Caminar, caminar, caminar
Jorge Bustamante García
Me gusta caminar. Algo siempre me dice camina y mira, callejea, zambúllete en la vida. Cada vez que llego a una ciudad, me voy a vagar por sus calles, me gusta meterme a algún café, husmear en librerías y almacenes, mirar vitrinas, sentarme en algún parque. Uno puede vivir toda la vida en una ciudad y entender casi nada de ella, si no sale, si no visita sus mercados olorosos, sus casas y sus rincones legendarios en donde han latido todas sus historias. Hay ciudades que uno no acabaría de conocer nunca, porque se extienden sin cesar, se regodean en su laberinto, un lugar conduce a otro, se inventan a sí mismas de manera permanente. Toda ciudad crea los seres que la han conquistado. Existen ciudades que tras la avalancha chispeante de lugares, de murmullos estridentes y algarabías etéreas y hermosas, se pierden luego para siempre en los intrincados senderos del silencio. Y el silencio, al fin y al cabo, es casi todo: la ausencia, los gemidos tenues, imperceptibles, música muda que permanece tras los actos de amor y la catástrofe.
Cuando estudiaba en Bogotá caminaba veinte cuadras para llegar a la universidad, de adolescente deambulaba todo el tiempo con mis amigos por las arterias de mi pueblo después de la escuela. Cuando supe de la muerte de mi madre, en el invierno moscovita de finales del ’72, caminé varios días sin descanso. Salía muy temprano de la residencia estudiantil y regresaba muy tarde para calentarme y dormir. Nunca he caminado tanto como en esa época, aunque me partiera el frío. Cuando ya estaba al límite me metía al Metro, circulaba de una estación a otra hasta que caía en el anillo periférico que se cruzaba con todas las otras líneas. En ese anillo del Metro moscovita podía uno viajar horas y horas sin llegar al final. Una vez estuve todo el día dando vueltas y vueltas, a veces leía partes de La condición humana –libro que llevaba siempre conmigo por esos días– o me quedaba ensimismado sentado en un rincón del vagón, la gente entraba y salía con sus botas y abrigos y gorros de invierno, tal vez pensaba en mi madre, en la última vez que la vi en el aeropuerto alzando su mano a lo lejos en señal de despedida.
Quizás errando de esa manera, muchas cosas se derrumbaban para mí; a ese joven de veintiún años se le diluían sentimientos y certezas en medio de un tren subterráneo que giraba y giraba sin descanso. Ahora pienso, después de tantos años, que pasear así, sin aparente rumbo, pudo significar también volver a mirar, reflexionar, explorar ignotos e inéditos pasillos de mi ser para llenar de sentido nuevo las cosas del mundo. Al moverme así se transformaban también mis sentimientos y mis ideas. Ahora me parece creer que me he pasado la vida caminando. Si pudiera uno hacer el cálculo de lo que ha caminado en la vida de seguro le alcanzaría mínimo para una vuelta a pie por el planeta. Años y años caminé por mi pueblo, por las avenidas largas de Bogotá, por las amplias perspectivas de Moscú y Leningrado, de Vilna y Tallin, por las montañas del Cáucaso y Crimea, de pe a pa transité incontables veces por la avenida central de San José de Costa Rica, he vagado sin término por bulevares, callejones, arterias, vías, paseos, rincones, barriadas de Popayán, Lima, Toulouse, Guadalajara, Morelia y muchas otras ciudades y pueblos de México, Colombia, Costa Rica, Francia, Perú o Rusia. A eso hay que agregarle más de treinta años de caminatas por campos y montañas en trabajos de geología. Siendo conservador sí me alcanza para al menos una vuelta a la tierra, los poco más de cuarenta mil kilómetros de su perímetro. Si al menos durante cincuenta años se caminan dos o tres kilómetros diarios se sobrepasa ese perímetro.
De hace unos años para acá he agarrado la costumbre de hacer largas caminatas matutinas por la Avenida Universidad y el campo estudiantil en la ciudad que habito. Me gusta desentrañar nuevas formas en los paisajes que veo, aunque intuyo –como escribe el inimitable W. G. Selbald– que “sobre cada forma nueva se cierne ya la sombra de la destrucción”. Camino, miro, pienso y me deleitan las dimensiones y los colores de las cosas, el olor de las flores y las hojas, el chirriar del musgo que piso, los efluvios de las personas con las que me cruzo.
En esos paseos matutinos rehago recuerdos, entretejo relatos que en primera instancia parecen imposibles, pero que conforman una red que resulta ser un abanico prodigioso e inesperado de historias, situaciones y personajes que me gustaría aprehender antes de que se esfumen, llevarlos al papel para que mis sueños no se me mueran de frío. Entonces regreso a casa y pergeño palabras que en un inicio se muestran caóticas y arbitrarias, pero que luego parecen encontrar un cauce que no sé a ciencia cierta a dónde conducirá, quizás a la reconstrucción de la experiencia, tal vez a la destrucción del sueño, ¿quién lo sabe? Caminar y escribir, leer el mundo.
En esas caminatas matinales veo gente de la más diversa condición. Estudiantes que circulan despreocupados con sus mochilas rumbo a clase, algunos desayunan tacos o tortas y jugo de naranja. Otros sacan copias en las papelerías. Mujeres que van tal vez a su trabajo, o a una cita, esperan la combi rosada o la verde. Mujeres y hombres maduros manejan coches hacia distintos destinos. Veo unos cuantos viejos que pasan ensimismados, con bolsas en las manos. Camino y miro. Marcho y recuerdo. Paseo e invento. Tejo y destejo para “poner el panorama en palabras”, como lo quería Stevenson. Escribo en mi mente lo que pienso de mí mismo, lo que creo recordar de los sucesivos seres que he sido, lo que pienso de los demás, de mis amigos y conocidos. Camino y revivo historias de otros y mías, cada día saco nuevas deducciones, la narrativa se deshilacha mientras camino y todo parece un galimatías, un embrollo que tengo que tejer y destejer para que adquiera cierta unidad.
Un poeta ruso salía a caminar por las calles de Moscú en los años treinta del siglo pasado, sólo para inventar sus poemas. Caminaba y caminaba, elaboraba cada línea, cada verso, cada metro, y únicamente regresaba cuando ya tenía todo el poema en la cabeza y se lo decía a su esposa Nadezhda, quien lo aprendía de memoria para salvarlo de la censura estalinista. Era un poeta que no escribía, sino caminaba, y con ese método escribió cosas como esta: “¿Qué calle es esta?/ La calle Mandelstam./ Qué apellido más espantoso:/ si no lo aireas/ suena curvo y no recto./ Poco en él es lineal/ más bien de carácter sombrío/ y es por eso que esta calle,/ mejor este foso,/ lleva el nombre/ de ese tal Mandelstam.” Una vez no siguió ese método, escribió en papel un poema que leyó a varios contertulios y que al final le costó la vida. Tildó al tirano de “montañés del Kremlin” y lo dibujó con “sus gruesos dedos grasosos, cual gusanos” rodeado de una “chusma de jefes catrines” al cual más lameculos y serviles, a quienes podía golpear a su antojo “en la ingle, en la frente, en las cejas, en los ojos”. Y terminó el poema con dos versos irónicos que se incrustaron como dardos en las entrañas de dictador y que éste jamás perdonó: “él puede matar y a la vez ser dulce,/ es un oseta de gran corazón”; oseta, es decir originario de Osetia, región de Georgia de donde era Stalin. Ahí comenzó el calvario final del poeta, con arrestos y destierros, hasta que murió en la miseria absoluta y en la humillación en un campo de trabajos forzados en 1938. Su viuda no supo de su destino sino veinte años después, pero salvó su memoria con un libro prodigioso, Contra toda esperanza, que sobrevivió a los embates de la injusticia y el tiempo.
Camino en las mañanas por la Avenida Universidad, rodeo el Campus, llego al Estadio Universitario y troto un rato sobre la tersa pista color ladrillo. La gente que camina no puede dejar de pensar. Pienso todo el tiempo, miro a los otros que trotan o caminan y me parece ver sobre sus cabezas una nube imaginaria repleta de palabras, como en los cómics, con sus pensamientos. Caminamos por la pista, discurrimos, cavilamos, recreamos, inventamos recuerdos, escribimos. Se escuchan los motores y los cláxones en las avenidas cercanas. Un helicóptero rasga el firmamento, se dirige al poniente de la ciudad, luego se pierde en la lejanía.
Ese escarabajo volador me recordó lo ocurrido durante una campaña de exploración geológica en 1994. En esa ocasión tres geólogos esperábamos en el aeropuerto de Morelia el helicóptero que vendría de Toluca para dirigirnos a la sierra costera. Esperamos dos o tres horas, pero el aparato nunca llegó. Recibimos la orden de regresar a la oficina. Al llegar, los compañeros nos soltaron a quemarropa: “El helicóptero no llegó porque ayer se cayó en trabajos de campo en el Estado de México. ¡Nadie sobrevivió!” Quedamos aturdidos, no lo podíamos creer. Cuatro geólogos, nuestros compañeros y el piloto, se habían matado al perder las hélices entre unos cables de alta tensión. Unos campesinos que fueron testigos del hecho afirmaron después que el aparato alcanzó a volar sin hélices río abajo unos 300 metros antes de estrellarse, trescientos metros antes de morir ¿10, 20 segundos? Hoy puedo recordar sus nombres: Raúl, Armando, Toño, Everardo. Eran todavía jóvenes, la muerte los sorprendió en sus labores, como lo quería Ovidio.
De regreso de mis paseos mañaneros por la avenida Universidad me encuentro todos los días a Álvaro Mutis a la entrada de una librería: en un rincón detrás de un cristal atisba a los transeúntes con su leve mirada. Si no fuera porque es la entrada a una librería, uno podría pensar que alguien lo olvidó en ese rincón para que siguiera en la vida. Ahí está su imagen, su rostro con ojos traviesos, bigote claro, su sonrisa curiosa mirando pasar las cosas del mundo. La gente deambula a su lado, mira la foto, sigue de largo. Cada vez que camino por la avenida me quedo ahí al lado unos segundos, pienso en Amirbar, en Abdul Bashur soñador de navíos, en el errante Maqroll el Gaviero que valoraba la amistad y descreía de todo.
Pienso y camino. Paseo y miro, fisgoneo y contemplo, medito y oteo, pienso y recuerdo. Cada nuevo día de la vida es una nueva página que podríamos escribir. Una persona que escribe intenta leer los entresijos de la vida, interpreta los pliegues del mundo, intuye sus misterios, y escribe. Realiza, también, un viaje interior, tanto cuando camina por la calle como cuando se interna en las historias de otros, cuando intenta una introspección, una indagación de sí mismo y traduce todo eso en palabras: escribe. Anda y escribe, y al caminar descubre, tal vez, algunos motivos del ser. Parece nada, pero en realidad lo es todo •