La Jornada Semanal
El primero de marzo falleció el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal a los 95 años, tras una serie de quebrantos en su salud que fue sobrellevando al punto de poder visitar México -el país donde cursó estudios universitarios y religiosos- por última vez, en diciembre pasado, y recibir el homenaje que le dispensó el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador.
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Presentar a una figura como el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal podría resultar, dada su estatura literaria y ética, una formalidad, un dato redundante. Pero el motivo que nos convoca lo justifica no sólo en lo que podría tener de reparación, sino en lo que tiene como retribución.
Retribución a una obra original e iluminadora; a esa voz amasada en la contemplación y en la acción, que traza el relato de una experiencia personal y colectiva enraizada en una historia ardiente y una naturaleza exuberante.
Los hilos temáticos de un poeta van entretejidos a un tapiz coloreado por el tiempo, ese transcurso que da brillo y sentido. Esos estambres se refunden finalmente en una indagación perpleja sobre la existencia. En el caso de Cardenal, todos sus temas –Dios, la revolución, la naturaleza– se refunden en uno: el amor.
Cuando Cardenal titula el primer tomo de su autobiografía Vida perdida, resume en la paradoja de perder la vida para encontrarla, una forma profunda de la entrega. Ese estilo que se traduce en darse, consagrarse, brindarse; es un diálogo del alma y la sangre que abarca, en un solo haz, el hacer poético, la fe religiosa y el compromiso político.
Así, el hombre que ingresó al Monasterio de Gethsemani, en Kentucky, es el mismo que padece exilio, el que realiza estudios sacerdotales en Colombia, el perseguido político que firma sus poemas como “Anónimo nicaragüense” y que otros poetas como Pablo Neruda llegan a publicar en sus revistas sin conocer la identidad del autor.
Así, el hombre que en 1966 funda la comunidad de Solentiname y que fue condenado a prisión en ausencia, es el mismo que en 1979, con el sandinismo en el poder, lleva adelante el Ministerio de Cultura; el mismo que frente a un presente de depredación y deprecio afirma que así como hay leyes para proteger la diversidad biológica, debería haberlas para proteger la diversidad de las lenguas, porque “cuando se pierde una lengua se pierde una visión del mundo”.
Su anhelo de solidaridad, que cristaliza entre la convicción política y la fe, lo lleva a decir con Camilo Torres que la revolución es la caridad eficaz. Y reafirmando esos principios sigue sosteniendo que: “La revolución significa la puesta en práctica del Evangelio; que la verdadera iglesia está con los pobres”, y que “lo importante es cambiar el mundo, porque es posible y necesario”. Ajeno a cualquier seguidismo, ha sido un crítico severo del abuso de poder y las corruptelas que han traicionado el espíritu de la Revolución.
Decía nuestro Pedro Orgambide que “la solidaridad es el lujo de los pueblos”. En ese sentido la obra de Cardenal redefine hoy, desbaratados los lazos sociales, una solidaridad movilizadora consciente de las potencialidades de las labores cooperantes; un sentido de comunidad, de acción aglutinante que es reciprocidad y diálogo, trabajo y creatividad dinamizando una mejor convivencia de los hombres en sus proyectos diversos. Dice Walt Whitman: “si me pierdes en un sitio, búscame en otro/ En algún lugar te espero”; Ernesto Cardenal habla de: “una unidad orgánica de almas”; concluye César Vallejo: “se debe todo, a todos”.
Lucha por la dignidad en Centroamérica
Entre la épica y la meditación mística, en sus textos resuena siempre una Centroamérica donde convergen el pensamiento mágico y la contingencia: el filibustero William Walker proclamándose presidente de Nicaragua, una retahíla de dictadores sangrientos y enajenados, pero también un extenso registro de resistencia y rebeldía en la lucha por la dignidad. Cardenal, que nació en una Nicaragua sitiada por las tropas estadunidenses, tiene dos años cuando las voces de su casa comentan que los liberales con Moncada a la cabeza se han rendido. Todos menos uno, Sandino. En Cardenal resuenan las voz del general Zeledón, el indio Zeledón enfrentándose a los marines estadunidenses, la voz de Sandino iniciando en 1927 la primera guerra de guerrillas del continente, las voces de los Farabundo Martí, los Carlos Fonseca, las Rigoberta Menchú, los Leonel Rugama. Todos sobre una tierra de imaginería laboriosa con puentes tendidos entre Rubén Darío y Miguel Ángel Asturias; Salarrué y Carlos Luis Fallas; Roque Dalton y Luis Cardoza y Aragón.
Que Nicaragua ha destacado desde siempre en el mapa latinoamericano por su poesía, lo patentiza no sólo la obra de ese Darío que vivificó el idioma; el que escribe: “¿Seremos entregados a los bárbaros fieros?… ¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros?/ ¿Callaremos ahora para llorar después?”, sino también la del poeta y cura Azarías Pallais (primero en hablar de socialismo en Centroamérica), la de Salomón de la Selva, combatiente en la primera guerra mundial que dejó un libro fundamental: El soldado desconocido; la del poeta metafísico Alfonso Cortés, que perturbado mentalmente vivió encadenado en la casa que fuera de Darío, y voz la de Joaquín Pasos, el niño genio de la poesía nicaragüense autor nada menos que del “Canto de guerra de las cosas”
Y por supuesto José Coronel Urtecho, un claro referente en la poesía de Cardenal, siempre trasgresor y desenfadado en sus noveletas, farsetas y libros de viaje. Es junto a Coronel que Cardenal dará un libro invalorable con traducciones de poesía estadunidense.
Coronel lideró en Nicaragua, a inicios de siglo pasado, el único grupo de ruptura literaria en Centroamérica, el grupo “Vanguardia”, junto a poetas como Pasos, Pablo Antonio Cuadra, Manolo Cuadra y Octavio Rocha. Y se me ocurre que Cardenal cumple con los postulados de ese grupo que procuraba una modernidad enraizada en lo propio; las palabras en libertad coexistiendo con lo vernáculo. Cardenal hace suya la intención del grupo que buscaba presentar informes sobre “las artes indígenas, coloniales y populares de Nicaragua” y empuña su consigna: “Desconocemos la palabra imposible”.
Así, el habla viva de su pueblo está en la base de la poesía de Cardenal, con su folclor, mitos, leyendas populares y la primera piedra de la literatura de Nicaragua, el Guegüense, esa obra mestiza escrita en náhuatl y español, de gran libertad creativa. Ese Guegüense que se burla de la autoridad, es el primer personaje del teatro hispanoamericano.
Crónica, lírica, relato, anécdota e historia: los hilos del poeta
Si los poetas de “Vanguardia” fueron del caligrama a la canción folclórica, del humor dadá a la poesía del Siglo de Oro español, de lo lúdico a la celebración de la naturaleza, Cardenal en un ejercicio de trasiego literario va de lírica a la crónica, del relato breve al anecdotario, del epigrama al pasaje histórico, en un collage que se hace homilía y canto coral. Y allí están sus libros fundamentales: Hora Cero, Gethsemani Ky, Salmos, Oración por Marilyn Monroe, El estrecho dudoso, Homenaje a los indios americanos, Cántico cósmico.
El escritor que registra en sus escritos la suma del sacrificio anónimo, enlaza el sueño con la crónica, hace un cruce entre historia precolombina, pasajes bíblicos y modernidad, y relata desde el lugar del testigo: “voy a hablarles ahora de los gritos del Cuá”.
La originalidad de su poesía tiene que ver con un ejercicio de montaje del verso de amplio período que introduce en la respiración del poema el tono del coloquio pero, además, consignas políticas, letras de canciones, onomatopeyas, largas enumeraciones, datos de la botánica, la astronomía, la economía; palabras indígenas, cifras, salmos, comentarios, partes de guerra, marcas comerciales, siglas, telegramas y apuntes de viaje. Y sobre todo ajustadas descripciones que semejan guiones cinematográficos, con una fuerte impronta visual que, al decir del poeta cubano Cintio Vitier, dan “proféticos cantos” que parten de “un realismo revolucionario y místico” y funcionan como documentales y reportajes.
La marca de esta poesía de enfoque directo que Cardenal ha llamado “exteriorista” y que atraviesa la lírica de su país, es una oralidad alimentada en gran parte por la poesía estadunidense. Ya Urtecho había escrito que Carl Sandburg se expresaba con “rápidas imágenes” y “un idioma viviente, palpitante, callejero” que “nos daba en detalle, al menudeo… la inédita poesía de lo que se encontraba uno en la calle”. La poesía de Cardenal entra en este análisis, como también en la caracterización que hace Coronel sobre los Cantos de Ezra Pound; una poesía, dice: “maravillosamente móvil, cambiante, cinematográfica, fluida, intrincada, compleja, entrecruzada de corrientes y luces y reflejos, rica de referencias y de alusiones y de presencias, recorrida de voces y de conversaciones en varias lenguas y distintos acentos, canciones y procesiones, cortejos, viajes y fiestas, abierta a innumerables perspectivas, espacios, tiempos, naciones, y civilizaciones”.
En esta cuerda de la oralidad teje Cardenal la crónica del continente americano; la trama dialogante acerca en sus giros y locuciones populares el sabor del habla nicaragüense, las voces anónimas; y en un ejercicio de traspaso de voz los humildes toman la palabra en su poesía: Amanda Aguilar, Joaquín Artola, Angelina Díaz, Bernardino Ochoa, y los jóvenes de Solentiname, Juan, Laureano, Alejandro, Natalia, junto al indígena Panquiaco, Netzahualcóyol y el coronel Santos López. Todo cruzado por un paisaje apabullante: el latido de la selva, el gran lago de Granada (quizá su paisaje preferido que lo acompaña desde la infancia) los volcanes de nombre atronador –Momotombo, Mombacho- y los gorjeos, los trinos, los cascabeleos, los chillidos de toda clase de pájaros que llegan desde la garganta abovedada de la selva. Una naturaleza en estado de gracia, cantando, un todo en comunión. Escribe el poeta: “Tú has hecho toda la tierra un baile de bodas y todas las cosas son esposos y esposas”.
Ya lo dijimos: los hilos temáticos de la poesía de Cardenal –Dios, la revolución, la naturaleza- se refunden en uno: el amor. Un amor no exento de erotismo. En uno de sus primeros textos hablaba Cardenal de “Una muchacha meciéndose en una hamaca/ con su largo pelo negro y una pierna desnuda/ colgando de la hamaca”, y ahora, en un poema último no recogido en libro, retrata a “una muchacha morada, en su palma anaranjada una almendra roja… la piel de sus piernas parece sonreírnos”.
Estudiosa de la poesía de Cardenal, Luz Marina Acosta sostiene que “el amor es un elemento motor y configurador de su obra”. Dirá el poeta: “El amor es saber que uno ya no es uno sino dos, y que uno es incompleto sin la persona amada.” Y el amor centro del universo atraviesa desde Epigramas al Cántico cósmico, ese extenso poemario con el aliento de San Juan de la Cruz, y se prolonga a otro poemario místico, El telescopio en la noche oscura.
Es pertinente recordar que fue en México donde un Cardenal veinteañero publicó en las revistas Letras de México y Cuadernos Americanos sus primeros poemas, entre ellos nada menos que “Ciudad deshabitada”, elogiado por León Felipe y Octavio Paz, en el que el despechado de amor prende fuego a la ciudad de su amada, porque esa ciudad, dice “es la osamenta de una gran ilusión”.
Fue en México que el joven nicaragüense que trabajaba en una librería de la calle Tacuba, estudiante de Licenciatura en Letras en la UNAM, se relacionó con Lolita Castro, Rosario Castellanos, Augusto Monterroso y Pablo González Casanova, entre otros escritores mexicanos; con su amigo de juventud, el costarricense Alfredo Sancho, y con los poetas del exilio español, Emilio Prados, Manuel Altolaguirre y Concha Méndez, entre otros. Fue en México donde, en 1959, ingresó al monasterio Benedictino de Cuernavaca y publicó dos años después la primera edición de su libro Epigramas. No es dato menor recordar que en México escribió gran parte de su primer libro Carmen y otros poemas, inédito por más de medio siglo hasta que fue exhumado en 2000 por Luz Marina Acosta.
La poesía de este maestro espiritual, como lo llamó Thomas Merton, puede leerse como un registro de la identidad americana donde se percibe el rumor de las culturas precolombinas, el esplendor de las ciudades indígenas que no tenían murallas ni cuarteles ni usura. En su celebración siempre estará la vida recomenzando una y otra vez: “la momia aún aprieta en su mano seca su saquito de granos. Y la lucha recomenzando una y otra vez: “el héroe nace cuando muere/ y la hierba verde renace de los carbones”.
Saludamos a este poeta mayor de las letras americanas, de la esperanza, a quien veremos siempre como él veía a Sandino: de pie en la montaña negra, calentando sus sueños junto a la hoguera roja.