Marcel Proust «En busca del tiempo perdido»: primer siglo

Marcel Proust ‘En busca del tiempo perdido’: primer siglo

Enrique Héctor González

La Jornada Semanal

La obra de Marcel Proust (París, 1871-1922), a la vuelta de un siglo, sigue encarnando una interrogación permanente, una eterna curiosidad por la manera en que vislumbra en una tarde, una piedra, un guiño, una sombra, una idea, una palabra, una línea melódica… la luz de su conciencia verdadera. Ninguna mirada tan atenta y lúcida, tan vertiginosamente lenta como la de Proust se ha posado desde la literatura en ese inescrutable esce-nario que llamamos realidad por no tener otro nombre más impropio a la mano. Son innumerables las cuali-dades que, luego de cien años (los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido aparecieron entre 1913 y 1927), han destacado sus lectores en esta vasta novela, como el amor al detalle preciso y revelador, la vigorosa luz metafórica con que lo hace visible, el exorcismo al que somete nuestra idea del tiempo para hacerla arrojar frutos como un árbol generoso. La prosa de Proust, procelosa y al mismo tiempo sutil, llena de generosas suturas, es un lujo del lenguaje que invoca a las demás artes como si la escritura, elástica y sinestésica, fuera una enramada de aromas sonoros, música arquitectónica, óleos verbales dispuestos a reconfigurar la realidad. “La trama es siempre una trampa”, parecería ser el principio activo de la obra dado lo arborescente de su anécdota, que parece desleírse y desleerse en un incesante rameado de frases que la convierte sólo y nada menos que en escritura en estado puro. Con el afán de enfatizar algunas de las cualidades incurables de esta novela mayor, enumero algunos de sus más reconocidos méritos a un siglo de distancia.

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La naturaleza del recuerdo es una de las primeras y más examinadas condiciones que la crítica ha estudiado en Proust, y que el lugar común ha recuperado en la famosa magdalena sumergida en un té aromático, leitmotiv que sirve de cimiento narrativo al fastuoso edificio que constituye la obra. Pero la evo-cación no opera al modo de una memoria ufana de hechos puntuales, sino que se construye como las innumerables dubitaciones de un presente vital que se escabulle y lo desaparece todo en su torbellino hecho de nada. La tarea de volver al pasado nunca fue materia de elaboración tan minuciosa como la que emprende el narrador de la novela, pues el fuelle de su memoria es la voluntad de un estilo que es otra forma del tiempo, una suerte de cuarta o enésima dimensión que va poblando lentamente el espacio de Combray o de París con sus frases largas y minuciosamente rizadas: “Pasó a nuestro lado sin dejar de hablar con su vecina, y nos hizo con el rabillo de sus ojos azules un gesto que en cierto modo no salía de los párpados y que, como no interesaba los músculos de su rostro, pudo pasar completamente ignorado de su interlocutora; pero que, queriendo compensar con lo intenso del sentimiento lo estrecho del campo en que circunscribía su expresión, hizo chispear en aquel rinconcito azulado que nos concedía toda la vivacidad de su gracejo que, pasando de la jovialidad, frisó en malicia, y que sutilizó las finuras de la amabilidad hasta los guiños de la connivencia.” Como casi siempre, el estilo es una manera de mirar, una forma de envolver y devolver el mundo en frases cuya magia consiste en captar al vuelo la intención de un gesto, la delicadeza de un ademán, la tensión intraducible de una voz. Una suerte de naturalismo microscópico hace que la realidad sea dócil sólo a una aguja visual capaz de registrar y regustar las dudas y las emociones manifiestas en la gracia de un detalle facial antes que en un plano más pleno del rostro.

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La exploración del yo, ese pronombre tan engañoso, tan huidizo y que bien mirado se nos escapa porque nunca sabemos bien a bien lo que designa, es otro de los méritos de la literatura proustiana; en virtud de tal examen, el personaje se descubre cons-tituido no por un núcleo invariable de emociones e ideas (¿acaso somos una “estatua espiritual” de nosotros mismos?) sino por el hundimiento y la disgregación que consigue el tiempo en nosotros. Las más de tres mil páginas que suman los siete volúmenes son una lenta, poderosísima radiografía del acto de contar desde una persona que se construye a partir de lo que piensa y escucha, de lo que ve, conjetura e imagina. Ese yo que articula la escritura, se sabe, es y no es el propio Marcel Proust pues, muy lejos de tratarse de una autobiografía, la novela se deja leer como un vastísimo análisis de la realidad descubierta o inventada por el protagonista desde una perspectiva que lo retrata y, al mismo tiempo, lo desaparece. Se trata de un narrador tan íntimo y eficaz que solo puede provocar extrañeza. Observa y discierne con extraordinaria vivacidad el mundo porque es un yo quirúrgicamente desollado por la escritura, el punto de partida hacia la búsqueda de una suerte de paraíso perdido y por naturaleza inencontrable, quizá inexistente, pues el sistema de subjetividades que sirve de columna vertebral a la obra lo enrarece apenas lo vislumbra, lo desaparece si lo nombra, y el espíritu mismo del narrador se reparte entonces en una miríada de objetos y seres que la mirada recoge y disuelve en una flagrante fragmentación y desgarramiento del mundo. En buena medida, la realidad recuperada por Proust a través de su narrador es la de la infancia, una edad inhóspita que en la novela encarna en un muchacho de apetencias tan irreales, tan disociadas de lo que convencionalmente entenderíamos por un niño decimonónico al uso que, a partir de sus heterodoxas aficiones por la ópera Fedra, las iglesias de Balbec, la literatura y el arte en general, no podemos sino sentir una des-confianza natural acerca de su edad cuidadosamente indeterminada (como las dimensiones del bicho de Kafka en La metamorfosis), un enigma en sí mismo que el autor está muy lejos de pretender resolver.

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Otro de los múltiples méritos de la prosa proustiana es el empleo de la metáfora como recurso narrativo. Cierto, muchos novelistas, vigentes o ancestrales, han hecho de la analogía un prodigioso artefacto verbal mediante el cual la materia del relato cobra fuerza o gana en poder evocativo. De muchas novelas se ha destacado su altísimo contenido poético y no pocas veces podemos reconocer la grandeza de un texto narrativo en virtud del uso del lenguaje: verdaderos poemas en prosa son, en ese sentido, el Ulises, de Joyce; Pedro Páramo y Cien años de soledad. En Proust se advierte que la manera de esencializar los asuntos, de impedir que las sensaciones o los recuerdos se disipen, es metaforizándolos, espléndida estrategia para sustraerlos de la trivialidad o de su natural destrucción a expensas del tiempo; la cualidad de la analogía de suscribir afinidades entre lo aparentemente desemejante, que está en la base de la imaginería barroca, de la hipertrofia sensorial romántica y de las ecuaciones poéticas surrealistas –por no mencionar que desde Homero la asociación de disparidades se revela ya en diversos grados de complejidad– vigoriza asimismo el mundo que trasluce la opulenta novela proustiana, que bien mirado es menos juzgado que asumido enteramente por el narrador. Marcel lo describe con ironía, sí, pero prevalece un evidente discurso de aceptación de las cosas, como cuando nos recomienda, acerca de la maravillosa movilidad del campanario de la iglesia de Martinville, “no mirar una cosa como espectáculo sino creer en ella como en un ser sin equivalente”. Tal discurso de la asunción del mundo como nos es dado, como po-demos recrearlo a través de los sentidos seducidos por su presencia en el recuerdo, es sin duda una forma de la fascinación, de estupor frente a la extrañeza: la prosa de Proust es producto de una mirada admirada.

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En el diminuto universo de Combray (como el autor llamó a la pequeña ciudad de Illiers –que hoy en día lleva los dos nombres, el real anodino y el célebre literario–, adelantándose a los Yoknapatawphas, Macondos y Santa Marías que vendrán), Proust no escombra las costumbres domésticas, los chismes de la gente en un afán de regodearse en el pintoresquismo o el color local, a la manera del viejo realismo decimonónico; más bien, lleva a efecto un poderoso retrato de la aristocracia rural que es el otro lado de la moneda de la pedantesca sociedad urbana, lo que hizo decir a sus primeros detractores que En busca del tiempo perdido era una novela que “exhalaba olor a duquesa”. Dicho error de apreciación, que llevó en una primera instancia a Gallimard a rechazar su publicación y a André Gide a desencantarse del volumen inicial de la saga (Por el camino de Swann), solo será corregido por el tiempo que, distraído con la superficie de las cosas, tardó en reconocer en la mundanidad de los personajes proustianos el espejo sutil de la máscara en que se ha convertido el rostro de todos.

En ese sentido, la hostilidad hacia la “frivolidad proustiana” se nutrió también del rechazo a la bien ganada fama de rico que el mismo autor se encargaba de subrayar con elegantes y pavorosos desplantes, como el de pedir prestados cien francos al conserje del Ritz para después añadir: “Guárdeselos, eran para usted.” El éxito editorial de la obra, naturalmente, fue muy difícil pues, “¿cómo asumir como representante de nuestro tiempo a un novelista que ignora las luchas sociales y pinta un mundo abolido?”, se preguntan los críticos, a decir de André Maurois. Es necesario recordar que Europa vivía la Gran Guerra, pero también es preciso reconocer que Albert Camus escribió El extranjero en 1942 sin aludir en absoluto a una guerra aún más intensa y extensa que la primera. ¿Hasta dónde la literatura debe reflejar de manera inmediata el entorno en que ocurre?

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Casi estrictamente contemporáneos, Marcel Proust y Franz Kafka mantienen entre sí mayores coincidencias que las que su obra a simple vista revela. Para ambos, los asuntos ajenos a su creación, a la literatura en sí, al mundo recreado en su narrativa, nada cuentan, o muy poco. “Todo lo que no sea literatura me fastidia y provoca mi odio”, escribió Kafka en una carta dirigida al padre de su novia. En la misma tónica, Proust demostró su devoción creativa cuando se entregó un tanto tardíamente a escribir en serio, pues sabía –según André Maurois– que “el día que se pusiera verdaderamente al trabajo, al único trabajo para el que estaba hecho, le consagraría su vida entera”. Se sabe que los últimos diez años, postrado por la enfer-medad, no hizo otra cosa que toser, reprender a la criada por supuestos descuidos, y escribir, escribir desde la cama su obra incesante, de la que, como Kafka, sólo vería publicada la mitad.

El examen al que ambos someten el mundo social que los rodea, sea mediante el rodeo proustiano o la extrema tensión de Kafka, es impecable y demoledor. Lo que en el novelista francés parece confundirse con un voluntario y paradójico afán de sumergirse en la superficialidad (si se admite la paradoja), no es sino una forma rigurosa del reconocimiento, asimismo extremo, de sus matices más íntimos. (Según Lucien Daudet, “la sociedad tiene importancia para Proust a la manera en que las flores la tienen para el botánico y no según el interés del señor que adquiere un ramillete”.) La angustia del mundo kafkiano, de expresión sucinta y aun de perfiles humorísticos y absurdos, es en Proust una acabada y lenta penetración en el tiempo de las cosas, que más parece larga agonía que divertimento atroz.

Más allá de los simétricos sentimientos de amor desmesurado o aviesa aversión registrados, respec-tivamente, a propósito de su madre y su padre, y de la coincidencia de sus padecimientos pulmonares, la diferencia entre el asma de Proust y la tisis de Kafka se manifiesta, literariamente, en la distancia que va del desconcierto a la perplejidad, pues el novelista francés, hombre de razón que le concedía a la ciencia un gran papel en la composición literaria, explica la naturaleza del dolor y la soledad en sus textos como quien explora las moléculas de una emoción; Kafka, en cambio, espiga con taimada avidez los íntimos resortes de la irracionalidad humana. Sin duda nunca se leyeron, o por lo menos no existe evidencia de ello. La obra de ambos, sin embargo, es una pincelada demorada o puntual del mundo tal como lo reconocieron hace un siglo dos de las mentes más lúcidas de la literatura europea •