Edmundo Valadés y El Cuento

Edmundo Valadés y El Cuento

El Cuento

Considerada como creación menor, híbrido, o cruce entre el relato y el poema, la minificción no tenía un nombre específico.

Conocida también como minicuento, microcuento, cuentito, cuento instantáneo, revés de ingenio, cuento rápido, cuento en miniatura, síntesis imaginativa, ardid narrativo, ambage, revolera, artificio narrativo, artilugio prosístico, golpe de gracia o trallazo humorístico.

Tuvo auge a partir de que el maestro Edmundo Valadés, por medio de El Cuento, Revista de Imaginación, la colocara en primer plano, dándola a conocer a fondo en América Latina y difundiéndola hasta lograr su profusión y hacer que captara el interés de grandes escritores latinoamericanos que la enriquecieron, para convertirla en la expresión literaria del siglo XX.

La revista El Cuento surge en 1939, debido al interés de Edmundo Valadés y Horacio Quiñones, que desean crear una revista donde puedan publicarse cuentos de todo el mundo.

Logran publicarla cuando convencen a don Regino Hernández Llergo para que corra con los gastos.

Aparecen sólo cinco números en los que Horacio Quiñones se encarga de traducir los cuentos que toman a su vez de la revista Squire.

Por cuestiones económicas y de escasez de papel se suspende su publicación, pero el sueño sigue vivo en la mente de Valadés.

Es hasta mayo de 1964 que logra publicarla de nuevo, ahora con el apoyo económico del librero Andrés Zaplana.

En ella aparece Valadés como director y en el Consejo Editorial está Andrés Zaplana; en el Consejo de Redacción quedan Gastón García Cantú, Henrique González Casanova y Juan Rulfo. Como gerente figura Bertha a. de Valadés y como director artístico Federico Carlos Muciño.

“La revista que tiene usted en sus manos, lector, es prolongación de la que, con el mismo nombre, se publicó por primera vez hace más de veinte años, con un éxito que sólo pudo truncar la escasez de papel que produjo la Segunda Guerra Mundial. Los mismos propósitos que animaron a los primeros editores de EL CUENTO –Horacio Quiñones y Edmundo Valadés–, son los que nos impulsan ahora para reanudar la publicación de una revista única en su tipo y más necesaria ante cierta abundancia de literatura morbosa, vulgar e insubstancial: ofrecer mensualmente una selección de cuentos cortos cuya lectura signifique, además de un viaje fascinante por el mundo de la imaginación creadora, una posibilidad amena de familiarizar a grandes núcleos de lectores con la mejor literatura”, puede leerse en ese primer número.

Es importante recalcar que en esta nueva etapa la revista incluye cuentos brevísimos que el maestro Valadés extrae de cuentos más extensos, sobre todo orientales.

Debido al interés que estas minificciones despiertan en los lectores, en abril de 1969 la revista lanza una convocatoria para un concurso en que se piden minificciones con una extensión de una línea hasta máximo una cuartilla, ofreciendo mil pesos de aquellos tiempos al ganador.

Como resultado se recibe una avalancha de participaciones de países latinoamericanos, sobre todo de Argentina, Uruguay, Brasil, Venezuela y México.

La ganadora del concurso es la mexicana Mariana Frenk con el cuento “Cosas de la vida”. A partir de entonces, el concurso de cuento brevísimo se vuelve permanente y la revista tiene que crear un espacio para las minificciones que se reciben en cada número.

Otra cuestión importante es que para satisfacer la necesidad de los concursantes que desean saber si aciertan o no al escribir minificciones, Valadés incorpora a la revista la sección “Correo del concurso”, en la que se da a la tarea de criticar cada envío, marcando al autor errores y virtudes de sus historias y escoge las mejores para publicarlas.

De esta forma, el maestro Valadés, sin tener esa intención, crea un taller literario dentro de la revista.

Siguiendo este ejemplo, las revistas sudamericanas como Marcha, en Montevideo, y Humor y Juegos, en Argentina, lanzan también convocatorias a concursos de cuentos breves. En Colombia se crea Ekuóreo y en Argentina surge Puro Cuento, dedicadas al cuento breve.

Por todo este apogeo de la minificción, el maestro Valadés se ve en la necesidad de definir sus características, dejando claro que no debe exceder los diecisiete renglones o tres cuartos de cuartilla.

En ella, las situaciones deben ser tramadas con malicia y contener historias vertiginosas que desemboquen en un golpe de ingenio.

En la minificción las temáticas más frecuentes son la contraposición a historias conocidas, incidentes o personajes famosos, prolongaciones del juego sueño-realidad, creación de seres fabulosos o incursión en dimensiones donde se violentan todas las reglas de lo posible.

México y la minificción deben mucho al maestro Valadés, que logró que este tipo de cuentos tuviera un auge extraordinario a partir de su difusión y la motivación permanente para crearlos. La figura de Edmundo Valadés crece a medida que conocemos su esfuerzo por dar a conocer y motivar su creación en Latinoamerica. Muy a su manera, la define así: “La minificción es la gracia de la literatura.”

 

La incrédula

Sin mujer a mi costado y con la excitación de deseos acuciosos y perentorios, arribé a un sueño obseso. En él se me apareció una, dispuesta a la complacencia. Estaba tan pródigo, que me pasé en su compañía de la hora nona a la hora sexta, cuando el canto del gallo. Abrí luego los ojos, y ella misma a mi diestra, con sonrisa benévola, me incitó a que la tomara. Le expliqué, con sorprendida y agotada excusa, que ya lo había hecho.

–Lo sé –respondió–, pero quiero estar cierta.

Yo no hice caso a su reclamo y volví a dormirme, profundamente, para no caer en una tentación irregular y quizá ya innecesaria.

De amor

…Y me volví hacia ella, con una emoción infinita, bienhechora. Supe diáfanamente cómo me gustaba con esa su sedante ternura, con esa su suave y tranquila actitud y cómo en sus ojos y en sus labios, en la expresión de su rostro tomaba forma lo más deseado para mí en el mundo. Ella estaba compartiendo lo que empezaba a suceder, lo que ya presentíamos a través de intensas miradas, lo que nos habían expresado implorantes estrechamientos de manos, con temblor de palabras alucinadas y nerviosas, en un despertar indolente, imprevisto, y ya fiebre ardorosa, urgente llamado mutuo que se nos salía por los poros. La atraje hacia mí, la enlacé, ávido de su boca, de sus labios, y nos besamos en irresistible entrega, en cesión total al beso que derrumba la vergüenza y germina el deseo original y avasallador, embargado de felices calosfríos. Ella era en mi abrazo un rumor palpitante de carne, rendida, dócil, cálida, que yo extenuaba en amoroso y tenaz apretón de todo mi ser y capaz de anticiparme el prodigio de una posesión que abarcaba, con su sexo, a toda ella, a su invariable enigma de mujer, a sus más recónditos misterios y entrañas, a ese mundo sorprendente y tibio que era ya mi universo, a sus voces íntimas, a su vida entera, a su alma, a su pasado, a su niñez, a sus sueños de virgen, a su carne en flor, a sus pensamientos, en delicioso afán de apropiármela íntegra y fundirla a mi cuerpo y a mi vida para siempre.

El fin

De pronto, como predestinado por una fuerza invisible, el carro respondió a otra intención, enfilado hacia imprevisible destino, sin que mis inútiles esfuerzos lograran desviar la dirección para volver al rumbo que me había propuesto.

Caminamos así, en la noche y el misterio, en el horror y la fatalidad, sin que yo pudiera hacer nada para oponerme.

El otro ser paró el motor, allí en un sitio desolado. Alguien que no estaba antes, me apuntó desde el asiento posterior con el frío implacable de un arma. Y su voz definitiva, me sentenció:

–¡Prepárate al fin de este cuento!

Enigma

En el sueño, fascinado por la pesadilla, me vi alzando el puñal sobre el objeto de mi crimen.

La marioneta

El marionetista, ebrio, se tambalea mal sostenido por invisibles y precarios hilos. Sus ojos, en agonía alucinada, no atinan la esperanza de un soporte. Empujado o atraído por un caos de círculos y esguinces, trastabilla sobre el desorden de su camerino, eslabona angustias de inestabilidad, oscila hacia el vértigo de una inevitable caída. Y en última y frustrada resistencia, se despeña al fin como muñeco absurdo.

La marioneta –un payaso en cuyo rostro de madera asoma, tras el guiño sonriente, una nostalgia infinita– ha observado el drama de quien le da transitoria y ajena locomoción. Sus ojos parecen concebir lágrimas concretas, incapaz de ceder al marionetista la trama de los hilos con los cuales él adquiere movimiento.

Sueño

Sentada ante mí con las piernas entreabiertas, columbro la vía para cumplir mi sueño de cosmonauta: arribar a Venus.

Queta Navagómez