Los 90 años de José Alfredo Jiménez
Alonso Arreola
La Jornada Semanal
De pronto, tras la segunda botella de Siete Leguas blanco, alguien suelta una frase estridente con dicción turbada: “José Alfredo Jiménez fue un chamán involuntario.” Fácil y efectista, la sentencia es rechazada de inmediato por el grupo de borrachos que han tenido a bien conjurarlo. La fiesta continúa cabalgando las canciones del de Guanajuato hasta que, muchas horas después y en la depresión de una resaca dolorosa, el enunciado resurge para obtener nuevas oportunidades. Beato mayor en las cantinas de México, sin duda el ungido can-tautor cumple con más de un rasgo prodigioso.
Chamán significa “el que sabe”. En distintas culturas se trata de un conductor de ceremonias curativas y ritos de iniciación –con o sin fuentes alucinógenas– cuyo poder, suponen algunos, modifica la percepción colectiva a través de consejos y visiones premonitorias. Desde luego, la semántica de su ser y actividades se modifica en cada época y espacio. En tal ambigüedad algo cuadra con quien este año cumpliría noventa años de vida porque, pese a sí mismo –incluso cantando “nada me han enseñado los años, siempre caigo en los mismos errores”–, la obra de José Alfredo parece, efectivamente, cuna de una sabiduría involuntaria que intenta ser ejemplar.
Claro, el cosmos que evoca en esta y otras celebraciones no proviene del intento mágico por generar un bienestar colectivo, sino de un egoísmo simple (“mi palabra es la ley”), de una singularidad introspectiva (“hasta dentro del fondo de mi alma”), de una autoinmolación que aprovecha y exacerba la mitología del macho para hacerla resonar en todos los hombres (“tengo mi pecho de acero”). Más allá y de alguna forma consensuada, podemos decir que cantando a José Alfredo las mujeres se vuelven hombres también, acaso para tolerar la absurda fatalidad del capricho viril, universalizada al son de “te vas porque yo quiero que te vayas, a la hora que yo quiera te detengo […] porque quieras o no, yo soy tu dueño”. Desde luego, muchos de sus temas –sobre todo los que ocurren lejos de la cantina y el alcohol– son asexuados.
Lo cierto es que en el egocentrismo de un guión donde los demás son seres secundarios, nuestro personaje –que en este caso se funde con la persona real– comunica su abismo, crea empatías con quienes tropiezan y se levantan para seguir dando tumbos en la caída eterna (“brindar por los mismos dolores”). Dicho esto y volviendo a un chamanismo charro, es verdad que rito y enseñanza aparecen en los conjuntos que reviven sus canciones, sean de mariachi, norteño o son. Y sí, el sitio ceremonial existe (preeminentemente la cantina). La ingesta transformadora también (y mejor si es con tequila). La disposición al cambio a través del convite, la resurrección… Hablamos de un faquir que cree en los poderes del ave Fénix; que en cada amanecer despierta más sabio aunque marcado por la falla y el error, cicatrizado por la espada inevitable (“la vida no vale nada, no vale nada la vida”), listo para volver al fondo. Conociendo su desplome cabe preguntarse: ¿qué hubiera sido de José Alfredo sin su desequilibrio alcohólico?
En el rincón de una cantina
En su libro Educación y salud, a propósito de los significados de salud y enfermedad, el psiquiatra Rafael Velasco Fernández, uno de los mayores expertos en alcoholismo y adicciones de México, escribe: “La salud representa la fase de adaptación del organismo a su medio, lo cual vale para todo ser vivo, ya que sólo se puede sobrevivir y funcionar eficazmente si se logra un ajuste de las peculiaridades de una situación determinada […] La enfermedad representa, pues, una falla en la adaptación; un rompimiento en el intento del organismo por mantener el proceso biológico autorregulador que conserva el equilibrio del cuerpo con su medio interno y con su hábitat.” No hace falta decir en qué dirección nos lleva José Alfredo Jiménez, kamikaze poético en la canción popular latinoamericana (“Yo mi vida la vivo borracho”).
Líneas adelante, el doctor Velasco observa los tres niveles que organizan al ser humano: el fisiológico, el psicológico y el social. Sin profundizar en ello y de manera superficial, presumimos hoy que la embriaguez enferma y perturba a su portador en cuerpo, mente y relaciones; que es un padecimiento –voluntario o hijo de la adicción– que reta al autocontrol. Partiendo de ello, si las cosas no funcionan del todo bien en la sobriedad siguiendo las convenciones comunes, ¿por qué no arriesgarse visitando el otro lado de la personalidad? (“Tómate esta botella conmigo”.) Lo saben los amantes de la bebida. Lo supo José Alfredo Jiménez y quienes tienen o han tenido una relación delicada con el alcohol: su beso líquido, suave, es el inicio de un paréntesis, de una grieta que atenta contra la pared del día cuestionando su rigor perverso. Para muchos, embriagarse es volver al mar amniótico en donde todo está bien aunque todo esté mal. Es soltar las amarras del deseo para proyectar un espejismo, la evaluación fatua del plan boicoteado que aún debería lograrse.
En ellos la borrachera es el retorno a un estado de bosquejo donde revive el anhelo; o según el caso, la ruina en que vive un melancólico olor a dinamita. Porque en ella la razón pierde altura, hace sentir el peso de su maquinaria quieta y la euforia toca fondo vencida por una tristeza magnética. En la gracia de su estado, el beodo se reconoce porque se desborda aligerando el lastre para su fuga inmóvil. Y claro, el sacrificio resulta mejor si sucede en compañía (“otra vez a brindar con extraños”), haciendo complicidad en la desmemoria (“quiero saber a qué sabe tu olvido”). Entonces el vidrio de los vasos corta el filtro del lenguaje y todos ofrecen sus heridas. Así lo predijo José Alfredo, muerto de cirrosis hepática en 1973, apenas con cuarenta y siete años de edad: “que se me acabe la vida frente a una copa de vino”.
Divisa de esta filosofía, “Ella” es, factiblemente, la canción que más rasgos característicos suma: el amor perdido, la despedida, el despecho, la depresión, la geografía (“al estilo Jalisco”), la mención de los mariachis y, por supuesto, la cantina y la embriaguez. Sólo parecen faltar la violencia –descrita en “Sonaron cuatro balazos” y “Llegó borracho el borracho”– y la religiosidad que pone a seres supremos de testigos –en “La mano de Dios” y “Virgencita de Zapopan”. Escuchando “Ella” con atención hallamos que lo de José Alfredo no fue la instauración de un lugar onírico, sino la adictiva aproximación a esa dimensión “cerquita del infierno”. De allí que es en la borrachera cuando mejor se entiende su discurso; cuando más efectiva es la conexión con sus impulsos. Pero, ¿dónde y cómo comenzó todo?
Caminos de Guanajuato
Nacido en 1926, José Alfredo viajó de Guanajuato a Ciudad de México tras la muerte de su padre, siendo todavía un niño. Poco tiempo después tuvo que dejar la escuela para trabajar en la fallida tienda de abarrotes familiar. Luego fue futbolista (portero) de los clubes Oviedo y Marte, donde coincidió con el Cinco Copas, Antonio la Tota Carbajal. Después estuvo en el grupo Los Rebeldes, del dueño del restaurante La Sirena, donde era mesero. Allí estrenó sus primeras composiciones y conoció al cantautor Andrés Huesca, su vía para entrar en contacto con Miguel Aceves Mejía y el gran productor y arreglista Rubén Fuentes, uno de sus mayores aliados y traductores al lado del Mariachi Vargas de Tecalitlán, pues hay que recordar que José Alfredo no sabía escribir música ni tocar un instrumento (increíblemente partía de las letras y de silbar las melodías).
“Ella” y “Yo” fueron sus primeros temas en grabarse (en la voz del propio Huesca, acompañado por Los Costeños). Finalmente, terminando los años cuarenta, José Alfredo llega a la xex y la xew para hacer sonar su propia voz y poner nervioso, según se dice, a Agustín Lara. También se cuenta que canciones como “Que te vaya bonito”, “El Rey” y “El último trago” fueron hechas en el camerino del Teatro Blanquita, lo que ejemplifica su capacidad para inspirarse donde y cuando fuera. Hizo más de mil canciones.
En las siguientes dos décadas, del cincuenta al setenta, José Alfredo llegaría a su esplendor. Apareció, entre otras, en películas como Ahí viene Martín Corona, Póquer de ases, Guitarras de medianoche, La feria de San Marcos, Caminos de Guanajuato y Escuela para solteras. Fue interpretado y grabado por Jorge Negrete, Pedro Infante, Los Panchos, Pedro Vargas, Antonio Aguilar, Chavela Vargas, Javier Solís y Lucha Villa (“Amanecí en tus brazos”), una de las muchas mujeres a las que compuso canciones: Irma Dorantes (“Muy despacito”, por pedido de Pedro Infante), Columba Domínguez (“Si nos dejan”), Lola Beltrán (“Qué bonito amor”), Irma Serrano (“No me amenaces”).
Estuvo casado con la actriz Mary Medel y con Paloma Gálvez. Tuvo seis hijos en total. En sus últimos años se enamoró de Alicia Juárez, cantante con la que grabó en 1972, un año antes de morir. Desde entonces ha sido cantado por los artistas más disímbolos. De Enrique Bunbury a Plácido Domingo, pasando por Rocío Dúrcal, Vicente Fernández, El Tri, Maná, Luis Miguel, Alejandro Fernández, Aída Cuevas, Pepe Aguilar y Joaquín Sabina, entre muchos otros. Además, ha inspirado musicales (Si nos dejan), un museo (en su otrora casa de Dolores), discos, homenajes y exposiciones variopintas que trascienden fronteras (en países como Venezuela, Cuba y Colombia José Alfredo es un semidiós). ¿La causa? Una rareza: la autenticidad a rajatabla.
De un mundo raro
Fascina quien nunca conoció el océano –aunque se autonombró el Siete Mares en una canción– por su capacidad para mostrar los bastidores, la tramoya de sus canciones, pues evitó las conjeturas pétreas. Siempre a flor de piel y cambiante, dinámico como el dolor y como el amor, juzgando y siendo juzgado, haciendo hipótesis y dudando, el autor cuenta historias que iluminan las cuevas de la soledad (“mi amor sin tu amor no vale nada”), acaso el asunto que, junto al fracaso (“mi derrota la tengo sepultada”), fuera el mayor de sus miedos.
En la cúspide de su honestidad lírica, José Alfredo acepta incluso embaucar con tal de no capitular ante maledicencias y ojos ajenos: “si quieren saber de mi pasado, es preciso decir otra mentira: les diré que llegué de un mundo raro, que no sé del dolor, que triunfé en el amor y que nunca he llorado”. (Apunte sugestivo, esta pieza la compuso luego de un viaje en carretera en el que vio un paisaje “extraterrestre”.) Ahora bien, la mentira de que hablamos vale para cuidar la vanidad, mas no para ocultar la sinceridad de sus orígenes, de los cuales estuvo orgulloso siempre: “Yo no tuve la desgracia de no ser hijo del pueblo, yo me cuento entre la gente que no tiene falsedad.”
Otro momento curioso, compartido públicamente por uno de sus hijos y que deja ver la anomalía de sus fecundas perspectivas, ocurrió a finales de los sesenta en el Hollywood Bowl de Los Angeles, California, adonde acudió para presentarse junto a muchos artistas más. Entre ellos estaba el polémico rockero estadunidense Alice Cooper, a quien el mexicano valoró sobremanera. Tras ver la actuación, José Alfredo dijo que se había motivado para aprender más y mejorar la suya propia.
Dicho sea de paso: para conocer las mejores reflexiones sobre su espíritu “raro” y las “virtudes del pesimismo” que enaltecen su trabajo, hay que acercarse al conocidísimo ensayo “Les diré que llegué de un mundo raro”, de Carlos Monsiváis, publicado como prólogo al cancionero de José Alfredo. Una pieza literaria maravillosa y esclarecedora en términos históricos y psicológicos en la que vale la pena reconocerse. Otro texto encomiable es el de Darío Jaramillo, quien acertadamente compara la pulcra letra de “El jinete” con los oficios de García Lorca y Juan del Enzina. Irremediablemente y como suele suceder al investigar a José Alfredo, Jaramillo cita profusamente a Monsiváis.
Tu recuerdo y yo
Así las cosas, cómo no comulgar con José Alfredo Jiménez en estos tiempos de ira, si su vida es ejemplo de la tragicomedia mexicana (del psicodrama que señala Monsiváis); si su epitafio (“La vida no vale nada”) reza a pie juntillas lo dicho por Octavio Paz en El laberinto de la soledad: “La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida.” Cómo no quererlo si su voz tañe las fibras de una memoria antigua, si sobrevive en y por las incongruencias que tanto inquietan a un presente sin futuro; si triunfa líricamente mezclando conceptos antagónicos, dejándolo todo en vilo: campo y ciudad, tristeza y alegría, amor y traición, religión y venganza, machismo y romanticismo.
Cómo no celebrarlo a noventa años de nacido, si su inmensurable intuición lo convirtió en un escritor transparente, franco y sin engreimientos; en un compositor incansable; en un cantante conectado con la verdad interpretativa (a veces exagerada hasta lo teatral), con la vida sencilla y asequible –atribulada también– de quienes especialmente hoy habitan un México en llamas. Acaso sea su obra uno de los pocos territorios de diálogo y comunión reales; ese caballo que cruza la patria y ante el cual se conmueven por igual los políticos corruptos, los asesinos a sueldo, quienes enseñan y quienes aprenden, las turbas enfurecidas y los empresarios desconectados de la tierra.
Cómo no aplaudir a José Alfredo Jiménez en este México de diferencias insoportables, cuando se retira públicamente diciendo: “He ganado dinero para comprar un mundo más bonito que el nuestro, pero todo lo aviento porque quiero morir como muere mi pueblo.” Incluso: cómo no odiarlo de vez en cuando, allá tras la montaña del cariño histórico, si su despedida en esa lápida del cementerio de Dolores Hidalgo deja huérfano al sentido, ahora con la enorme tarea de hacer que la vida sirva de algo, pese a que en la alborada, con una copa en la mano y bajo tantas balas, el relámpago de furia lo haga gritar que no, que la vida no vale nada •