Fernando Benítez, extraordinario promotor de la cultura mexicana

Fernando Benítez, extraordinario promotor de la cultura mexicana

Elena Poniatowska

La Jornada

El 21 de febrero, la sala Manuel M. Ponce congregó a una verdadera multitud (ni un asiento vacío) para la exhibición del documental Fernando Benítez, caudillo de la cultura, estipulando que sólo se enseñarían 30 minutos de un filme de más de una hora sobre la persona y la obra del escritor Fernando Benítez.

Jorge Ricardo Ibarra Durán, por conducto del Instituto Latinoamericano de Comunicación Educativa (que cumple 60 años) y de la Fundación Dr Idelfonso Vázquez Santos AC de Monterrey, ahora sede cultural del acervo cultural de Fernando Benítez, gracias al cuidado y constancia de su viuda Georgina Benítez, mostró su excelente documental, en el que participan el gran amigo director del Ateneo de Angangueo Iván Restrepo, quien lo recibió a comer innumerables veces en su casa, además de Cristina Pacheco, Laura Emilia Pacheco, Beatriz Espejo, Juan Villoro, Silvia Molina, Rogelio Cuéllar, María García, José N. Iturriaga, Fernando Canales, Eraclio Zepeda y Miguel Limón.

Con su lucidez y su inteligencia acostumbrada, Juan Villoro explicó que Fernando Benítez fue el creador e iniciador de suplementos culturales en los diarios de nuestro país. Antes de Benítez, sólo la sección de Sociales tenía respuesta; con el advenimiento de Benítez cada exposición, cada presentación de libro, cada obra teatral se convirtió en un acontecimiento cultural que nadie se podía perder. Benítez echaba toda la carne al asador y ponía en un solo número de México en la Cultura artículos de primera que causarían sensación. En ese sentido, Benítez es uno de los pilares culturales de nuestro país, porque se empeñó en destacar en cada número la importancia de jóvenes escritores y pintores. Fue Benítez con su México en la Cultura quien lanzó a Carlos Fuentes, que –en agradecimiento– lo hizo figurar y le dedicó su novela de 783 páginas Terra nostra. También le dio un seguimiento apasionado a la vida y obra de su hermanito José Luis Cuevas. Gracias al apoyo de Fernando Canales, quien festejaba todas sus ocurrencias, Benítez hizo el suplemento más libre y creativo de los años 50 y 60. Seguramente aprendió de los comerciantes franceses que ponen un diminuto perfumito en un estuche esplendoroso y lo lanzan a la calle con gritos y sombrerazos, aunque el perfume sólo dure lo que tarda un quickie.

Recuerdo que del tercer piso del periódico Novedades lo más vital era la oficina de Fernando Benítez los miércoles a las 12 del día. En la esquina de Balderas y Ayuntamiento, en un edificio que antes contuvo la alberca olímpica de la YMCA –a la que todos llamaban la guay–, Novedades puso a girar un anuncio: una gran N que lanzaba rayos de luz a los cuatro puntos cardinales y a un director cultural también giratorio y eléctrico: Fernando Benítez. Lúdico, Benítez echó a nadar a pintores, críticos de arte, artistas, bailarines, jóvenes poetas en la alberca de su oficina; las mujeres eran diosas, Benítez les besaba los pies, la apostura de Carlos Fuentes rivalizaba con la de Pablo González Casanova. Por el elevador subían Alma Reed y Lola Álvarez Bravo seguras de ser bien recibidas o Elvira Gascón y Sol Arguedas, ante quienes Fernando se prosternaba: ¡Doña Sol y doña Elvira, todo el Siglo de Oro me visita! No le importaba la suerte de su impecable traje azul cortado por Campdesuñer con tal de tirarse al paso de Rosa Castro, la más hermosa de las periodistas. También repartía caravanas y abrazos a los angelitos recién llegados y tímidos, sus manuscritos bajo el ala torpe y sudada, a quienes Don Fernando saludaba como prodigios. ¡A nadar patos que voy a convertirlos en cisnes!

Dos escritores también se responsabilizaron del suplemento: Jaime García Terrés y Gastón García Cantú, quienes suplían a Benítez durante sus ausencias. Fernando Benítez se iba al Lincoln a comer con su amigo y defensor Fernando Canales, gerente de Novedades, quien hasta 1963 amortiguaría las relaciones entre los O’Farrill senior y junior que no comprendían lo que es la cultura ni la personalidad excéntrica y los imprevisibles desplantes del director del suplemento México en la Cultura.

En 1963, a Benítez, gran entusiasta de la revolución cubana, se le ocurrió publicar las copias de los cheques que el dictador cubano Batista le daba a un editorialista, Aldo Baroni. Ramón Beteta –director de Novedades– llamó a su oficina a Benítez y para su gran indignación defendió a Baroni y no a ese muchacho maravilloso que respondía al nombre de Fidel. ¡Cómo se atreve usted, Beteta, a comparar al miserable bribón de Baroni con un héroe como Castro!, gritó Benítez fuera de sí. Una hora más tarde todos habíamos renunciado a México en la Cultura, mi equipo, mi glorioso equipo de hermanitos, como lo llamaba Fernando.

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El pasado 21 de febrero se cumplieron 17 años del fallecimiento de Fernando BenítezFoto Fabrizio León

De todos los que salimos, al que más recuerdo es a don Francisco Piña, su delgadez y su finura. ¿Y ahora de qué va a vivir? Al poco tiempo, Adolfo López Mateos mandaría llamar a Benítez para apoyar la conversión de México en la Cultura en La Cultura en México a la sombra de Pagés Llergo en su fea casita de brujas de Siempre!, en la calle de Vallarta.

Mucho del peso de ese nuevo suplemento recayó sobre los hombros de José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis. Para José Emilio era una tortura rechazar un artículo. Se mesaba los cabellos: Es horrible hacer esto, todo el mundo me va a odiar. Monsiváis se pitorreaba. José Emilio rescribía hasta el hartazgo los textos que Benítez escogía. Benítez –que siempre escribió a mano– solía señalar al margen con letra diminuta lo bueno de cada artículo. Vicente Rojo (a quien Benítez amó como a un hijo), delgadísimo y ecuánime, esperaba hasta las 12 de la noche a que le entregaran el material para poder formarlo, tal como se lo enseñó su maestro Miguel Prieto. De no ser por la simpatía, la espontaneidad, la inteligencia y las ocurrencias de Benítez, los tres jóvenes habrían echado a correr. Magnético, Benítez ejercía una seducción imposible de evadir. Su secreto: saber hacer reír aun en los momentos más terribles.

Benítez dedicó los últimos años de su vida a Los indios de México, publicado por Era, de Neus Espresate, Vicente Rojo y Pepe Azorín. (Era también publicó y padeció a Pacheco y a Monsiváis, que rescribían totalmente sus libros no sólo en galeras, sino en las pruebas finas, las que Neus consideraba totalmente libres de erratas).

Ya en 1961, Benítez había encabezado una investigación en Morelos para aclarar el asesinato del Rubén Jaramillo y su familia, y lo acompañaron en calidad de reporteros Carlos Fuentes, ese genio inconmensurable, Víctor Flores Olea y León Roberto García. Regresaron de Morelos con una idea muy precisa de quien era el asesino.

Invitados por Guillermo Haro, director del Observatorio Astronómico de Tonantzintla (refugio de Benítez durante más de 20 años), Carlos Fuentes y Víctor Flores Olea escribieron Cambio de piel, tercera novela de Carlos, y Víctor un libro sobre China, que tal vez dejó inconcluso.

Flores Olea siempre apoyó a Benítez. Cuando fue director de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM (1970-1975) le ofreció una cátedra de periodismo en la misma UNAM que El Rey Viejo aceptó no sólo porque era un espléndido conversador y siempre le gustó oírse hablar, sino porque sus clases le permitirían escribir su libro sobre Lázaro Cárdenas.

Quizá conocer a la chamana María Sabina y comer hongos alucinógenos en Huautla de Jiménez cambió la vida de Fernando Benítez. ¿Fue provechosa la lección de los hongos? Benítez tiene la respuesta: Yo nací muy pedante, de una familia que se creía el éxito total; yo era el más orgulloso, el más elegante, el más audaz, el de las mayores conquistas, y vivía creyéndome importante. Esa fue la primera lección que yo recibí de los indios, no creerme importante, lo cual es una ventaja extraordinaria, porque aprendes a conocerte a ti mismo y a conocer a los demás. La segunda fue intentar ser un hombre irreprochable que considera sagrados animales, plantas, mares, cielos. Decidí dedicarme a los indios y llegué a la conclusión de que el único gobierno democrático que existe en México es el de los indios, y no figura en la Constitución.

Tiempo después y gracias de nuevo a Víctor Flores Olea –a la sazón subsecretario de Relaciones Exteriores–, Fernando Benítez pidió que le dieran una embajada. En el Ateneo de Angangueo, gracias a Iván Restrepo, a la generosidad de los guisos de La Güera y la sonrisa de Margo Su, un mandamás de la política (desde el Presidente para abajo) solía deparar cada mes con Francisco Martínez de la Vega, Alejandro Gómez Arias, Gabriel García Márquez, Manuel Buendía, Carlos Monsiváis, Héctor Aguilar Camín, Francisco Cárdenas Cruz, Benjamín Wong Castañeda, Miguel Ángel Granados Chapa, León García Soler y otros. Gracias también a Restrepo, Benítez partió a Santo Domingo con su esposa Georgina Conde como flamante embajador de México, misión que cumplió festivamente durante toda su vida.

A Barbarita y a Vicente