Juan Rulfo en la mirada de los otros
Por Héctor Perea
La Jornada Semanal
En un saloncito de espera
Cuando a uno no le tocaba exponer, hecho que de por sí relajaba los nervios, el mayor atractivo de las reuniones de los miércoles era la esporádica sesión previa al taller. En ese año de 1980, último en el que Juan Rulfo formaría parte del cuerpo de asesores, el Centro Mexicano de Escritores se encontraba en la calle San Francisco, en una casa típica de la Colonia del Valle.
Durante los pocos minutos de espera previos a la reunión de trabajo, becarios y tutores compartíamos una breve charla en el saloncito de entrada con vista al jardín. Este ejercicio de paciencia, que podría haber supuesto un momento incómodo para todos, para sorpresa de los escritores incipientes resultaría siempre la puerta de acceso al universo privado de los autores consagrados: Rulfo, Salvador Elizondo y Francisco Monterde –autor colonialista y el más callado de los tres. Y como tal se constituiría en una fuente extra, inesperada y casi inagotable, de formación literaria y, sobre todo, vital, mucho menos agobiante que las lecturas bajo lupa de los materiales en proceso de maduración.
Durante ese invaluable encuentro cotidiano, sin medios masivos de por medio ni estira y afloja críticos, los tres grandes acostumbraban charlar sin tapujos de sus asuntos y a responder de la misma forma a nuestras ingenuas inquietudes. Más de un secreto íntimo se reveló entonces –sobre todo cuando Rulfo le pidió a Elizondo que completara pasajes de su Autobiografía precoz del ’66; cosa que el autor de Narda o el verano hizo, desde luego, con mirada y sonrisa chispeantes. Pero también en las pláticas de antesala aparecieron algunas de las aspiraciones originales y las pasiones ocultas de los asesores que, en esos años, no eran todavía motivo de la crítica académica o ensayística. Elizondo habló, por ejemplo, de su cine de autor, práctica frustrada apenas tras la primera incursión con Apocalypse 1900, obra en francés y casi desconocida, aunque fuera ya de culto; o acerca de su pintura y los dibujos que ilustraban las páginas de su Diario. Todos ellos, ejercicios secretos y muy personales, permanecían aún sepultados bajo el peso de su riquísima y enigmática obra escrita. Monterde, el histórico don Francisco, el erudito polígrafo de trato amable y justo, apenas mencionaría alguna anécdota de otros tiempos para concentrarse en los asuntos del estilo literario y la gramática, esenciales para los autores en formación. Juan Rulfo, por su parte, narró entonces en tono bajo y titubeante, con voz emocionada, algunos de los viajes que habían motivado muchas de sus fotografías; hizo bromas sobre sus múltiples chambas o acerca de las muy variadas incursiones cinematográficas, en las que además de haber ejercido el papel de argumentista y guionista, y sus libros de temas de adaptación, se había visto orillado a la actuación. Actividad, esta última, que parecía más bien haber sufrido.
En algún momento de esas charlas sueltas, sin pies ni cabeza, llenas de humoradas que se interrumpían con el obligado paso a la mesa de disección literaria, Rulfo mencionó de paso y sin darle demasiada importancia un pequeño ensayo escrito a principios de los setentas dentro del cual, en apenas tres párrafos, había homenajeado a Elvira Gascón en plan de dibujante. Conocedor de las viñetas con que la artista soriana había ilustrado el libro póstumo de cuentos Vida y ficción, de Alfonso Reyes, al día siguiente busqué el sintético halago que Juan Rulfo, un virtuoso de la lente, había hecho de una apasionada del dibujo, la caricatura a líneas y el muralismo. Me inquietaba saber cómo se habían encontrado ambas formas de mirar, tan distintas en apariencia, tan similares en la práctica, sobre todo por lo escueto y poético de sus muy personales propuestas.
Las instantáneas: ficción y realidad
Durante esos pocos meses de tutoría Rulfo, absorto en algo que los becarios no alcanzábamos a descifrar, mostraría siempre, como colofón de su medida elocuencia, una mirada extraña. Mi amiga Olga Cáceres, fotógrafa que colaboraba en la preparación de un número especial de la revista Casa del Tiempo dedicado a los treinta años del Centro, capturó esa mirada en una de las imágenes que finalmente no sería publicada en la revista sino, trece años después y un poco incompleta, en la portada del libro El arriero en el Danubio, de Alberto Vital. Olga me la había regalado en una impresión de prueba recién salida del labora-torio, lo cual hizo más personal y valioso el obsequio. A pesar del gusto que me daba tener una foto singular del entonces asesor, tardaría yo mucho tiempo en sentir, aunque sin llegar a descifrar, las resonancias pro-fundas de esa aproximación al estado anímico de Rulfo.
En el trabajo sobre Elvira Gascón el autor de El Llano en llamas, al hablar de las virtudes de una artista delicada que, inspirada en el pensamiento griego había no obstante descreído de las observaciones de Eurípides –citadas por Rulfo– acerca del cuerpo del hombre visto como su propia tumba; o sobre la idea griega de que el amor hacia los demás era sólo un sueño, algo fuera de la razón, aseguraba que la española había dedicado buena parte de su existencia a “trazar en dibujos lineales todos los atributos de la vida”. Por otro lado, y quizá sin proponérselo, en su pequeño pero intenso ensayo sobre la artista, Juan Rulfo había logrado un fiel retrato de sí mismo. Del escritor que presumió siempre un afinado tino visual. Allí estaba el fotógrafo que desde un extremo en absoluto opuesto sino complementario de su asombrosa creación narrativa miraba atento a la dibujante y participaba de la sensibilidad de una obra, suerte de ilusión, de alucinación “donde todo parece tener un mágico significado”. En sus propuestas fotográficas Rulfo, al igual que la pintora, conseguiría extraer de muchas de las imágenes tomadas a los otros, a la naturaleza y a las cosas más cotidianas, rasgos esenciales de la existencia.
En los aguafuertes de la serie La minotauromaquia, de Picasso, o en las ilustraciones de Gascón al fragmento de la Ilíada en versión de Alfonso Reyes, sentimos que tanto los artistas referidos como el traductor de Homero muestran una visión tan universal de lo que tocan, que los convierte en parte de la misma cultura que han buscado interpretar. De la misma forma, al ver las fotografías de Rulfo sobre el campo mexicano sentimos que no hay diferencia alguna entre el tiempo vivido por el escritor y el histórico, el de la revolución efectiva, que para el momento de las fotos era ya pasado. En sus imágenes el tiempo pareciera comprimirse, fusionarse por un momento: justo el que tarda la captura de la instantánea, en el sentido más puro del término. Por lo mismo, resulta en cierta forma natural toparnos con el hecho de que entre los stills rulfianos de La Escondida, de Roberto Gavaldón, y la cinta misma, se establece un ambiente familiar, una indudable línea consanguínea. De pronto, como en su narrativa, en las fotos de Rulfo ficción y realidad son una. Pasado y presente también.
Las miradas atrapadas
Hay muchas instantáneas emblemáticas de Juan Rulfo que, como siempre se ha dicho, muestran un retrato naturalista, con vislumbres de fantasía, del México del campo y la ciudad. Y pertenecen no sólo al momento en que el autor desarrolló su obra sino al tiempo sin tiempo de su país. Por lo general, sus fotos son asimismo continuación de una narrativa rica y compleja que ha permitido traslados cinematográficos tan diversos entre sí que, a pesar de tener la misma fuente de inspiración, parecieran versiones discordantes, mundos absolutamente opuestos inclusive. Baste recordar las adaptaciones de Pedro Páramo rea-lizadas por Carlos Velo y José Bolaños. La segunda, El hombre de la media luna, con música de Ennio Morricone y escenografía de Pedro f. Miret, es prácticamente una cinta de vampiros. O el argumento original de Rulfo para el cortometraje El despojo, dirigido por Antonio Reynoso, frente a la pequeña prosa poética del autor, escrita cuando la película estaba ya concluida y en el mismo tono de los cuentos de El Llano en llamas, para ser leída por Jaime Sabines en La fórmula secreta, de Rubén Gámez, película crítica de la modernidad, contrapuntística al extremo, cercana a los clips publicitarios y, desde luego, de corte surrealista. Estas dos cintas breves serían consideradas por Jorge Ayala Blanco como “obras maestras olvidadas de nuestro cine”.
A propósito de lo anterior, y de vuelta con sus fotografías, hay una de las tomas del escritor, no la más representativa de su trabajo ni la mejor desde el punto de vista técnico o compositivo, que en realidad lo que hace es inventar una fantasía singular descansada sobre la realidad contundente. Así pasaba, en plan humorístico, en aquella escena de Mon oncle, de Jacques Tati en que la fachada de una casa moderna, convertida en rostro, vigilaba todos los movimientos de Monsieur Hulot. En el caso de la foto de Rulfo, la realidad sería la de una ruinosa postrevolución. Esta imagen captura y recrea un auténtico objet trouvé, un coup d’oeil surrealista que recuerda el logrado por Manuel Álvarez Bravo en su interpretación de la óptica moderna. O debería decir, de anredom acitpó al, título invertido del lugar, tal como figura en la propia foto –y en muchos grabados de Picasso, en relación con la fecha u otros datos puestos directamente sobre la placa o la piedra. La fantasía de Álvarez Bravo, hecha a partir de la imagen de una tienda rebosante en ojos recordará a su vez el Estudio fílmico, de Hans Richter, de 1925. Todas estas propuestas tratan en el fondo de lo mismo: del apresamiento de miradas simultáneas que tras confluir en los ojos de los artistas lo hicieron luego, lo hacen hoy, en los del espectador.
En el caso de la foto de Rulfo se trata de la toma del muro solitario de una iglesia virreinal, sostenido en pie por un contrafuerte de época. En la toma no hay más, en apariencia, que lo descrito por mí de manera fría y objetiva. Aunque en ella podríamos descubrir también, sobre esta espalda de pared y gracias a la postura y encuadre adoptados por el fotógrafo, un rostro visto casi de frente, en el que los ojos de buey en óvalo hacen las veces de ojos humanos y el contrafuerte, parcialmente iluminado, las de nariz. ¿Se trata de la representación de una máscara michoacana o, al menos, de una careta con función ritual? ¿O de una carita sonriente totonaca o un enorme Judas de pueblo? En verdad, pareciera sólo un retrato de nadie; creado, prácti-camente, de la nada. Un artificio puro hecho de elementos arquitectónicos del que podría desprenderse cualquier interpretación por parte del creador o el espectador para ser luego adaptada a todos los instantes mexicanos.
A pesar de la consigna de no preparar las fotos anticipadamente, sino trabajar bajo el poder de los impulsos, Álvarez Bravo logró en 1955 una fotografía de estudio de Rulfo verdaderamente singular. En ella, y al contrario del espíritu de aquel otro objet trouvé, la toma referida a la óptica, el escritor aparece dentro de un escenario preparado y justo en la zona áurea de la imagen. El lugar está recubierto de madera rústica y el escritor posa tras un objeto de piedra o leño que representa una cabeza sobrehumana, quizá un cráneo ritual. El autor de El Llano en llamas ve la figura con mirada reconcentrada, aséptica. Pero lo que pareciera observar no es en realidad la expresión vacía de la misma; ni sus ojos redondos, como muertos; ni su dentadura completa, perfecta, descarnada. Y esto, porque no ve la pieza de frente. Lo que Rulfo analiza, o sobre lo que deja vagar la mirada, es el espacio absurdo, sin fron-teras reales, que se extiende entre la parte media del cuello y el inicio de la nuca. Aunque cabe la posibilidad de que me equivoque por completo en la interpretación de la foto, y que los ojos del escritor estén perdidos en un sitio sin tiempo ni espacio. En un lugar sin lugar. El más apropiado para los ojos únicos de Rulfo, que semejan en su inmovilidad aquellos otros dibujados a líneas sobre los párpados de Kiki de Montparnasse en el cortometraje de Man Ray de 1926. Los originales de estos ojos femeninos los descubriremos sólo, desnudos, cuando la modelo y artista francesa alce las cortinillas de piel para mirarnos a través de la pantalla. Aunque sea por un instante, antes de caer nue-vamente en el letargo de los ojos fingidos.
La mirada indescifrable
La instantánea de Álvarez Bravo me lleva natu-ralmente a otra de Ray, el vanguardista esta-du-nidense que exploró con Kiki muchas de las po-sibilidades poéticas y rupturistas de la imagen fotográfica. La impresión a la que me refiero, emblemática del trabajo de ambos y que de hecho forma parte de una serie, muestra la cabeza de ella recostada sobre una mesa y con los ojos cerrados. Sus rasgos replican allí los de una figura africana de madera oscura. Kiki sostiene verticalmente la pieza con su mano izquierda. La descansa sobre la mesa mientras insinúa la desnudez completa de su cuerpo, sólo visible a partir del brazo y parte del torso. La mirada oculta por los párpados manifiesta un enigma similar al de la mirada perdida o ensimismada de Rulfo en la foto de Álvarez Bravo. Las manos en las dos tomas tienen una clara presencia y un volumen esencial en la sólida composición de las fotos. Están vivas y actuantes, aun con la inmovilidad abso-luta que exhiben. Curiosamente, donde mejor se observa la cercanía entre estos trabajos es en un homenaje a Man Ray del fotógrafo de modas Gaetan Caputo. En el mismo, el fotógrafo belga retoma en su parte me-dular el tema de la instantánea vanguardista, pero cambia la cabeza africana por una calavera negra, sostenida en la mesa por la mano de la modelo actual. Los dedos de esta mano figuran con las uñas pintadas de negro, como los labios de Kiki y de la nueva modelo, casi un siglo más joven que la amiga de Man Ray y Alfonso Reyes. Todavía Caputo usará la calavera en un par de fotos más con tufillo eisensteniano. Éstas sí, inmersas en el universo frívolo de la moda.
La imagen con Rulfo, personaje en segundo plano, aunque central en la toma del fotógrafo mexicano, tiene algo más, inquietante, que no percibiría yo sino hasta el día en que me topé de nuevo con la vieja foto, muchos años después de que me la regalara Olga Cáceres tras una de las sesiones del Centro Mexicano de Escritores. La de Álvarez Bravo era de 1955, año de la edición de Pedro Páramo y en dos posterior a la publicación de El Llano en llamas. La de mi amiga, de 1981, año en que el puertorriqueño Francisco Rodón hizo a Rulfo un retrato al óleo con carácter de aguada y Daisy Ascher publicó la foto en que el escritor mira en silencio una tumba semidestrozada, quizá también saqueada.
A pesar de los casi cinco lustros transcurridos entre la toma de Álvarez Bravo y los otros retratos mencionados en que se exhibe con exactitud el mismo giro y la suave inclinación del rostro, la mirada indescifrable se conserva casi intacta en todos los trabajos. Lo cual podría hacer extensible a estas obras, en cierta forma, una de las interpretaciones posibles de la foto con el cráneo descarnado, en el sentido de que los ojos del escritor, en ella como en las demás versiones, no ven lo que parecieran mirar, pues se dirigen más allá del objeto o, al contrario, hacia las profundidades enigmáticas del que mira. En todas las imágenes se muestra además lo que podría ser una profunda tristeza o nostalgia en Juan Rulfo. O una reconcentración absoluta en su espacio más íntimo.
“¿Qué país es éste, Agripina?”, pregunta el personaje en “Luvina”, el cuento que anunciaba ya a Pedro Páramo. ¿Y qué país, qué mundo observaba Rulfo desde su muy personal universo durante la pose de las fotos y la pintura referidas?
En 1966 Oswaldo Guayasamín retrató una vez más a Juan Rulfo. A principios de esa década el artista había comenzado una de sus series más contestatarias frente a la injusticia humana: La edad de la ira. Si temporalmente la pintura se enmarcaba dentro de este conjunto, en cuanto a estilo y sentido del acercamiento, la obra parecería más bien un puente entre el mismo y La ternura, la siguiente serie de Guayasamín. Y es que en la obra sobre el escritor el ecuatoriano había plasmado al Rulfo que habiendo vivido –como él mismo– tiempos en verdad difíciles, en el fondo lo que mostraba era una expresión facial contraria tanto al sufrimiento descarnado como a la bondad sublime características de ambas series. Lo que el autor de El gallo de oro exhibe en este retrato es la misma postura enigmática, desapasionada, críptica de las fotos señaladas o de la pintura de Francisco Rodón. Sus rasgos faciales son, de nueva cuenta, los de quien lo ha visto casi todo; aunque, también, del que no ha logrado asimilar por completo las repercusiones de algo oculto entre los pliegues de la vida. Quizá aquello que traslucen muchas páginas de su obra escrita. Páginas en ocasiones sutiles, a veces tremendas, y en las que el autor pareciera afirmar, a nivel de susurro –de murmullos–, un desconcierto, una rabia contenida.
En la mirada de los otros se han reflejado los ojos del propio Rulfo. El escritor de narrativa breve y contundente, el fotógrafo de encuadre único que mientras se abría de capa en aquel saloncito de espera del Centro Mexicano de Escritores anunciaba ya su inminente retiro como tutor, chamba que había ejercido por dieciocho años. Y lo hizo con un simple guiño: lanzando la mirada fuera de cuadro en la foto generacional de 1980