El poeta de cauce oscuro
José Cueli
“… el aire es suave como pelusa de melocotón…”
“Federico García Lorca, hombre de la morería, la distancia de tus personajes –Mariana Pineda a Bernarda Alba, Bodas de sangre, Rosita la solterona, Yerma–, es presencia y cercanía en el poema. Poeta de ‘cauce oscuro’, tus figuras son secas, desoladas y siniestras pero tu ritmo es esperanza, juego y canto” poetizó mi maestro Santiago Ramírez (Esterilidad y fruto, Editorial Línea). Lo recuerdo en el 80 aniversario del escrito «Juego y teoría del duende».
Sonidos negros de Manuel Torre, fondo común incontrolable y estremecido de leño, son, tela y vocablo. Tres arcos: la musa, el ángel y el duende. La musa permanece quieta. El ángel puede agitar cabellos, pero, el duende. ¿Dónde está el duende? Por el arco vacío entra un aire mental que sopla con insistencia sobre las cabezas de los muertos, en busca de nuevos paisajes y acentos ignorados. Un aire con olor a saliva de niño, de hierba machacada y velo de medusa que anuncia el constante bautizo de las cosas recién creadas. García Lorca, Federcio, «Juego y teoría del duende» (Obras completas, Editorial Aguilar).
¿Qué relación existe entre el inconsciente de Sigmund Freud y el duende de Federico García Lorca o el duende de Nietzsche? No es fácil decirlo ni analizarlo; poder misterioso que todos sienten y ningún filósofo explica y es en suma el espíritu de la tierra, el duende que abrazó el corazón de Nietzsche, que lo buscaba en sus formas exteriores –el ángel– sobre el puente Rialto o en la música de Bizet, sin encontrarlo y sin saber que el duende que perseguía saltó de los misteriosos griegos a los bailarines de Cádiz o al dionisiaco grito degollado, de la seguidilla de Silverio, o al cauch sicoanalítico de la calle de Bergasse 19, donde residía el profesor Freud.
Porque el duende había abandonado Grecia, cuando los griegos abandonaron sus propios misterios y habían saltado a las bailarinas tarstésicas que entonces y aún hoy conservan ese poder misterioso, inexplicable para los filósofos que es verdadero estilo vivo: sangre de creación en acto, espíritu de la tierra dionisiaca, grito degollado, que es, pues, el duende, como lo busca Lorca, quien especifica dónde se encuentra «En las últimas habitaciones de la sangre», para volver a encontrarlo y no; magia andaluza.
Búsqueda en Freud de ese duende –brotar de lo inesperado, fugacidad del instante, juego en las entrañas– sólo explicable en el a posteriori, con ecos y resonancias ilimitadas hacia una remota oscura antigüedad andaluza, que es, tiene que ser, esa oscura antigüedad del ser humano, antigüedad de culturas conquistables que echa por tierra los conceptos de identidades nacionales para dar paso a la búsqueda de ese duende «cosa» de aspecto inmutable inconfundiblemente atemporal y aespacial, por tanto inatrapable, inasible, terriblemente angustioso y tan inmanejable para el yo que es capaz de provocar la alucinación, el delirio o la muerte ante su encuentro, pese a ser tan buscado. Ese duende de la magia de los cuentos infantiles o de la frase de Manuel Torre: «Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende». Poesía de Lorca que enmarca la idea del inconsciente en que sólo manda un color: negro. Sonidos negros que para el poeta son misterios, raíces que se clavan en el limo que conocemos e ignoramos, pero de donde nos llega lo sustancial: la creación.
«Lucha del hombre con el duende durante toda su vida, aun sin saberlo. Sólo que quema la sangre como un tópico de vidrios que agota, que rechaza la dulce geometría aprendida, nómbresele duende, sorpresa interior o trampa».
La facilidad de Federico es decir de sí mismo desprejuiciado por el temor panderetil, decir de andaluz gravemente herido de «eso», no ángel, sino duende, al que muchos intelectuales escapan o consideran quincallería. García Lorca, chamelador (y tanto), recobró un cambio sobre el cante: hizo una especial operación fenomenológica, por así expresarlo, y encontró la clave de su trascendentalización. Llegó a la «forma íntima» de lo flamenco, como diría Dámaso Alonso. Y es porque miró dentro y fuera del cante, y nada le pareció inútil para ahondar sus sugestiones y enriquecer sus asociaciones con lo que no es cante. Lorca fue, más que al cante por el cante, a la más escondida galería de lo flamenco, hurgando su razón existencial. Por eso, todo lo empleó (cultura, sensibilidad, condición lírica) para bucear en lo negro e intentar sorprender al duende (González Climent, Poesía flamenca).
Arrolladoramente, se sufre la jondura de Lorca: vivencia, invasión sensitiva. Entrar en delirio, querer perpetuar con avidez esos refilonazos angustiosos que da el cante cuando no es declamación o mera estética. Obsedido por lo jondo, dramatizó el tema, le prestó encarnadura trágica, ansiosa, palpitante. Sobrexcitó –pero sin movimientos ni revulsiones, estáticamente– lo que puede revelar esa confesión última que es el jipío. Amontonó la fantasmagoría del cante, le dio suspenso metafísico, apretó su sino. Raza subterránea, volcánica (Ídem).
A cuentas: García Lorca es, sin discusión, el poeta verdaderamente entrañado con el duende andaluz. Íntegramente flamenco. Conoce la negra peripecia vital de los cantaores finiseculares. Se juerguea con los flamencos contemporáneos de más solera y fondo vital. Domina la copla, los estilos, las raíces. Tañe. Improvisa en el piano. Recopila folclor. Inicia a los intelectuales en los más intrincados ritos de la materia (Ídem)