Después de Italia, Francia es el segundo país de Europa con más casos de contagio por el coronavirus. Más allá de las decisiones gubernamentales, del número de enfermos y del diluvio de datos, empieza a plantearse en la sociedad europea la reflexión sobre los criterios éticos a partir de los cuales los sistemas médicos deben responder a la aceleración del contagio, la saturación de los servicios de salud y la escasez de recursos para enfrentar la pandemia declarada por la Organización Mundial de la Salud. Este artículo se publica con la autorización de la autora y de The Conversation, un medio digital independiente de la comunidad universitaria francesa.
Para la mayoría de la gente, la infección por el coronavirus no tendrá mayor consecuencia. Pero para una pequeña parte de las personas contaminadas, será una cuestión de vida o muerte.
Si las cifras de la epidemia siguen aumentando, el pequeño porcentaje de enfermos que tendrá una necesidad vital de asistencia médica podrá saturar los servicios de reanimación de los hospitales franceses. ¿Qué hacer en este caso?
Esta interrogante se está planteando en Lombardía, región en la que la problemática de la selección de catástrofe acaba de imponerse en el debate público italiano con la difusión por parte de la Sociedad Italiana de Anestesia, Analgesia, Reanimación y Cuidados Intensivos de una documento que plantea “recomendaciones de ética clínica para la admisión o la negativa de admisión en cuidados intensivos en condiciones excepcionales de un desequilibrio entre necesidades y recursos disponibles”, y la publicación de testimonios de médicos que han estado en contacto directo con los enfermos que expresan los dilemas en los que los hunde esa situación de crisis.
Lo que se veía como un guion de película de catástrofe, en Italia se discute en los medios masivos de comunicación como una hipótesis ética en la que el debate público debe enfocarse con la máxima responsabilidad. ¿Pero de qué estamos hablando?
¿Rechazar la tentación de un uso compasivo de los recursos?
Todo el mundo conoce la práctica ordinaria de la” selección”, de la priorización de la lista de espera en el servicio de recepción de la emergencia hospitalaria: en tiempo normal los casos más graves tienen la prioridad, los demás pueden esperar. Lo que se raciona es el tiempo, la rapidez con la cual se hace cargo del enfermo.
Cada víctima sin importar que sea joven o esté en la madurez, que sea padre de familia o soltero, jefe de empresa o esté en pobreza extrema, recibe los recursos médicos adaptados a su necesidad con la igualdad de valor de la vida.
Pero si los servicios médicos están desbordados o hay escasez de material médico o de personal calificado, la tentación de un uso compasivo de los recursos disponibles tiene que se rechazado: cuando no hay suficiente para todo el mundo, es preciso tener presente en la mente que antes que todo se debe servir el interés colectivo y que por lo tanto se debe intentar salvar la mayora de las vidas posibles, y no las víctimas más gravemente afectadas.
El principio del “primero en llegar, primero en ser atendido” ya no vale: si queda un solo respirador artificial, darlo al primer paciente ingresado en estado de grave aflicción respiratoria, si sus posibilidades de aprovecharlo son pequeñas, implicaría condenar de manera desigual a todos aquellos que podrían llegar después de él, con una esperanza de vida un poco mayor.
Sin hablar, por supuesto, de todos los demás pacientes que no están afectados por la epidemia, pero que la demanda excesiva de servicio en los hospitales pondría aún más en peligro.
El imperativo utilitarista de maximización del número de vidas salvadas puede entonces invertir las lógicas de priorización al precipitar los casos “demasiados graves”, cuyas posibilidades de sobrevivencia son mínimas, en la categoría de los morituri -los que se van a morir- y que se renuncia a intentar salvar.
¿En qué criterio basarse?
En situación de escasez, la selección de emergencia colectiva se convierte en una lógica de catástrofe, en la que los criterios de justicia distributiva son prioritarios a expensa de los únicos criterios médicos.
Para otorgar o negar el acceso al servicio de reanimación, el documento de la Sociedad de Anestesia y Reanimación italiana insiste en dos criterios: la esperanza de vida y la edad de los enfermos.
Si son demasiado viejos o padecen otras enfermedades, se abstendrá de ponerlos bajo asistencia respiratoria para reservar los recursos médicos a los que tienen más posibilidades de sobrevivencia.
La situación italiana plantea a toda luz el hecho de bajar el estándar de cuidados en situación de crisis para las personas muy frágiles o mayores, mientras que en tiempo normal los arbitrajes difíciles que implican la evaluación de la oportunidad terapéutica y el funcionamiento pleno de muchos servicios solo son asumidos por los médicos a puerta cerrada sin ser objeto de semejante visibilidad pública.
La difusión en los medios masivos de comunicación de recomendaciones de la Sociedad de Anestesia y Reanimación italiana lleva asimismo a interrogarse sobre lo que está en juego con la justicia distributiva.
Siempre resulta difícil otorgar recursos escasos, especialmente cuando son inferiores a las necesidades, pero ¿cómo distribuir las oportunidades de sobrevivencia? ¿Cuáles serían los criterios pertinentes cuando ya no bastan los criterios médicos habituales?
¿Existe, acaso, una edad a la que es “normal” morir?
La edad puede aparecer como un criterio razonable y consensual. Pero es un criterio cultural y socialmente definido. ¿Cuál es su justificación? ¿No tenemos la misma “necesidad de” o el mismo “derecho a” una larga vida a los 20 años o a los 80?
En realidad, todos somos desiguales ante la edad. La edad la vivimos todos de manera muy distinta. ¿Es posible, es deseable, discutir colectivamente sobre una edad más allá de la que sería “normal” morir o por lo menos no “escandalosamente anormal” dejar de vivir?
En una política de salud pública la lógica utilitarista es perfectamente comprensible. Cuando se trata de los familiares de ese hombre o de esa mujer que podría ser usted y suplica hacer algo, no es una decisión fácil de tomar para el médico.
¿Cómo pedir que se resignen los pacientes cuyos factores de mortandad los hacen inelegibles a recibir cuidados de sobrevivencia? Resulta sumamente injusto pensar que, en otro contexto, en otro momento, se hubiera intentado hacer algo.
Por si eso fuera poco, aún calculada por algoritmos concebidos para tomar en cuenta todos los datos pertinentes presentados por la literatura y las bases de datos existentes, la evaluación del pronóstico no es una ciencia exacta. Mantener excepciones para intentar salvar vidas es una condición del progreso de la ciencia médica.
¿A partir de cuándo conviene modificar las prácticas de selección?
Los médicos están acostumbrados a los escenarios de los peores casos, en particular los médicos de urgencias, que dominan muy bien estas prácticas de anticipación que permiten a los sistemas de salud estar siempre preparados para enfrentar catástrofes, en particular elaborando antes de las crisis protocolos éticos para situaciones de excepción.
Estos protocolos son indispensables para proteger al personal médico que está en primera línea porque los descarga de tener sobre sus espaldas la responsabilidad de tomar decisiones en una situación de emergencia que los obliga a enfrentar semejantes dilemas.
Pero sigue la interrogante sobre los umbrales. ¿Qué “nivel de catástrofe” debemos alcanzar para que las nuevas prácticas de selección y nuevos estándares de cuidados sean considerados como moralmente aceptables por la población?
Por muy bien pensados que estén los protocolos éticos para una situación de catástrofe, siempre tiene como limitante el hecho de cerrar la puerta a eventuales milagros, de neutralizar recursos creativos de emergencia, de acentuar la tentación de decretar demasiado rápido el estado de excepción ética.
Sin embargo, son indispensables. Su ausencia presentaría en un momento dado el riesgo de una reacción improvisada injusta o de un desastre compartido.
El resurgimiento de traumatismos complica el debate democrático.
Cuando no se puede salvar a todo el mundo, decidir a quién dar o negar una oportunidad es un arbitraje aterrador socialmente costoso y arriesgado.
Su brusca visibilidad en el contexto de crisis epidémica, carga con el peso de traumatismos nacionales, de resonancias más antiguas en el imaginario colectivo.
Aparecen en ciertos artículos italianos que comentan la difusión del documento de la Sociedad Italiana de Anestesia y Reanimación analogías extrañas, metáforas problemáticas. Hay quien habla de “lista de Schindler” refiriéndose a las recomendaciones de ética clínica o ¡hay quien divide la población entre “naufragados y rescatados” “i Sommersi e i salvati”, título del famoso libro de Primo Levi que trata de la selección en los campos de concentración naziz!
Por supuesto, no tienen justificación este tipo de metáforas o alusiones. No hay razón para la comparación. Pero el hecho de que lo imaginario de la selección en los campos de concentración o las listas de rescatados en situación de genocidio aparezca como reflejo mental para evocar las angustias ligadas a la selección en caso de catástrofe, cuando esa misma selección sale de la reflexión a puerta cerrada del cuerpo médico para imponerse a la mirada de la opinión pública, debe plantearnos interrogantes sobre la prudencia y la dificultad de llevar estos temas en el debate democrático antes y después de la crisis.
La experiencia por la que pasan nuestros vecinos italianos debe llevarnos a reflexionar sobre el significado y los retos democráticos de semejante “abismo” al que se enfrenta la colectividad nacional (…).
Por aterrador que nos pueda parecer, la selección de catástrofe sigue siendo una forma de justicia distributiva colectivamente negociada, preferible al imperio de lo arbitrario y de la emoción. Siempre y cuando sea percibida como tal y no como un abuso de poder contra el cual habría que levantarse.
* Catedrática e investigadora de la Universidad París Nanterre. Especialista de ética y literatura. Es también miembro del Comité de ética del Centro Nacional de Investigación y Ciencia (CNRS)