El Salesiano Bertone y su renuncia

 

Los cuervos del Vaticano devoran a Tarcisio Bertone

El poderoso secretario de Estado vaticano admite al final de su mandato la existencia de una influyente red de intereses en el seno de la Iglesia

Pablo Ordaz Roma

El día 15 de agosto, el papa Francisco almorzó con el cardenal Tarcisio Bertone en Castel Gandolfo. A la mesa también se sentaron Angelo Sodano, actual decano del colegio cardenalicio y predecesor de Bertone al frente de la secretaría de Estado del Vaticano, y el obispo Marcelo Semeraro, secretario de la comisión de ocho cardenales formada por Jorge Mario Bergoglio para reformar la Curia. Aunque la fecha —día de la Asunción y festividad italiana de Ferragosto— y el lugar —la magnífica residencia junto al lago Albano utilizada por los pontífices para veranear tres meses y a la que Jorge Bergoglio solo ha ido un par de días y de visita— parecían invitar a un encuentro relajado, el papa argentino quiso aprovechar la presencia de tres hombres que representan el pasado, el presente y tal vez el futuro de la Santa Sede para avanzar en sus planes de renovación. Pero Bertone traía otras borrascas en la cabeza.

 

—Si nadie en el Vaticano me defiende de quienes me llaman corrupto, será mejor que demos esto por acabado…

 

Unos días antes, la prensa italiana había aireado que Francesca Immacolata Chaouqui, una joven experta en comunicación reclutada en julio por Francisco para intentar adecentar el banco del Vaticano, tenía un pasado tuitero muy poco amable con el cardenal Bertone.

En febrero de 2012, coincidiendo con la filtración de los documentos reservados de Benedicto XVI, Chaouqui, de 27 años, llegó a escribir en su cuenta de Twitter: “Bertone es un corrupto. Parece que esté por medio el archivo secreto y una empresa véneta”. Más que las acusaciones en cuestión, lo que a Bertone, sin duda el hombre más poderoso del Vaticano durante los siete años de papado de Benedicto XVI, había terminado de enojar era la tímida —por no decir inexistente— reacción del Vaticano a su favor. Ni el Papa había revocado el nombramiento de Francesca Immacolata Chaouqui ni nadie con peso en la Santa Sede había querido romper una lanza para defender al todavía secretario de Estado.

 

Ya entonces —15 de agosto—, todo el mundo daba por descontado que Tarcisio Bertone tenía ya poco futuro en la cúpula de la Iglesia. De hecho, los cardenales estadounidenses le estaban urgiendo al Papa para que nombrara ya a su sucesor. La filtración de los papeles secretos y, sobre todo, la renuncia de Benedicto XVI habían terminado por escribir los últimos capítulos de la biografía de Bertone. El gobierno del cardenal salesiano, de 78 años, pasaría a la historia por los escándalos de pederastia, las acusaciones de corrupción en el Instituto para las Obras de Religión (IOR) y las encarnizadas disputas entre los distintos grupos de poder en el Vaticano. Más que un hombre fiel a la sombra de Joseph Ratzinger, el cardenal Bertone era ya para muchos el hombre que ensombreció a Ratzinger, el que lo aisló en el apartamento pontificio, el que dilapidó sus deseos de reforma. De ahí que, tras conocer su destitución y el nombramiento en su lugar del diplomático vaticano Pietro Parolin, el secretario de Estado —no cesará oficialmente en sus funciones hasta el próximo 15 de octubre— sufriera otro ataque de indignación, esta vez en público. El pasado domingo, durante una visita a Siracusa (Sicilia), Tarcisio Bertone confirmó oficialmente lo que, hasta ese momento, no dejaban de ser informaciones periodísticas:

 

—El balance de mi gestión es positivo, pero es cierto que ha habido muchos problemas, especialmente en los dos últimos años. Se han vertido sobre mí algunas acusaciones… ¡He sido víctima de una red de cuervos y víboras!

 

Con solo una frase, Bertone, el todopoderoso Bertone, ponía el timbre oficial a cuantas informaciones habían sido negadas o minusvaloradas por la cúpula de la Iglesia hasta entonces. Una trama de cuervos —traidores— había logrado mediante la filtración interesada de los documentos robados por el mayordomo Paolo Gabriele en las habitaciones de Benedicto XVI romper el prestigio de todo un secretario de Estado y, sobre todo, hacer caer a un Papa. Porque, por encima del orgullo herido de Bertone, de la ira desatada por la zancadilla que lo derribó, se sitúa el contenido de los documentos filtrados. Y ahí, casi siempre, el cardenal turinés sale muy mal parado. Desde la carta que el arzobispo Carlo Maria Viganò, actual nuncio en Estados Unidos, escribió a Joseph Ratzinger contándole diversos casos de corrupción en los que estaría involucrado Bertone a la destitución fulminante de Ettore Gotti Tedeschi al frente del IOR, el banco del Vaticano. Tanto en el caso de Viganò como en el de Tedeschi, Ratzinger no tuvo ni la fuerza ni la autoridad para contradecir a su secretario de Estado. Dicen que el viejo papa alemán lloró cuando, en vez de emprender la limpieza que le proponía el arzobispo Viganò, firmó su destierro lejos del Vaticano. Y que la expulsión de Gotti Tedeschi —al que se quiso hacer pasar por un corrupto y un desequilibrado, haciendo coincidir su despido con la detención del mayordomo infiel— pesó también a la hora de renunciar al papado.

 

Los últimos acontecimientos alrededor del banco del Vaticano —la detención de monseñor Nunzio Scarano acusado de una multimillonaria operación de blanqueo y la exculpación por parte de la fiscalía de Gotti Tedeschi— han vuelto a dejar en mal lugar al cardenal Tarcisio Bertone, quien solo pudo hacer frente a la hostilidad de la diplomacia vaticana, que siempre lo consideró un advenedizo, con sonados golpes de autoridad. El cardenal tejió una red de intereses muy italiana con personajes muy poderosas de la vida empresarial y política. Documentos que ahora salen a la luz demuestran que el gobierno de la Iglesia universal había sucumbido en la última década y media —a la enfermedad de Juan Pablo II le sucedió la espiritualidad ausente de Benedicto XVI— a la tentación del poder. El papa Francisco, que no da puntada sin hilo incluso cuando habla off the record, se ha referido en varias ocasiones a los lobbies —independientemente de su afinidad— como uno de los males que aquejan al Vaticano. Y esta misma semana, durante una de sus misas en la residencia de Santa Marta, puso la diana en “las habladurías”, otro de los vicios más populares en los alrededores de la plaza de San Pedro. “Estamos acostumbrados a los chismes”, reconoció Bergoglio, “y muchas veces transformamos nuestras comunidades, y también nuestras familias, en un infierno donde se mata al hermano con nuestra lengua”. Durante los últimos años, el Vaticano ha sido víctima —utilizando las mismas palabras de Tarcisio Bertone— de “los cuervos y las víboras” que, a la búsqueda del poder, se han destrozado mutuamente. Sus principales armas han sido precisamente los chismes y el chantaje, los informes reservados, el silencio tasado. Al papa argentino le toca desactivar esa compleja y poderosísima red de intereses sin perder la vida en ello.