan a enturbiar mi propia dicha. Desde el principio, tú me apartaste del mundo y ni virreyes ni obispos ni oidores ni marquesas, igualaron mi contentamiento en el claustro. Y allí, Señor, para rejuvenecerme con tu fortaleza, me enviaste vientos de torbellinos, el relámpago de los demonios, la multitud de lenguas de fuego y azufre, las ratas que devenían piara maledicente o rameras cuyos sombríos aullidos evocaban el trueno y el alma interminable de los muertos sin confesión.

Pero un día, maldito como buitre que ayunta en matadero, plantaste en mí una visión aborrecible, un sueño informativo cuyas palabras aprendí sin comprender: «Los demonios que vences con regularidad se llaman pulsiones de la libido, a los dragones que enardecen tu soledad puedes decirles traumas, las alucinaciones que emergen desde lo profundo a la altura de tus ojos empavorecidos no son sino proyecciones». ¿Para qué, Señor, para qué se me explicó que Satán es, si algo, apenas un pozo inexplorado de cualquier espíritu, el inconsciente de siglos venideros?

Tu mensaje, Señor, me arrebató el sosiego y las revelaciones incomprensibles me circundaron como un mar de vidrio o un océano de arrepentimientos. ¿Y quién, en esta capital de la Nueva España, será feliz sabiendo que no es el Maligno quien lo acecha sino profanos ajustes de su personalidad? Por eso te recé, Señor, rogándote que no me adelantases a mi tiempo, que no destruyeses mi credulidad con anticipaciones que devoran siglos. Y mi fe no tornó por noches enteras murmuré los nuevos nombres que me fueron expuestos, y una tarde lo conté delante de mis hermanos de congregación… y héme aquí, Señor, semejante a un hacha encendida, roído y enredado por el dolor, incrédulo ante mis sensaciones, pero feliz porque esta destrucción me acerca de nueva a ti y me permite reconocerte entre las llamas. Prefiero ser contemporáneo de mis lamentaciones y mis llagas y mis gritos agónicos, que visionario del día en que los demonios recibirán otro nombre, y pasarán a ser datos inciertos en la aritmética de la conciencia.

EL TEÓLOGO DE AVANZADA Y SU REPERTORIO ANACRÓNICO

Si había alguien orgulloso de su espíritu contemporáneo, era el Teólogo de Avanzada. Creía que todo dogma era cuantificable, verificaba las correspondencias entre la física y el Sermón del Monte, sostenía que un milagro no viola sino amplía las leyes de la naturaleza, y no se oponía a declarar simbólicos o alegóricos los textos bíblicos juzgados inexactos o falsos por la razón. Pero al Teólogo de Avanzada lo acompañaba la mala suerte. Bastaba su presencia en una boda para que por ensalmo se multiplicasen bebida y comidas. Salía al campo y lo seguía una orquesta de seres inanimados. Decía una agudeza y la víctima de su chiste inofensivo se retorcía de dolor al otro lado del océano. Durante una sequía imploraba por agua y tras cuarenta días y cuarenta noches de tormenta incesante, muchas especies desaparecían para aflicción de zoólogos y ecólogos.

¿Cómo es posible?», se preguntaba, «Yo, el Teólogo de Avanzada, hago a pesar mío milagros fuera de época. Di un discurso sobre el Evangelio y la rotación de los astros y en la primera lección oscureció a mediodía y llovieron del cielo focas y jirafas. Anhelo el diálogo cartesiano y me aclaman muchedumbres fanáticas. Nadie, absolutamente nadie, toma en serio mi intento por hermanar la religión y la ciencia», Mientras se lamentaba, llegó una carta de la Academia notificándole el rechazo por «acompañar su solicitud con demostraciones precientíficas». Irritado, el Teólogo de Avanzada lanzó una maldición y todos los miembros de la Academia se convirtieron en sapos de piedra.

Por una vez, el Teólogo se alegró de sus poderes a la antigua.

-Dios no está para que le reconstruyan su doctrina ni a El se le venera de adelante para atrás.

EL HALO QUE NUNCA SE POSABA DONDE DEBÍA

«Pero si tú surgiste para materializar la protección divina e iluminar las cabezas bienaventuradas», le recriminaba a un halo una voz desde las nubes. «No entiendo qué te sucede».

No pudo responder. Aunque ciertamente creado para el esplendor de los cráneos benditos, nunca se había ajustado a su destino. En su trabajo inaugural fue círculo luminoso de un burro, animal terrestre si los hay. Luego constituyó la garantía de atracción de una gran piedra, alumbró la indiferencia de una planta y se posó sobre un presidiario que gracias a eso fue indultado (con la consiguiente aflicción de las tres viudas que su diligente mano fabricó la siguiente semana).

El halo, errático y destanteado, iluminaba a hombres, bestias, cosas, pinturas, fijándose sobre lo que fuera, menos sobre los santos genuinos, que gracias a su torpeza fueron escaseando en la comarca. íDesventuras de la vocación mística! Algunos de los hombres más abnegados, resentidos ante la falta de esa confirmación externa de sus dones, se dedicaron a la frivolidad. Otros, creyendo que el cielo había enloquecido, se burlaron atrozmente y acabaron en la impiedad, asegurando (entre risas) que se había modificado el sistema celeste de premiación en vida, para privilegiar a vegetales, animales y enemigos de la sociedad.

El halo era incontrolable. Se le encomendó brillar en torno a un noble varón que curaba leprosos y en el momento de descender, lo hizo sobre un torvo sujeto que asaltaba ancianos. La multitud que contempló el suceso, guiándose erróneamente por las apariencias, lapidó al hombre bueno y paseó en triunfo al criminal.

El halo prefirió disolverse en la sombra antes de propiciar el extravío de los valores morales.

CAMBIADME LA RECETA

Ambrosio y Gerardo eran inseparables. Desde fuera, su intimidad parecía tanto menos comprensible, dada la oposición de sus creencias. Hombre de fe, Ambrosio se desbordaba en oraciones y convicciones, veía en el «Dios mediante» no una fórmula hueca sino el sentido de su vida diaria. Agnóstico, Gerardo sólo admitía lo visible y desdeñaba la causa de símbolos sangrantes, vitrales iluminados por la media tarde y figuras que se presentan con un mensaje de salvación en vísperas de la merienda.

Su condición antagónica no impedía la estrecha convivencia, los alegatos de días enteros, el toma y daca de bromas y razones. «Convéncete, si Dios existiera, su imagen y semejanza sería la injusticia». insistía Gerardo y Ambrosio, con suavidad, le refutaba apuntando con el brazo a los cielos:

¿Acaso se hicieron por su cuenta y riesgo? ¿Todo esto es fruto de azar?

Una plaga intempestiva sorprendió de tal modo a los polemistas que murieron con segundos de diferencia. Pero Ambrosio, el virtuoso en acto y gesto, el convencido del devenir místico, sólo conoció la implacable metamorfosis de los átomos. No obtuvo la felicidad que no cesa a la diestra del pandero de Dios. La muerte fue su estación terminal. A su vez, Gerardo despertó entre las dulces vibraciones de la piedad y el estruendo de visiones radiantes. A su lado, todos se gloriaban en el Señor. «Así que finalmente existe un Más Allá», musitó.

Azorado, Gerardo supo, en medio de la barahunda de los redimidos, lo que ya no captaría Ambrosio en la rueda sin fin de las elaboraciones de la materia. Treinta años de diálogo incesante los habían transformado sin que lo advirtieran, provocando su mutua conversión. Gerardo, movido en su sinceridad por la prédica de su amigo, encontró a Dios en la contemplación del firmamento; Ambrosio, persuadido por la severa racionalidad de su interlocutor, admitió la autogénesis de los seres y las cosas. Pero ambos prefirieron fingirse inconquistables para proseguir la conversión que animaba sus vidas.

NUEVO CATECISMO PARA INDIOS REMISOS

Oprichnik – Guardianes de Iván el Terrible (perro y escoba)

El indígena respondió con aspereza:

-No, Señor Cura, de ninguna manera. A mí su catecismo no me gusta.

-El párroco pensó en llamar de inmediato al Tribunal del Santo Oficio, pero ese día estaba de buen humor y esperó.

-El Catecismo no está para gusto o disgusto de indios bárbaros y necios, sino para enseñar los mandamientos y preceptos sagrados.

-Pero no así, Señor Cura, no con esa rutina de preguntas y respuestas, que hace creer que en el cielo nos ven a los indios más tontos de lo que somos. Parece una ronda de niñitos: «¿Quién hizo los cielos y la tierra?» Y se responde a coro: «Los hizo Dios». ¿No será mucho mejor a la inversa? Dice usted: «Fue Dios», y contestamos: «¿Quien hizo a los indígenas, a los cielos, a los peces y a las iguanas?»

-Dios no está para que le reconstruyan su doctrina, ni a El se le venera de adelante para atrás.

No hubo modo. El indígena persistió en su capricho, el párroco llamó a quien correspondía, el hereje se evaporó en las mazmorras y como nadie se atrevió a preguntar por él, nadie volvió a saber de él. Pero el sacerdote quedó perturbado y, ya solo, murmuraba: «Es la carencia de todo». Y lanzaba la pregunta correspondiente: «¿Qué es la nada?» Volvía a afirmar: «Es carencia de todo en el sentido de materiales sobre los cuales trabajar, no en el de carencia de poder», y se inquiría: «¿Y cómo puede salir algo, así sea la nada, de esa carencia?» Y se pasaba días y noches estudiando el Catecismo al revés.

Otro párroco que lo escuchó se inquietó demasiado, convencido de hallarse ante un juego muy impío. Como además ese curato era muy próspero, convocó a la Inquisición y, desaparecido el cura enrevesado, se fue a vivir en su lugar.