Javier Barros Sierra

Javier Barros Sierra

La Jornada 

Cristina Barros

Nieto de Justo Sierra, nació en Ciudad de México el 25 de febrero de 1915. Ingeniero, fundador de ICA, secretario de Obras Públicas de 1959 a 1964 y rector de la UNAM entre 1966 y 1970.

Este año se cumple el centenario del nacimiento de Javier Barros Sierra. Su congruencia, la cabal honestidad con que ejerció su labor como funcionario público, su confianza en la educación y la cultura como el mejor camino a seguir para resolver los problemas nacionales, así como su valor para defender la autonomía universitaria frente al autoritarismo, hacen que su trayectoria sea un ejemplo ciudadano, en estos momentos difíciles para nuestra patria.

Nació en 1915 en Ciudad de México. Sus padres fueron José Barros Olmedo y María de Jesús Sierra Mayora, hija de Justo Sierra Méndez, uno de los más notables intelectuales mexicanos.

Vida escolar

Estudió en la primaria pública Alberto Correa, en la Secundaria 3 y en la Preparatoria Nacional. Se graduó como ingeniero civil en la Escuela de Ingeniería y como Maestro en Ciencias Matemáticas, en la Facultad de Ciencias. Fue profesor de geometría y trigonometría en la Escuela Nacional Preparatoria, y de cálculo diferencial e integral en la Facultad de Ciencias. Escribió con Roberto Vázquez García el libro Introducción al cálculo diferencial e integral.

Como constructor

A fines de 1946 se creó ica (Ingenieros Civiles Asociados), proyecto impulsado por Bernardo Quintana Arrioja; Barros Sierra fue uno de los fundadores. Como ingeniero tuvo a su cargo la construcción de las facultades de Ciencias y de Filosofía y Letras, de las escuelas de Veterinaria y Odontología, de los laboratorios de Ciencias Químicas, del multifamiliar para maestros y de un sector del Estadio en Ciudad Universitaria, además de otras muchas obras como la termoeléctrica de Lechería. Dejó sus tareas como constructor al ser nombrado director de la Escuela de Ingenieros, por la junta de gobierno de la UNAM.

El funcionario público

Poco después, Adolfo López Mateos (1958-1964) lo invitó a hacerse cargo de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas. La reestructuró y así surgieron la Secretaría de Comunicaciones y Transportes (SCT), y la de Obras Públicas (SOP), de la que fue secretario durante esa administración. Vendió entonces sus acciones de ICA para evitar conflictos de interés con su nuevo cargo público.

Durante su gestión se construyeron la carretera México-Puebla y la Querétaro-Celaya. En lo posible se optó por la mano de obra directa en trabajos de conservación; así se dio empleo a los campesinos. Se tendieron varios puentes en las carreteras costeras del Pacífico y del Golfo. En 1961 se inauguró el ferrocarril Chihuahua-Pacífico y, un año después, se terminó el puente Coatzacoalcos, el mayor del país en aquel tiempo.

En 1966, Jesús Reyes Heroles, director de Petróleos Mexicanos, le propuso  encabezar el recién fundado Instituto Mexicano del Petróleo. Entonces se consideraba que el petróleo era –como sigue siendo– un recurso estratégico para el desarrollo de México; por eso, la investigación y la industria petroleras debían estar en manos de mexicanos comprometidos con su país.

El rector

Poco después, Barros Sierra fue nombrado rector de la UNAM; durante su período (1966-1970) se realizaron muchas y muy profundas reformas. Se creó la Comisión Técnica de Planeación Universitaria, el Consejo de Estudios Superiores, la Comisión de Nuevos Métodos de Enseñanza y se fundaron el Centro de Investigación de Materiales y el Laboratorio Nuclear. Se amplió el postgrado y se equilibró el volumen del alumnado, de tal manera que no hubo ya problemas de admisión para los egresados de la Preparatoria Nacional. Se realizó una amplia labor de difusión en toda la Universidad, fundando revistas importantes como Punto de Partida y Controversia. Se dio importancia a la Orquesta Filarmónica, al frente de la cual nombró al músico Eduardo Mata, y se construyó el Foro Isabelino.

El rectorado de Javier Barros Sierra fue más allá de los aspectos educativos y administrativos. En 1968, nuestra máxima casa de estudios tuvo que enfrentar la incomprensión y la violación de la autonomía por parte del Poder Ejecutivo. Fue entonces cuando se hizo más obvia su estrecha relación con la Universidad. Para él, “defender a la Universidad era defender el ámbito irreductible de las libertades individuales y sociales de México.” El rector actúo con valentía en defensa de la Universidad –de sus maestros, estudiantes y trabajadores–, siempre dentro de la ley. Su visión de aquella etapa queda reflejada en el libro Conversaciones con Gastón García Cantú.

El 15 de agosto de 1971 murió Javier Barros Sierra, a los cincuenta y seis años de edad. Estará siempre en nuestra memoria.

Manuel Pérez Rocha

En 2010, el Senado de la República le otorgó de manera póstuma

la medalla Belisario Domínguez.

Fue el primer director del Instituto Mexicano del Petróleo, en 1966.

Brindar ejemplo a los jóvenes universitarios fue, según declaró el ingeniero Javier Barros Sierra, uno de los propósitos de su actuación durante el conflicto de 1968. Y sin duda, su congruencia, compromiso con la verdad y valentía tuvieron el fruto deseado, y muchos más. No sin exageración el movimiento de 1968 es considerado un parteaguas en la historia de México, y esto es así porque la actuación de los estudiantes, siguiendo el ejemplo de Barros Sierra, se tradujo no sólo en una confrontación con el autoritarismo reinante, sino también en un amplio movimiento de las conciencias.

Pero el ingeniero Barros Sierra no sólo fue educador por ese camino, su actuación como rector de la unam estuvo llena de iniciativas y acciones con profundo sentido educativo, como había ocurrido años atrás cuando dirigió la Facultad de Ingeniería de la propia UNAM. Se dirá que sobra señalarlo, pues esa es la función de todo directivo de una institución educativa. Sin embargo, debe subrayarse ese carácter de su actuación, ya que hoy las “autoridades educativas” de este país, ignorantes de la complejidad de las tareas a su cargo (no entienden que no entienden), se conciben a sí mismas y actúan como meros administradores, como promotores de técnicas de moda (y negocios), y como políticos pragmáticos.

Consciente de la complejidad de la tarea educativa, y de la necesidad de cambios profundos, Barros Sierra, el educador, inyectó a nuestro sistema universitario una “bocanada de aire fresco”, de ideas liberales opuestas a las prácticas excluyentes y las políticas trasnochadas reavivadas en la UNAM por los intereses corporativos, de los médicos, los abogados y también de los ingenieros. Estas anacrónicas posturas habían sido llevadas al extremo por su antecesor en la Rectoría, el doctor Ignacio Chávez, quien había impuesto en esa institución reformas inspiradas por sus convicciones clasistas y aristocratizantes confundidas con “meritocracia”.

Este no es un señalamiento gratuito: el propio Chávez expuso esas ideas, con enjundia, años después de salir de la Rectoría, al recibir la medalla Belisario Domínguez. Su ideal de país, su “utopía” dijo, era una sociedad estratificada, dirigida por “sabios”, alimentada por un sistema educativo también estratificado, una “pirámide” explicó, en cuya cúspide (la Universidad) se formarían los hombres selectos destinados a gobernar. Por tanto, según el prestigiado cardiólogo, era esencial establecer mecanismos de selección, nivel por nivel del sistema educativo, y también en la Universidad, la cual era concebida como un aparato de rigurosa selección “de los mejores”. Para ello se modificaron los reglamentos de inscripción y exámenes, poniendo límites y requisitos que, so pretexto de la “excelencia académica”, redujeron sin justificación diversos derechos de los estudiantes.

El resultado fue un lamentable episodio que condujo a la renuncia de Chávez. Le sucedió el ingeniero Barros Sierra quien, poco después de tomar posesión, propuso al Consejo Universitario nuevos reglamentos, coherentes con una concepción distinta de universidad. En palabras de otro liberal consecuente, el profesor Henrique González Casanova, uno de los colaboradores cercanos de Barros Sierra, se trataba de que junto al derecho a la libertad de cátedra, la libertad de enseñanza, estuviera garantizado el derecho a la educación, la libertad de aprender. Se eliminaron, pues, diversas barreras injustificadas para estudiar, y para demostrar en los exámenes lo aprendido.

Al mismo tiempo, se pusieron en marcha acertadas medidas para enriquecer la educación universitaria y elevar el nivel académico: revisión de planes y programas de estudio, modernización (flexibilización) del diseño curricular, fortalecimiento de bibliotecas y laboratorios, y la creación de instancias especializadas en la investigación de los complejos asuntos educativos, entre ellas la Comisión de Nuevos Métodos de Enseñanza y el Centro de Didáctica. Estas dos dependencias universitarias fungieron también como promotoras de renovación de las prácticas académicas. En la administración se crearon una pionera Comisión Técnica de Planeación Universitaria, y un novedoso sistema de presupuestos por programas, se integraron equipos de personal administrativo especializado en cada dependencia y se reorganizó y modernizó la Comisión Técnica de Administración.

La UNAM tomó un nuevo camino, se expandió la matrícula que estaba limitada solamente por las restricciones económicas, más severas conforme la institución hacía efectiva su autonomía, y se revitalizó y saneó la vida estudiantil cuyas organizaciones habían sido corrompidas por anteriores administraciones de la institución. Este es un recuento mínimo de acciones que en cuatro años, en condiciones difíciles, permitieron encauzar la vida universitaria y fomentar el desarrollo de sus funciones sustantivas.

El rector Barros Sierra era un hombre culto y sensible. De formación ingeniero y matemático, se había dado a sí mismo una rica cultura en el ámbito de las humanidades. La literatura, la filosofía y la historia eran campos que frecuentaba, de ellos hablaba con erudición y soltura, y con eficacia los impulsó en la unam, tanto en la docencia como en la investigación y la difusión cultural. Mención especial merece su pasión por la música y su apoyo para que esta manifestación del espíritu humano ocupara un lugar central en la vida de la Universidad. En estos empeños se manifestaba también su compromiso de educador pues, para él, educación y cultura eran una misma tarea.

En estos días se cumplen cien años del nacimiento del ingeniero Javier Barros Sierra. Sería de gran provecho revisar sus ideas y realizaciones como educador, en especial ahora que la sep se ha mostrado incapaz de formular la reforma educativa que urge en este país y la propia unam navega sin rumbo.

Víctor Flores Olea

Javier Barros Sierra, defensor de la autonomia universitaria.

Pocos nombres y hombres se recuerdan en la Universidad Nacional Autónoma de México con el respeto y cariño con el que se hace por Javier Barros Sierra, por sus calidades académicas pero, sobre todo, por la valentía y dignidad que mostró durante su rectoría al frente de la unam en los muy complicados tiempos del año 1968. Valentía y dignidad políticas, entre muchas otras virtudes, siempre en el más riguroso respeto a la ley. Y, desde luego, por su invariable y ejemplar defensa de la autonomía universitaria, violentada gravemente por las autoridades federales, cuyo titular como presidente de la República era Gustavo Díaz Ordaz, de tan mala memoria entre una gran mayoría de mexicanos.

Muchos tendrán presente que fueron aquellos tiempos de la Rectoría de Javier Barros Sierra al frente de la Máxima Casa de Estudios, como decíamos, por los días en que tuvo lugar lo que hoy se conoce como el “movimiento estudiantil y popular de 1968”. Tiempos extraordinariamente difíciles para el país y para la UNAM, para el conjunto de las instituciones de enseñanza superior en México y, desde luego, para muchos mexicanos que cayeron asesinados el 2 de octubre de ese año, víctimas también de la represión masiva que se impuso severamente.

No podemos dejar de pensar en aquellas tragedias que vivió buena parte del pueblo de México, sobre todo su sector juvenil y estudiantil, y en el hecho de que entre tanta violencia y brutalidad brillara como una esperanza la figura de Javier Barros Sierra, quien reaccionó invariablemente con inteligencia y gallardía en favor de la democracia en nuestro país y, desde luego, en la defensa valiente de la autonomía universitaria y de los derechos humanos de los mexicanos.

Todavía recordamos el mitin realizado en la gran explanada de la Universidad, al día siguiente de la destrucción, por una bazuca del Ejército, de la puerta principal del Colegio de San Ildefonso, que albergaba a la Preparatoria número 1, y que fue de alguna manera la “chispa que incendió la pradera”, que atizó el fuego del movimiento y de la protesta popular. Javier Barros Sierra afirmó entonces: “Hoy, más que nunca, es necesario mantener una enérgica prudencia y fortalecer la unidad de los universitarios. Dentro de la ley está el instrumento para hacer efectiva nuestra protesta. Hagámoslo sin ceder a la provocación.”

También anunció que encabezaría una “manifestación en la que presentaremos, fuera de la Ciudad Universitaria, nuestra demanda de respeto absoluto a la autonomía universitaria”. Para el rector, en aquella movilización se dirimían “sin ánimo de exagerar […] no sólo los destinos de la Universidad y el Politécnico, sino las causas más importantes, más entrañables para el pueblo de México. Por primera vez, universitarios y politécnicos, hermanados, defienden la vigencia de las libertades democráticas en México”, enfatizó.

La historia de los países se va tejiendo con hilos complicados y contradictorios. En tales circunstancias, la figura del rector Javier Barros Sierra brilló con luz propia y con el reconocimiento entusiasta de los universitarios y de los sectores más lúcidos y progresistas del país.

La subsecuente gran manifestación masiva y universitaria, el 1 de agosto de 1968, sólo llegó, por la prudente recomendación del propio rector que la encabezaba, por la Avenida Insurgentes, hasta la calle de Félix Cuevas y regresó a la Ciudad Universitaria, ya que se confirmó la presencia de fuertes contingentes militares pertrechados a la altura del Parque Hundido y en otros puntos de Ciudad de México (incluido el Zócalo), que hubieran muy probablemente provocado enfrentamientos y violencia en contra de los estudiantes. Prudente medida, decíamos, que por fortuna fue atendida por la masa estudiantil que participó en la marcha.

El rector Barros Sierra, entre otros conceptos, expresó en aquella ocasión: “Permanezco al lado de los universitarios en su protesta contra los ataques a nuestra autonomía y en sus manifestaciones pacíficas tendientes a la reivindicación de su personalidad estudiantil ante el pueblo de México. Durante casi cuarenta años la autonomía de nuestra institución no se había visto tan seriamente amenazada como ahora.”

No se trata de reproducir con detalle la secuencia de hechos que llegaron a la trágica tarde del 2 de octubre en Tlatelolco, que representa uno de los momentos más desdichados de la vida nacional, pero sí de responder a quienes guardan dudas sobre los resultados históricos, a más largo plazo, en el país, de aquellas pacíficas y enormes movilizaciones que encarnaron el movimiento del ‘68.

Tales movilizaciones, orientadas sobre todo a ampliar los cauces democráticos en México, originaron desde luego una enorme apertura e incluso, en gran medida, la democratización de las relaciones sociales. Probablemente no tuvieron el efecto de hacer realidad la democratización política del país, pero sí transformaron en gran medida las relaciones sociales en múltiples dimensiones, desde luego en los centros de enseñanza pero también en el aspecto familiar y social, en que se “democratizaron” tales relaciones, limitándose severamente los autoritarismos anteriores y abriéndose en muchos aspectos las libertades de expresión y asociación, digamos con efectos positivos hasta la fecha. Se pagaron muy caras esas conquistas que, al fin y al cabo, han definido en buena medida hasta nuestros días la vida social y aun política del país.

Javier Barros Sierra, sobre todo desde la unam y en su vida pública en diferentes funciones, contribuyó de manera excepcional, con muchos otros mexicanos, a este indudable ensanchamiento de las libertades sociales y políticas en México y es por eso, entre muchos otros motivos, que le rendimos este sentido homenaje en ocasión del centenario de su nacimiento.

Por supuesto no fue sólo Javier Barros Sierra sino muchos otros universitarios de excepción, quienes contribuyeron entonces y ahora a esta ampliación de las libertades en México. Destaca también la figura y el papel que ha desempeñado Pablo González Casanova, que le siguió a su paso por la rectoría y que ha contribuido, también como muy pocos, a luchar por la autonomía universitaria y por las libertades democráticas en México, desde luego en su función de Rector pero también como intelectual que ha contribuido enormemente a la defensa de los desheredados y de los derechos políticos y sociales de los mexicanos, entre otra tareas analizando lúcidamente el papel y función desempeñados por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).

Hugo Aboites

El 1 de agosto del ‘68 encabezó la primera manifestación de estudiantes y profesores, acompañado entre otros por Fernando Solana y Pablo González Casanova.

En el verano de 1968, la crisis nacional se agudizó profundamente por la incapacidad del gobierno para entender que era absurdo interpretar las protestas estudiantiles como un peligro para el gobierno y el Estado. El gobierno se había colocado de lleno en la hipótesis de la disolución social que planteaba el anacrónico artículo 145 del Código Penal. Impulsado en plena segunda guerra mundial (1941) por el gobierno de Ávila Camacho, ese artículo intentaba proteger a la nación de conspiradores nazis que, buscando crearle a Estados Unidos un tercer frente en su propio patio trasero, organizarían en México a las población de origen germánico y también mexicano simpatizante de la Alemania nazi y que, con ese objeto –dice la ley– “preparen material o moralmente la invasión del territorio nacional o la sumisión del país a cualquier gobierno extranjero”. Ese texto –como señalan profesores de la UNAM en el ‘68 (Excélsior, 13/IX/1968, pág. 37-A)–, debió desaparecer al término del conflicto bélico, pero pronto el Estado descubrió su utilidad para criminalizar movimientos de protesta e incluso endureció aún más las sanciones al comienzo de los años cincuenta. Hizo posible, además, perseguir como propaganda subversiva las ideas, opiniones políticas y, como advertían los universitarios en el ‘68, hasta artículos, ponencias o cátedras que criticaran al gobierno y que “moralmente” preparaban para una invasión o la sujeción del país a un gobierno extranjero. Era un artículo, además, que encajaba bien con una dinámica social más amplia, profundamente indiferente e incluso hostil con el derecho al afecto, a la libertad y la justicia que tenían los niños y jóvenes de esa época, pero también los invisibles de entonces: los pobres, los indígenas y los explotados.

En un clima político-social de este tipo, con las posturas extremas del gobierno y el Estado expresadas en el artículo 145, y con las crecientes protestas, los estudiantes –como ha seguido sucediendo– se convirtieron en el enemigo, y casi de inmediato esta percepción se extendió a la misma Universidad. Ésta no sólo era vista con suspicacia por ser el refugio de manifestantes, sino porque se trataba de una universidad autónoma, donde expresamente se subrayaba el valor de la crítica y la libertad de pensamiento. A los ojos del Estado se preparaba una desestabilización total, no sólo “moralmente” –con ideas perturbadoras–, sino también “materialmente” –con masivas manifestaciones.

Barros Sierra encabeza la marcha contra la violación de la autonomía, que partió de Ciudad Universitaria, recorrió avenida Insurgentes, dio vuelta en Félix Cuevas, luego en avenida Coyoacán, de regreso a CU, 30 de julio de 1968. Cortesía IISUE/AHUNAM/cu4626-17

En el contexto de esta atrofiada visión gubernamental, por supuesto se explica que, apenas días después del 26 de julio, inicio de las protestas, el gobierno llega al extremo de llamar al Ejército para agredir y perseguir a estudiantes por toda la ciudad y ataca el 30 de julio un recinto universitario con disparos de bazuca, el Colegio de San Idelfonso, la Preparatoria de la Universidad, así como al IPN. Ante este hecho, una marea de indignación recorre el circuito universitario y se anuncia una multitudinaria marcha para el 1 de agosto, de la Ciudad Universitaria al Zócalo.

Es entonces que el rector Barros Sierra decide sumarse y, rodeado de funcionarios (entre otros, lo acompañan Fernando Solana y Pablo González Casanova), encabeza la manifestación de estudiantes y profesores. Se enteran de que el Ejército ya los espera para impedirles el paso a la altura de la Colonia Nápoles y optan por sólo marchar por Insurgentes hasta Félix Cuevas. De esta manera, en lugar del silencio o de un mero pronunciamiento del Consejo Universitario, opta por marchar y defender a la Universidad junto con los estudiantes. Con esto, en un raro momento en la historia del país, la Universidad toda encara y desafía al presidente y al Estado mismo.

Entre Ciudad Universitaria y Félix Cuevas la distancia es de unos cinco kilómetros. Pero, con su breve marcha, la Universidad mexicana recorre una distancia enorme y da un salto hacia el futuro. Aprende en ese momento, tal vez por primera vez, que precisamente por ser autónoma puede colocarse éticamente muy por encima de un gobierno y un Estado que han perdido el rumbo. La marcha envía el claro mensaje de que la razón –representada en ese momento nada menos que por la Universidad Nacional– no está con el presidente. La profunda sinrazón de la matanza de Tlatelolco es entonces, dramáticamente, el final previsible de un camino de violencia y alteración profunda del orden social que ha organizado el Estado y del que, casi desde el comienzo mismo del conflicto, la Universidad claramente se deslinda. No es la nación la que está en peligro por las protestas y movilizaciones de los universitarios; está en peligro por la reacción del Estado. Con su actuación se pone en peligro la cultura, el pensamiento libre y la Universidad misma y, por ende, también se clausura la posibilidad de una salida amplia y de estadista a una crisis perfectamente encausable. A pesar de que Barros Sierra en ese período también criticó a los estudiantes por tomar las escuelas de Ciudad Universitaria, en el momento decisivo supo colocarse, por congruencia universitaria, del lado de la verdad, aquí sí histórica, de los universitarios. Aunque la persecución no cesó y fue luego tomada por el Ejército, la Universidad floreció y creció como nunca en los años siguientes, dignificó su papel frente a la nación y la historia, mientras aquel presidente entonces en funciones no.

“Nunca me he sentido más orgulloso de ser universitario como ahora –dijo Barros Sierra en esos días. Porque es la Universidad, son nuestras instituciones las que generan el espíritu con que habremos de afrontar los problemas y sabremos apreciar los triunfos. Nuestra lucha no termina con esta demostración. Continuaremos luchando por los estudiantes presos, contra la represión y por la libertad de la educación en México.” (Citado por Hugo Gutiérrez Vega, en: Martínez della Rocca, Otras voces…).

Barros Sierra no actuó solo, fue impulsado por una ola enorme de descontento y de estudiantes indignados. Pero, a diferencia de muchos de sus colegas que en esos años optaron por permanecer callados y cuyos nombres nadie recuerda, Javier Barros Sierra (y otros rectores como Eli de Gortari, José Alvarado, Hugo Gutiérrez Vega…), supo tener su momento de brillantez y acierto y una percepción profunda de la historia que se movía bajo sus pies, y eligió bien y valientemente. Ante el actual deterioro ético de la nación que demuestra la persecución y desaparición de estudiantes de Ayotzinapa y de muchos otros, ese pedazo de la historia todavía sigue ofreciéndonos muchas lecciones.

Luis Hernández Navarro

“Nunca me he sentido más orgulloso de ser universitario como ahora”, afirmó entonces.

El 30 de julio de 1968, el ingeniero Javier Barros Sierra, rector de la UNAM, izó la bandera nacional a media asta, como protesta por la violación a la autonomía universitaria. Apenas un día antes, el Ejército había disparado un bazukazo en contra de la puerta de la Preparatoria 1 en San Ildefonso, un tesoro colonial.

Su desafío al poder de ese día no fue una acción aislada. Su comportamiento a lo largo de todo movimiento estudiantil popular de ese año fue ejemplar. Algo inusitado en el clima de abyección de la política mexicana de aquellos años. Gallardo y digno, el rector no se dobló ante los actos de violencia autoritaria del régimen. Por el contrario, sin ambigüedad alguna los rechazó enfáticamente. Lo mismo encabezó manifestaciones multitudinarias, que condenó la invasión militar de Ciudad Universitaria o defendió el derecho de los jóvenes a disentir.

Su situación no era sencilla. Incluso cuando Barros Sierra llegó a la rectoría de la máxima casa de estudios en 1966, las condiciones en que asumió el nombramiento fueron muy difíciles. Sustituyó al doctor Ignacio Chávez Chávez, destituido por un polémico movimiento estudiantil. La Universidad estaba muy crispada. En sus aulas se incubaban los huracanes que azotaron el país dos años después. Desde que tomó posesión hasta que finalizó su período en 1970, el ingeniero no tuvo reposo. Según Gastón García Cantú, su colaborador y amigo, en 1968 el rector “se enfrentó al gobierno, no como un desafío, sino como una resistencia fundamentalmente moral y justa”.

Nieto de Justo Sierra, Barros Sierra nació en 1915 en el Distrito Federal y creció en un ambiente de lecturas y reflexiones sobre la historia y la política de México y el mundo. Se educó en los valores del humanismo y la técnica de la Escuela Nacional Preparatoria. Como estudiante de la Escuela Nacional de Ingeniería, fue parte de una generación de profesionistas formados en la mística de construcción del Estado Nacional inspirada en el cardenismo.

Dotado de una inteligencia excepcional y de un sentido de la ironía tan fina como demoledora, magnífico conversador, Barros Sierra era un pensador riguroso. Amante de la música clásica, en la que según su hija Cristina encontraba “goce y consuelo”, impulsó la orquesta de la UNAM hasta convertirla en una de las mejores del país.

Socio fundador de Ingenieros Civiles Asociados (ICA), la empresa de construcción de infraestructura establecida en 1947, abandonó la iniciativa privada y se dedicó alternadamente a la administración pública y la enseñanza universitaria.

Fue, durante el sexenio de Adolfo López Mateos (1959-1964) el primer secretario de Obras Públicas. Entre los saldos de su labor en este terreno se encuentran la construcción de miles de kilómetros de carreteras, la edificación de puertos y aeropuertos y el tendido de más de cuatrocientos puentes. Funcionario dedicado e íntegro, ni se enriqueció ni lucró con la obra pública. Más adelante fundó y fue el primer director del Instituto Mexicano del Petróleo.

Al frente de la Secretaría, el ingeniero estableció cuáles deben ser los atributos que debe tener el funcionario público para enfrentar los retos del país: “Siguen siendo y seguirán siendo las cualidades esenciales del hombre de Estado, aparte de la inteligencia, el buen sentido que implica la prudencia, la ponderación y la serenidad; la intuición certera y la decisión valerosa, todas esas virtudes radicadas en una entrega sacrificial a la patria, sin ello los enormes complejos de México no podrán ser resueltos”.

Al frente de la unam emprendió transformaciones profundas. Dirigente estudiantil, maestro, investigador, director de la Facultad de Ingeniería antes de ser rector, conocía la Universidad a profundidad, encarnaba sus valores, hacía suya su misión. Era, en toda la extensión de la palabra, un universitario. Según su hijo Javier, “defendía a la Universidad como si fuera su cuna, su casa, su causa, su razón de ser”.

Barros Sierra pagó cara su osadía de desafiar al régimen. Su independencia y rectitud, su disenso ejemplar frente al poder, le valieron los más abyectos ataques y ofensas personales. Los diputados del Partido Revolucionario Institucional (PRI) Octavio A. Hernández y Luis N. Farías lo responsabilizaron del movimiento estudiantil.

Cuando el 2 de octubre de 1968 Gastón García Cantú le informó lo sucedido en la Plaza de Tlaltelolco, una sombra cubrió su rostro. Ya no volvió a ser el mismo. “Algo se apagó en él. Algo de irremediable tristeza se apoderó de Javier”, escribió García Cantú. Lo mismo piensa su hijo Javier. El día del bazukazo –contó en Evocación del 68– “comenzó a morir. Su lucha por defender la universidad le costó la vida”.

El cáncer lo devoró en 1971. Sus restos fueron sembrados en el Panteón Jardín. Un buen número de dirigentes estudiantiles fueron a despedirlo. La lápida sobre su tumba tiene escrito su nombre y una fecha: 1968.