El habla del Perú en la Ciudad, Conversacion en la Catedral y La Fiesta del chivo.

La ciudad y los perros

de Mario Vargas Llosa (fragmento).

– Cuatro- dijo el Jaguar.
Los rostros se suavizaron en el resplandor vacilante que el globo de luz difundía por el recinto, a través de escasas partículas limpias de vidrio: el peligro había desaparecido para todos, salvo para Porfirio Cava. Los dados estaban quietos, marcaban tres y uno, su blancura contrastaba con el suelo sucio.

-Cuatro -repitió el Jaguar-. ¿Quién?

-Yo -murmuró Cava-. Dije cuatro.

-Apúrate -replicó el Jaguar-. Ya sabes, el segundo de la izquierda.

Cava sintió frío. Los baños estaban al fondo de las cuadras, separados de ellas por una delgada puerta de madera, y no tenían ventanas. En años anteriores, el invierno sólo llegaba al dormitorio de los cadetes, colándose por los vidrios rotos y las rendijas; pero este año era agresivo y casi ningún rincón del colegio se libraba del viento, que, en las noches, conseguía penetrar hasta en los baños, disipar la hediondez acumulada durante el día y destruir su atmósfera tibia. Pero Cava había nacido y vivido en la sierra, estaba acostumbrado al invierno: era el miedo lo que erizaba su piel……………

Conversación en la catedral

Mario Vargas Llosa

-Me demoré una hora -dijo Santiago-. Rehice las dos carillas cuatro o cinco veces, corregí las comas mano delante de Vallejo.

El señor Vallejo leía con atención, el lápiz suspendido sobre la hoja, asentía, marcó una crucecita, movió un poco los labios, otra, bien bien, un lenguaje sencillo y correcto, lo tranquilizó con una mirada piadosa, eso decía mucho ya. Sólo que. . .

-Si no pasas la prueba hubieras vuelto al redil y ahora serías un miraflorino modelo -se rió Carlitos-. Aparecerías en sociales, como tu hermanito.

-Estaba un poco nervioso, señor -dijo Santiago-. ¿Quiere que lo haga de nuevo?

-A mí me tomó la prueba Becerrita -dijo Carlitos-. Había una vacante en la página policial. No me olvidaré nunca.

-No vale la pena, no está mal -el señor Vallejo movió la cabeza blanca, lo miró con sus amistosos ojos pálidos-. Sólo que conviene que vaya aprendiendo el oficio, si va a trabajar con nosotros.

-Un loco entra a un burdel de Huatica con diablos azules y chavetea a cuatro meretrices, a la patrona y a dos maricas -gruñó Becerrita-. Una de las polillas muere. En un par de carillas y en quince minutos.

-Muchas gracias, señor Vallejo -dijo Santiago-. No sabe cuánto le agradezco.

-Sentí que me orinaba -dijo Carlitos-. Ah, Becerrita.

-Es simplemente un problema de disposición de los datos de acuerdo a su importancia y también de economía de palabras el señor Vallejo había numerado algunas frases, le devolvía las carillas-. Hay que comenzar con los muertos; joven.

-Todos hablábamos mal de Becerrita, todos lo detestábamos -dijo Santiago-. Y ahora no hacemos más que acordarnos de él y todos lo adoramos y quisiéramos resucitarlo. Es absurdo.

-Lo más llamativo, lo que cautiva a la gente -añadió el señor Vallejo.- Eso hace que el lector se sienta concernido por la noticia. Será porque todos tenemos que morirnos.

-Era lo más auténtico que pasó por el periodismo limeño -dijo Carlitos-. La mugre humana elevada a su máxima potencia, un símbolo, un paradigma. ¿Quién no lo va a recordar con cariño, Zavalita?

-Y yo puse los muertos al final, qué tonto soy -dijo Santiago.

-¿Sabe lo que son las tres líneas? -el señor Vallejo lo miró con picardía-. Lo que los norteamericanos, el periodismo más ágil del mundo, sépalo de una vez, llaman el lead.

-Te hizo el número completo -dijo Carlitos-. En cambio a mí Becerrita me ladró escribe usted con las patas, se queda sólo porque ya me cansé de tomar exámenes.

-Todos los datos importantes resumidos en las tres primeras líneas, en el lead -dijo amorosamente el señor Vallejo-. O sea: dos muertos y cinco millones de pérdidas es el saldo provisional del incendio que destruyó anoche gran parte de la Casa Wiese, uno de los principales edificios del centro de Lima; los bomberos dominaron el fuego luego de ocho horas de arriesgada labor. ¿Ve usted?

-Trata de escribir poemas después de meterte en la cabeza esas formulitas -dijo Carlitos. Hay que ser loco para entrar a un diario si uno tiene algún cariño por la literatura, Zavalita.

-Después ya puede colorear la noticia -dijo el señor Vallejo-. El origen del siniestro, la angustia de los empleados, las declaraciones de los testigos, etcétera.

-Yo no tenía ninguno, desde un papelón que me hizo pasar mi hermana -dijo Santiago-. Me sentí contento de entrar a “La Crónica”, Carlitos.


La fiesta del chivo (fragmento)

Mario Vargas Llosa

» Había mucho tráfico. El chofer, maniobrando, consiguió abrirse paso entre una guagua con racimos de gente colgada de las puertas y un camión. Frenó en seco, a pocos metros de la gran fachada de cristales de la ferretería Reid.  Al saltar del taxi, con el revólver en la mano, Antonio alcanzó a darse cuenta que las luces del parque se encendían, como dándoles la bienvenida.  Había limpiabotas, vendedores ambulantes, jugadores de rocambor, vagos y mendigos pegados a las paredes. Olía a fruta y frituras. Se volvió a apurar a Juan Tomás, que, gordo y cansado, no conseguía correr a su ritmo. En eso, estalló la balacera a sus espaldas. Una gritería ensordecedora se levantó alrededor; la gente corría entre los autos, los carros se trepaban a las veredas. Antonio oyó voces histéricas: «¡Ríndanse, carajo!». «¡Están rodeados, pendejos!» Al ver que Juan Tomás, exhausto, se paraba, se paró también a su lado y comenzó a disparar. Lo hacía a ciegas, porque caliés y guardias se escudaban detrás de los Volkswagen, atravesados como parapetos en la pista, interrumpiendo el tráfico. Vio caer a Juan Tomás de rodillas, y lo vio llevarse la pistola a la boca, pero no alcanzó a dispararse porque varios impactos lo tumbaron. A él le habían caído muchas balas ya, pero no estaba muerto. «No estoy muerto, coño, no estoy.» Había disparado todos los tiros de su cargador y, en el suelo, trataba de deslizar la mano al bolsillo para tragarse la estricnina. La maldita mano pendeja no le obedeció. No hacía falta, Antonio. Veía las estrellas brillantes de la noche que empezaba, veía la risueña cara de Tavito y se sentía joven otra vez. «