¿Qué es esa cosa llamada soberanía popular?
“La soberanía no se puede compartir […]. Es preciso elegir entre el principio electivo y el principio hereditario. Es preciso que la autoridad se legitime mediante la voluntad de todos, libremente expresada, o mediante la supuesta voluntad de Dios. ¡El pueblo o el papa! ¡Elegid!” Louis Blanc
*Ricardo Bernal
Esta famosa frase de Loui Blanc, pronunciada en 1808, nos coloca en el centro de la disputa teórico-política más importante de su época. Para los republicanos franceses de principios del siglo XIX, la efectividad de una verdadera revolución dependía de la respuesta a una pregunta que durante siglos había constituido el centro de los debates político-jurídicos de toda Europa, a saber: ¿De dónde proviene la legitimidad del poder político? La crisis de legitimidad del Ancien Régime derivó en la conceptualización de un sujeto político emergente que debía erigirse como la nueva fuente de la autoridad política: el pueblo.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo para corroborar que el principio de soberanía popular resultaba insuficiente. Si quedaba claro que el pueblo debía ser considerado como fuente del poder político, no quedaba tan claro qué debía entenderse por pueblo. Ya en el crepúsculo del siglo XIX la idea rousseauniana de la “voluntad general” provocaba múltiples problemas teóricos, entre ellos el cuestionamiento sobre la posibilidad de una voluntad unánime en una sociedad marcada por la disimilitud.
Además de los impasses teóricos, el principio de soberanía popular tuvo que enfrentarse con una serie de problemas prácticos importantes relacionados con la viabilidad de su aplicación. No paso mucho tiempo para que comenzara a hacerse evidente la naturaleza bifacética de la soberanía popular. En efecto, decir que el pueblo gobierna puede significar al menos dos cosas: por una parte la soberanía popular sirvió como fundamento teórico y filosófico de la legitimidad del orden republicano y, por ende, de la forma de gobierno democrática; pero, por otra parte, desde sus inicios este principio representó un problema procedimental de gran calado: ¿Bajo qué mecanismos prácticos se vuelve plausible que la romántica alusión a un gobierno del pueblo pase de ser una mera ilusión a una práctica real?
De manera semejante a lo ocurrido en los albores del siglo XIX, en la actualidad vivimos una crisis referente a la legitimidad del poder político. Sin embargo, esta crisis ya no descansa en el problema del origen del poder, sino en la ineficacia de los procedimientos para hacer de ese origen teórico una realidad práctica. A lo que hoy nos enfrentamos es a una crisis en la aplicación procedimental del principio de soberanía, crisis provocada por múltiples factores, entre ellos el agotamiento de los instrumentos institucionales que otrora pretendían cumplir la función de la “representación” popular y, sobre todo, la aparición y el crecimiento de fuerzas suprademocráticas incapaces de circunscribirse al mandato popular.
Esta precisión explica por qué la invocación a la voluntad del “pueblo” como estrategia política para investirse de legitimidad no puede resultar sino ideológica, ingenua o francamente manipuladora. Sea por parte de la clase política, sea por parte de grupos políticos de ultra izquierda o ultra derecha, la arrogación inmediata de la voluntad popular obvia que el problema actual no consiste en precisar el origen de la fuente del poder, sino en establecer los complejos mecanismos, tanto institucionales como no institucionales, que permitan se aplicación.
Las recientes elecciones locales en México han mostrado el desgaste que el mecanismo de representación a través de partidos ha generado en el país. En buena medida esto se debe a la ineficacia y la inmensa corrupción existente en la llamada clase política nacional, pero este factor no explica la problemática en su totalidad. Si observamos bien, la crisis de representatividad de los partidos políticos de las democracias liberales se ha generalizado en todo el orbe.
Los movimientos sociales emergentes en los últimos años en todo el planeta han mostrado una faceta extremadamente novedosa de esta crisis de legitimidad. Además de la corrupción y la ineficiencia de los representantes políticos, buena parte de quienes participamos en ellos tenemos la convicción de que las decisiones más importantes en lo tocante a la política económica no son tomadas por los gobiernos nacionales de manera soberana, sino a partir de la presión de las antedichas fuerzas suprademocráticas y de los organismos que las sustentan (FMI, OMC, BM). Fuerzas ajenas a toda regulación social y amparadas en un discurso ideológico que hace de los poderes del gran capital entes intocables que se presentan a sí mismos como paradigmas de la libertad y el desarrollo..
Desde el 15-M, hasta las recientes protestas en Brasil, pasando por el movimiento #YoSoy132, se puede ver con claridad que, a las legítimas demandas coyunturales, los jóvenes hemos agregado una crítica frontal a esos poderes situados “más allá del bien y del mal”, sean estos organismos financieros, empresas transnacionales, emporios de comunicación u organismos deportivos internacionales. Tanto en España, como en Estados Unidos, México o Brasil, existe una toma de conciencia clara sobre uno de los problemas decisivos para la subsistencia de las democracia modernas: si las sociedades actuales son incapaces de hacer frente a los excesivos privilegios de esos poderes situados encima de cualquier pacto social, el principio de soberanía popular no será otra cosa que una ilusión, un ideal teórico o una mera ficción jurídica.
Así, se dibuja un problema de tres cabezas para los movimientos sociales modernos deseosos de reivindicar un ideal de democracia distinto. En primer lugar es necesario afrontar seriamente la crisis de legitimidad de los sistemas partidistas de representación buscando vías para avanzar hacia una participación social directa y una representatividad más vigilada en los casos que ésta sea necesaria; en segundo, es indispensable denunciar con frontalidad las políticas económicas de corte neoliberal que favorecen el crecimiento y la desregulación de poderes suprademocráticos, los cuales no sólo vulneran el principio de soberanía popular, sino que incrementan la desigualdad social; por último, pero no por ello menos importante, es necesario que nos replanteemos el problema de la legitimidad de los movimientos sociales. Si, en efecto, la representación política vive una crisis de esta índole resulta válida la pregunta: ¿Qué hace que estos movimientos representen con mayor legitimidad las necesidades sociales que aquellos personajes que fueron uncidos de poder por la vía de las urnas? La respuesta a esta última pregunta no es obvia ni autoevidente, de ahí que resulte indispensable responderla de manera colectiva para evitar que aquellos movimientos que se plantean a sí mismos como formas alternativas para hacer efectivo el principio de soberanía popular no se vuelvan antidemocráticos ellos mismos y contradigan en la práctica lo que defienden en la teoría.
*Estudiante del Doctorado en Filosofía Política UAM-I e integrante de #RevistaHashtag
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