Franz Kafka: Narraciones y otros escritos

Franz Kafka: Narraciones y otros escritos

FRANCISCO TOLEDO

Sé nadar como los otros, pero tengo mejor memoria que ellos y no he olvidado el no-saber-nadar de antaño. Y como no lo he olvidado, el saber-nadar no me sirve de nada y, en consecuencia, no sé nadar. A propósito de los Juegos Olímpicos recordé el fragmento anterior y otros extractos del libro Narraciones y otros escritos de Franz Kafka, y es que nuestros nadadores en las Olimpiadas nadan muy bien, como todos los participantes, pero llega un momento en que se acuerdan de cuando no sabían nadar, entonces ya no avanzan y no ganan, ahí es donde perdemos.

Franz Kafka

Del mes de agosto a finales de 1920

¡El gran nadador! ¡El gran nadador!, gritaba la gente. Yo venía de los Juegos Olímpicos de X, donde había batido un récord mundial de natación. Desde la escalinata de la estación de ferrocarril de mi ciudad natal –¿dónde es?– contemplaba a la multitud, la que se veía borrosa debido al crepúsculo.

Una muchacha, cuya mejilla acaricié fugazmente, me colgó con suma habilidad una faja en la que ponía en lengua extranjera: Al campeón olímpico. Apareció un automóvil, unos señores me hicieron subir a empujones, dos de ellos incluso me acompañaron, el alcalde y otro. Poco después estábamos en una sala de actos, un coro cantaba desde la galería cuando entré; todos los invitados, varios cientos, se levantaron y gritaron al unísono una frase que no acabé de entender. A mi izquierda se sentaba un ministro, no sé por qué me aterrorizó la palabra en el momento de la presentación, le lancé miradas feroces, pero enseguida recuperé el aplomo; a la derecha se sentaba la esposa del alcalde, una señora exuberante; todo en ella, sobre todo a la altura de los pechos, me parecía lleno de rosas y plumas de avestruz. Frente a mi se sentaba un hombre gordo de cara asombrosamente pálida, no comprendí su nombre cuando nos presentaron. Apoyaba los codos sobre la mesa –le habían dejado un espacio particularmente amplio– y permanecía callado, mirando al vacío; estaba flanqueado por dos hermosas muchachas rubias, muy divertidas, siempre tenían algo que contar, y yo miraba ora a la una, ora a la otra. Por lo demás, no podía identificar a los invitados a pesar de la intensa iluminación, quizá porque todo estaba en movimiento, los criados correteaban de un sitio a otro, los platos eran servidos y las copas alzadas, o quizá porque todo estaba demasiado iluminado, precisamente. Se produjo también cierto desorden –el único, por lo demás– debido a que algunos invitados, señoras sobre todo, estaban sentados de espalda a la mesa, de modo que casi la tocaban, pues entre sus espaldas y la mesa no se interponían los respaldos de las sillas. Llamé la atención sobre este detalle a las muchachas sentadas delante de mí, pero ellas, tan locuaces hasta el momento, no dijeron nada en esta ocasión y se limitaron a sonreírme, lanzándome largas miradas. A la señal de una campana –los criados se quedaron paralizados entre las hileras de asientos–, el gordo situado frente a mi se levantó y pronunció un discurso. ¿Por qué estaba tan triste aquel hombre? Mientras hablaba, se palpaba el rostro con el pañuelo, algo desde luego lógico y comprensible teniendo en cuenta su gordura, el calor reinante en la sala y el esfuerzo inherente al discurso; pero observé con claridad que sólo se trataba de una argucia destinada a ocultar el hecho de que se enjugaba las lágrimas de los ojos. Cuando acabó, me levanté, claro está, y también pronuncié un discurso. Me urgía hablar, realmente, pues a mi juicio algunos puntos debían aclararse de manera pública y abierta, aquí y probablemente en cualquier otro lugar. Por eso empecé de la siguiente manera:

¡Estimados invitados! Admito haber batido un récord mundial, pero si me preguntaran cómo lo conseguí, no podría ofrecerles una respuesta satisfactoria. De hecho, para serles sincero, no sé nadar. Siempre quise aprender, pero no se presentó la oportunidad. ¿Cómo pudo ser entonces que mi patria me enviara a los Juego Olímpicos? Esa es precisamente la cuestión que me ocupa. En primer lugar debo constatar que esta no es mi patria y que a pesar de todos los esfuerzos no entiendo ni una palabra de cuanto aquí se dice.

Lo más lógico sería pensar en una confusión, pero no es el caso, batí el récord, viajé a mi tierra, me llamo como ustedes me llaman, hasta este punto todo es cierto, pero a partir de aquí ya nada es cierto, ni estoy en mi tierra ni los conozco a ustedes ni los entiendo. Sin embargo, me gustaría añadir algo que no contradice exactamente, aunque sí de algún modo, la posibilidad de una confusión: no me molesta demasiado no entenderlos, y a ustedes tampoco parece molestarles demasiado no entenderme. Respecto al discurso del estimado caballero que me ha precedido, sólo creo saber que era desesperadamente triste, pero saber esto no sólo me basta, sino que hasta me resulta excesivo. Algo similar ocurre con todas las conversaciones que he mantenido desde mi llegada. Pero volvamos a mi récord mundial.