Muere el pianista Cecil Taylor, indomable leyenda del jazz
El músico, pionero de la improvisación libre, fallece en Nueva York a los 89 años
IKER SEISDEDOS
Madrid
Pocos músicos como Cecil Taylor podían presumir de haber llevado el lenguaje del jazz tan lejos, tanto como hasta rozar la última frontera. Pianista extraordinario, bailarín impetuoso, poeta abstracto e intelectual sarcástico, murió ayer en su ciudad, Nueva York, a los 89 años. Con su marcha, la improvisación libre dice adiós a una de sus leyendas, a uno de los últimos supervivientes de los tiempos heroicos en los que un puñado de intérpretes derribaron las estructuras y ya nunca más volvieron su vista al campo quemado de las convenciones rítmicas y melódicas.
Nacido en Nueva York en 1929, Taylor se disputa en los libros de historia con aventureros como Lennie Tristano, Ornette Coleman y Sun Ra la introducción de la atonalidad y la paternidad de aquello que tuvo que bautizarse en los sesenta como free jazz (o new thing), a falta de un calificativo mejor. El debut del pianista, grabado para el sello de nombre profético Transition, llegó en 1956 en Boston, ciudad a la que se había mudado a principios de esa década. Titulado muy apropiadamente Jazz Advance, se escuchó entonces como el temprano grito de una aguerrida vanguardia. Hoy, a diferencia de mucha de su producción posterior, no apta para espíritus débiles, suena con el aroma de los clásicos.
El músico ya era por aquel entonces un hombre de opiniones fuertes, “Carecía de tiempo y de paciencia para los eufemismos”, recordaba el crítico Nat Hentoff en el texto que acompañó un directo grabado en 1962 en el histórico club de jazz Montmartre, de Copenhague. El resultado de aquella estancia nórdica con los músicos Jimmy Lyons, saxo alto, y el bajista Buell Neidlinger, apareció bajo el título de inspiración egipcia, estética muy querida por aquella generación de jazzmen, Nefertiti, The Beautiful One Has Come. El álbum se considera uno de los hitos de la historia del género.
Tanto Lyons como Neidlinger, fallecido hace tan solo unas semanas, fueron miembros de las diversas encarnaciones de la banda en perpetuo cambio del pianista, la Cecil Taylor Unit. El músico compaginó esas asociaciones con su trabajo en solitario, que le permitía poner en práctica sin intermediarios su original y polirrítmica manera de interpretar que a menudo fue descrita con la imagen de «racimos tonales». Las experiencias de sus años infantiles y juveniles de conservatorio y del estudio de los grandes compositores europeos se mezclaban en su arte con la asimilación heterodoxa de las primeras tradiciones del jazz y la influencia afrocéntrica de su pensamiento. El resultado siempre obedecía a la convicción de que no existen las notas incorrectas al piano.
En los años sesenta, ya de vuelta en Nueva York, tuvo que ganarse la vida con empleos en lugares tan alejados de los escenarios como cocinas o tintorerías, al tiempo que ejercía desde su loft en una depauperada zona de la ciudad de referente de una escena en la que brilló la supernova de John Coltrane hasta su muerte en 1967. De esos tiempos proceden clásicos de su discografía, como Conquistador! o Unit Structures, para sellos como Blue Note o Candid. En la década siguiente, su obra encontró a menudo mayor eco entre las audiencias europeas y japonesas que entre las estadounidenses.
Con la irrupción de una nueva escena de músicos vanguardistas neoyorquinos, Taylor disfrutó de un remozado estatus de leyenda indomable. «Bien podría decirse de él que es el músico más grande del siglo», escribió de él el autor argentino César Aira en un cuento extraordinario que tituló sencillamente Cecil Taylor. Algunos de sus admiradores del ámbito del rock alternativo, como Kim Gordon, de Sonic Youth, o las bandas Deerhoof, Superchunk o Yo La Tengo, lamentaron en la madrugada del viernes su muerte a las pocas horas de conocerse la noticia.
Sus conciertos eran experiencias difíciles de asimilar. Aparecía con uno de sus atuendos característicos, tan refinados como extravagantes, recitaba poesía, danzaba en torno al piano, lo golpeaba, lo acariciaba y lo empleaba como un instrumento de percusión, ese conjunto de “88 tambores afinados”, según la afortunada definición de la historiadora del free jazz Val Wilmer. Más que tocar el piano, extraía sonidos de él.
El recital que ofreció, por ejemplo, para celebrar su 80 cumpleaños en el Merkin Hall, de Nueva York, se asemejó a un trance que si bien se sintió como un suspiro, dejó a los asistentes exhaustos, como tras una noche de estudio en vela. El escritor Antonio Muñoz Molina escribió en las páginas de este diario de otra de sus apariciones en público: «Una certeza nos sobrecoge de pronto: lo que estamos escuchando no se parece a nada y será irrepetible».
Su producción discográfica disminuyó considerablemente en años recientes, tiempo en el que sufrió una desagradable estafa; un representante, condenado por los tribunales, desvió los 500.000 dólares de un premio concedido en Japón. Una de sus últimas apariciones fue con motivo de una exposición celebrada en su honor en 2016 en el museo Whitney de Nueva York. Open Plan reunió en la quinta planta del recién estrenado edificio de Renzo Piano a colaboradores, músicos, poetas, dramaturgos o cineastas para celebrar el genio del pianista en un montaje en el que sus discos sonaban en puntos de escucha desperdigados por el espacio, y en el que sus teorías, en las que realmente cualquier pensamiento podía seguir al anterior, se desplegaban en las pantallas que reproducían varios documentales sobre su figura.