La herencia de Vasconcelos
Nexos
Emmanuel Carballo
José Vasconcelos presentó en sus memorias de manera desnuda sus ideas y pasiones. Se trata de uno de los protagonistas mayores de la cultura mexicana en la primera mitad del siglo XX, y quien dejó de lado la mesura y el temor al ridículo para obligar al lector a tomar partido. El crítico Emmanuel Carballo recuerda sus conversaciones con el autor genial de Ulises criollo.
Al Ateneo de la Juventud, generación a la que pertenece José Vasconcelos, le tocó vivir entre dos épocas históricas antagónicas: el Porfiriato y la Revolución de 1910. Si el grupo más esmerado y valioso que produjo la dictadura del general Díaz fue la generación de poetas modernistas, el Ateneo fue también producto del Porfiriato: de la paz porfiriana, la prosperidad porfiriana (referida, por supuesto, a las clases acomodadas) y las escuelas porfirianas.
Por primera vez en casi cien años los escritores podían ser escritores y no necesariamente políticos, periodistas y no amanuenses de generales aventureros, profesores universitarios y no combatientes obligados a defender al país de invasiones extranjeras o a participar en nuestras sucesivas guerras intestinas en defensa de los principios liberales o conservadores.
Si el Ateneo refleja algunas características del Porfiriato, en el momento en que sus componentes comienzan a encontrarse a sí mismos, entre 1908 y 1910, también da las primeras batallas en el terreno de las ideas para ir más allá de estos largos años de nuestra historia.
Entre otras no menos valiosas, la sensatez y el profesionalismo son las cualidades que distinguen a este equipo de escritores. Su aportación a la vida cultural del país puede sintetizarse, a juicio de Martín Luis Guzmán, en estos rasgos esenciales: “fidelidad a la vocación, amor al oficio y repudio de la improvisación”.
Además, y no es ocioso insistir en ello, el Ateneo de la Juventud renovó el pensamiento y las letras de México: su esfuerzo hizo posible que adviniese culturalmente entre nosotros el siglo XX.
Si en 1910 se inaugura una nueva etapa en la vida política y social, ese mismo año 10, gracias al Ateneo, la filosofía rompe con las ideas de Comte (“Caso ideológicamente —escribe Vasconcelos— inicia una rebelión más importante que la maderista”) y la literatura se libera, en los textos de sus miembros más audaces, del realismo costumbrista y el naturalismo en la prosa narrativa y de la retórica modernista en la poesía.
Entre sus miembros sobresalen, además de Vasconcelos, Alfonso Reyes (el “típico hombre de letras”), Martín Luis Guzmán (“autor de la mejor obra que produjo la novela de la Revolución”, La sombra del caudillo), Julio Torri (“una de las pocas personas que en México usaba la ironía”), Antonio Caso (“el único que influyó sobre mí, sobre mi pensamiento”) y el maestro de casi todos ellos, el dominicano Pedro Henríquez Ureña (“apasionado, de trato difícil, de moral impecable”). Los juicios sobre estos ateneístas (“le teníamos horror al criterio parroquial”), puestos entre paréntesis y comillas, los emitió don José en una de nuestras charlas.
Como grupo, y en cuestiones políticas, el Ateneo fue un grupo fragmentado: dentro de él convivieron las ideas de vanguardia y el conformismo. Ninguno de ellos fue un reaccionario en voz alta y desde la mitad del foro. Algunos de sus miembros dieron el paso adelante, hacia la Revolución, en el momento que creyeron oportuno. Éste es el caso de Vasconcelos, quien antes de su hecatombe política en 1929, fue maderista, convencionista, obregonista y abanderado, en su campaña presidencial, de una causa política que todavía hoy no triunfa: aquella que pide a la política que tenga conciencia y no sirva únicamente a intereses perecederos.
José Vasconcelos (Oaxaca, 1882-Ciudad de México, 1959) construyó como escritor ensayos, cuentos, poemas en prosa, textos en que relata algunos de sus viajes, obras de teatro, uno que otro poema y cuatro tomos de memorias, con los que culmina entre nosotros este género en el siglo XX. Sus títulos: Ulises criollo (1935), La tormenta (1936), El desastre (1938) y El proconsulado (1939). No incluyo dentro de este ciclo a La flama (1959), libro reiterativo, de estructura endeble y estilo poco afortunado.
El estilo de sus memorias corresponde al del hombre que expone desnudas sus pasiones e ideas, se humilla y después enaltece, apostrofa a sus contradictores y malquerientes, a los pequeños de alma que le negaron en cierto momento el respaldo viril de la rebelión armada y practica la generosidad con las escasas personas que le fueron fieles en los años adversos; un hombre que ha abandonado dos de las constantes del carácter de los mexicanos: la mesura y su consecuencia inmediata, el temor al ridículo. Un estilo que inquieta y quema, que obliga a tomar partido, a su favor o en su contra.
Como memorialista su mensaje no es el de la concordia sino el de la disensión, sobre todo a partir de La tormenta. A mi juicio, en esta actitud reside crecida parte del más valioso Vasconcelos, quien en cuanto a carácter coincide con el fogoso Francisco Bulnes. Disensión que es independencia de criterio en cuestiones filosóficas y religiosas; disensión que se traduce políticamente en enemistad contra el caciquismo, la venalidad y la antidemocracia; disensión que es altanería frente al poderoso y generosidad ante los humildes; disensión que es desafío contra el lugar común al pensar y al escribir; disensión, en fin, que es pugna íntima entre el placer y el deber, entre los intereses personales y las necesidades de un pueblo.
En la primera conversación formal que sostuvimos, en 1958, le hice esta pregunta: “¿Qué razones lo movieron a escribir los cuatro tomos de su autobiografía?”. La respuesta, como casi todas las suyas, fue directa, concisa, sólida: “La mala suerte engendra toda la literatura. Escribí mis libros para incitar al pueblo contra el gobierno. Me creyeron un payaso. Escribir es hacer justicia. No quería séquito literario, quería gente armada. ¿Qué escritor que en verdad lo sea no es un político? El que ignora la política está perdido; igual ocurre al que se evade de la realidad”.
Al Vasconcelos memorialista se le ha acusado repetidas veces de retratar con mala fe a sus personajes, de que al juzgarlos lo hace con odio o resentimiento. Por todas estas razones le pregunté: “¿Aciertan quienes así lo juzgan?”. “Nunca —me dijo— he utilizado mis libros como desfogue personal. Las víctimas que aparecen en ellos son las personas que han hecho, en cualquier orden, mal al país”.
La obra de Vasconcelos, y en especial las memorias, ha interesado a mayorías y minorías porque en ella el autor ha dicho con la mayor impudicia la verdad. Mas a las mayorías sin clara filiación política que a las minorías de izquierda, éstas vieron en Vasconcelos a un escritor que defendía ideas que tanto los intelectuales de la Revolución mexicana como los marxistas-leninistas descalificaron sin haberlas discutido.
Acerca de la verdad, le inquirí: “¿Cree usted que el decir la verdad con toda la boca y sin disminuir el tono de la voz sea la característica de su obra?”. “Sí —me contestó—. En México no hay gran literatura porque casi nunca se dice la verdad. Yo, en cambio, la he dicho en voz alta y sin sonrojarme. La literatura debe ser, fundamentalmente, protesta. Su raíz es la libertad, la auténtica, no la que, como en nuestro caso, está escrita en los códigos. Aunque sea en el orden moral, debe triunfar el bien para que haya una verdadera expresión literaria, si no ésta se convierte en prostituta que acata o disimula los actos perversos de los poderosos.
“El único pueblo antiguo que produjo gran literatura fue Grecia, porque en él a veces triunfaba el bien o, ante su derrota, surgía la enérgica protesta de un Esquilo, de un Aristófanes. En Persia, por el contrario, privaba la inequidad, y nunca apareció la voz de un Esquilo que protestara. Proust escribe sobre lo que le da la gana porque vive en un ambiente de libertad, en una sociedad libre. Sólo en países en los que ésta es una realidad, como en Francia, se permiten los estilistas. Yo vivo en una sociedad atada de pies y manos y soy por ello un esclavo, no un escritor”.
Las ideas que maneja Vasconcelos en esta respuesta son inquietantes. De ser válidas, cambiarían el rostro de la literatura mexicana, surgida en un ambiente que no ha conocido la libertad y su consecuencia inmediata, la democracia. De acuerdo con este punto de vista, Alfonso Reyes y Julio Torri, compañeros de equipo, se comportan como escritores franceses y no mexicanos, equivocan el propósito de su obra. En la terminología del autor del Ulises son estilistas. Éste no es el caso de Vasconcelos, ni de Martín Luis Guzmán, quienes, a diferencia de los dos primeros, intentan influir con sus libros en el pequeño universo intelectual en que viven.