Vicente Leñero, hombre de teatro, padre de muchos
Estela Leñero Franco
Proceso
Vicente Leñero fue maestro de varias generaciones, constancia del compromiso de un escritor en nuestra sociedad y su capacidad en el arte de indagar nuevas formas de expresión. Un hombre polifacético que en su búsqueda de la verdad (y no la absoluta) lo apostó todo. En la literatura, el periodismo, el teatro, el cine y en su fe plasmó un universo personal, que se conecta con nuestro inconsciente colectivo. Su influencia como maestro y creador en el teatro mexicano ha abierto nuevos horizontes. Mi esencia como dramaturga y gente de teatro se la debo grandemente a él. Es maestro de muchos, ya estuvieran en contacto directo con él o ya fuera a través de su literatura y su teatro.
En el taller de dramaturgia que abrió en la escuela de Héctor Azar en los años setenta y que mantuvo por más de 15 años en su estudio, yo me integré al concluir mi carrera de antropología. Aunque era la más joven del grupo, formé parte de él por más de siete años y ahí fue donde aprendí a escribir. Mi padre fue mi maestro, porque entre sus principios siempre estuvo el respeto y el impulso por el camino individual; por la pluralidad, como es en el teatro, donde las voces múltiples coexisten. Eso nos permitió trabajar estructuras aristotélicas y no aristotélicas, en el realismo o en experimentos para ahondar en los sueños. Así fue como pude, en libertad, ir buscando mi propio camino y encontrar un estilo personal.
Desde la infancia vivimos el teatro como una actividad intrínseca en la familia. Lo disfrutábamos cada fin de semana y no nos conformábamos con eso, sino que obligábamos a nuestros padres a ir una y otra vez a ver la misma obra; a que el zapatero remendón del Teatro Orientación nos claveteara nuestros diminutos zapatos antes de iniciar cada función. Con mis primas hacíamos teatro y nuestros padres eran el público. Reproducíamos cuentos clásicos y yo ponía estrellas en la frente de cada una de las haditas.
Mi padre era reservado, pero supimos del periódico que hacía de niño, titulado La mariposa, y de los títeres que, con el mismo nombre, construía con sus hermanos, y de sus juegos inventados. Él escribía, hacía los muñecos, pero nunca representaba. Siempre tras bambalinas. El teatro también estuvo en su infancia, y seguramente así nos lo transmitió.
Vicente Leñero empezó a escribir teatro cuando sufrió un atorón en su carrera novelística. O eso es lo que contaba. Con la formación periodística que había adquirido al estudiar en 1956 en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García, mientras estudiaba ingeniería, le llamó la atención el polémico caso del monje Lemercier de Cuernavaca que había introducido el psicoanálisis dentro de su congregación provocando un escándalo entre la jerarquía eclesiástica. Seguramente que su interés también estaba relacionado con la profesión de psicoanalista de mi madre, lo cual los llevó a compartir el caso tanto en su parte investigativa como en la experiencia de la censura que la obra sufrió cuando fue estrenada en 1968 bajo la dirección de Ignacio Retes. Pueblo rechazado se convirtió en noticia pues su posición crítica ponía en evidencia una Iglesia retrógrada e intransigente frente a un personaje, Lemercier, igualmente intransigente y autoritario, pero víctima del poder.
La mayor parte de sus primeras obras fueron censuradas, unas por las malas palabras que usaban los personajes, como en Los albañiles y Los hijos de Sánchez (adaptación de la novela de Oscar Lewis), y otras por los temas que trataba: Pueblo rechazado y El juicio de León Toral y la madre Conchita. En el caso de El Martirio de Morelos, en 1981 fue censurada por tratarse de un personaje histórico que el presidente en turno abanderaba como su ejemplo y que en la obra de mi padre develaba la retractación del héroe, así como la delación de sus compañeros de lucha, en el momento de ser juzgado por la Inquisición.
Nosotras, como hijas, vivimos aquellas obras como una fiesta. Íbamos a los estrenos vestidas de terciopelo y botones brillantes, con el pelo restirado, y nos sentábamos hasta adelante para ver sudar a los actores. No entendíamos de lo que se trataba, pero sabíamos de la importancia del acontecimiento. Ahí estábamos en el camerino viviendo la tragedia cuando Aarón Hernán, que interpretaba a León Toral en El juicio, se enfermó de los nervios y para no cancelar el estreno hasta a la hipnosis recurrieron con ayuda de mi madre. En ese tiempo sólo éramos espectadoras y cómplices por añadidura.
Dos retos dramatúrgicos fueron fundamentales en la carrera de mi padre: Nadie sabe nada y La noche de Hernán Cortés.
En Nadie sabe nada su principal desafío fue el manejo de los espacios múltiples y simultáneos, donde el hilo conductor eran unos documentos extraídos por el garganta profunda de un periodista desde el mismísimo escritorio del presidente. El reto era sumamente complicado y en 1988 Luis de Tavira lo tomó en sus manos para llevarlo a escena con la compañía del Centro de Experimentación Teatral del INBA, que en ese tiempo dirigía. En la puesta en escena convivían, simultáneamente, 11 espacios: la redacción de un periódico, la oficina de la procuraduría, una cantina, un cabaret, la calle, un callejón y hasta el vapor de un gimnasio… Fue necesario un trabajo dramatúrgico entre el autor y el director, al cual yo me incorporé, ya que durante cinco años fui asistente de dirección en esa compañía. Así trabajamos en la casa de De Tavira en Coyoacán en un sinfín de historias que sucedían en cada espacio, mientras se llevaba a efecto la escena principal de la trama. La obra fue censurada, entre otras cosas, por las referencias directas que se hacían a los personajes políticos del momento. Aunque Germán Castillo, el director de Teatro del INBA de aquel tiempo, se hizo cómplice de las autoridades, con la oposición de la compañía y la solidaridad de la comunidad logramos que la obra se siguiera representando y cerrara temporada con teatro lleno.
La noche de Hernán Cortés es la obra donde culminan cantidad de inquietudes y búsquedas dramatúrgicas de mi padre. Él señalaba que fue la búsqueda más ambiciosa y absoluta que había hecho en el teatro. Con esta obra, Vicente Leñero inició un recorrido hacia el interior de su alma para mostrarnos aquellas obsesiones que le aquejaban. Dice Cortés a su secretario:
“–CORTÉS: Nunca vas a terminar de escribir esta historia. Todo lo olvidas, siempre estás distraído. No conservas en orden mis papeles. Pierdes las llaves. No sabes dónde pusiste los lentes. Dejas que venzan las letras y los pagarés. Tachoneas mis cartas. Confundes las fechas y la pronunciación de los nombres. Pierdes la memoria. Ése Bernal: ése es tu problema. Estás perdiendo la memoria.”
Después de este salto mortal con La noche de Hernán Cortés, mi padre quiso profundizar su búsqueda en obras más íntimas. Sus preguntas como dramaturgo iban emparejadas a sus vivencias del presente, así que después de un Cortés que está perdiendo la memoria, escribió una trilogía teniendo como protagonistas a los ancianos; tal es el caso de La visita del ángel, Hace ya tanto tiempo y Qué pronto se hace tarde.
Dejó en el tintero un par de retos dramatúrgicos que me contó en una entrevista que le hice en los noventa. Dice:
“Existen otras búsquedas que todavía no he agotado. Por ejemplo, se me ocurre indagar acerca de la luz: qué pasa con la luz dramatúrgicamente considerada; qué pasaría con un escenario oscuro. Veo la posibilidad de hacer una adaptación de la novela de Brianda Domecq, del secuestro de Once días y algo más, donde la protagonista siempre está con una venda en los ojos: cómo jugar con esa problemática y ponerme en el punto de vista de la protagonista que no ve. Claro, no puedo hacer una obra en la oscuridad total, pero ahí hay un problema interesante acerca de la luz. Estas son búsquedas formales que me preocupan. Son problemas no sólo escenográficos o de puesta en escena, sino también dramatúrgicos: qué pasa con la luz, qué pasa con la audición. Son caminos que no he explorado suficientemente y que abren vetas para poder investigar.”
Respecto a su última inquietud sobre el caso de Brianda Domecq, mi padre escribió una obra, todavía inédita, Oscuro total, donde la presencia y ausencia de luz en el escenario la marcaba la protagonista cuando se quitaba la venda de los ojos o la traía puesta.
En fin, que sus inquietudes teatrales no paraban, y siempre tenía preguntas en su mente, problemas que resolver, retos escénicos o literarios que lo llevaban a mantener su espíritu despierto y en movimiento.
Haber compartido el quehacer teatral con mi padre fue un gran aliciente, un disfrute incomparable que ahora extraño, y extraño sobremanera. Compartí muchas de sus puestas en escena, mi proceso creativo y sus aventuras literarias. En los últimos tiempos, todos los martes, después de la clase de computadora que doy a mi madre, le preguntaba por lo que estaba escribiendo o leyendo, por lo que es verdad o mentira en sus micronarraciones; conversábamos, le llevaba mis obras, imaginábamos dispositivos escénicos, sugería correcciones y cotilleábamos las noticias culturales del momento. Era mi cómplice en mis travesías teatrales, mi asesor y crítico, mi maestro y amigo.
En fin, que ya no sé ni por qué les comparto esto. Tal vez para sentir que existió y que la memoria lo vuelve presente. Tal vez porque a fuerza de repetirlo pueda repetirse y pueda dejar de extrañar todo lo que se llevó.