La pandemia y sus metáforas

La Jornada Semanal

La enfermedad colectiva y sus múltiples variantes ponen en evidencia las fortalezas y debilidades de la sociedad y los Estados para registrarlas, narrarlas y hacerles frente. En este brillante ensayo se presentan algunos de los derroteros que ha seguido el arte, sobre todo la literatura y el cine, para reflexionar, a lo largo de la historia, sobre el poder infinito de una ínfima criatura que somete tanto al cuerpo como al alma.

Sólo basta un microbio para derrumbar a un Imperio. En sus crónicas de la Guerra del Peloponeso, Tucídides sugiere que el ejército más letal en el cerco espartano a Atenas en el siglo V AC no tenía lanzas ni espadas, sino el tamaño de una bacteria. En el hacinamiento de población amurallada tras las puertas de la ciudad, el virus mató a un tercio de los habitantes incluyendo a su líder, el legendario Pericles. Según el relato, la visión de esos cerros de cuerpos incinerados hizo huir a las tropas espartanas que no sabían si aquello era una advertencia divina para expulsarlos o si los dioses se habían puesto de su lado para ganar la guerra.

Faltaban más de dos milenios para que se tomara la primera fotografía de un virus, ese dios iracundo y universal que, como el de los monoteísmos, no tuvo rostro ni nombre pero se adjudicó cada tragedia posible. En todo caso, en aquel primer relato epidémico, el discurso del mito venció al científico, igual que lo hizo en las pandemias medievales o en la conquista del Nuevo Mundo. La respuesta automática hacia las enfermedades colectivas nunca es volverlas ciencia sino metáfora. Se les reviste con discursos tremendistas, justicieros, románticos o simplemente falsos que, en la cima de la ironía, nuestra era digital dio en llamar “virales”: un minuto en redes comprueba que las mentiras y el miedo son de contagio inmediato.

En La enfermedad y sus metáforas y en su secuela, El sida y sus metáforas, Susan Sontag fue más lejos que nadie en la indagación de esta curiosa condición de las culturas, ansiosas siempre por convertir a los males del cuerpo en relatos, personajes, dramas con causa y efecto. En el linaje de Sontag está la Anatomía de la melancolía de Robert Burton, en donde las enfermedades de la carne se diagnostican mediante el estado del alma, una veta romántica que en México ha interesado a Roger Bartra. No basta con observar la descomposición de la carne y sus efectos sociales: hay que explicarla, ordenarla, darle cause narrativo, aliento épico y forma estética. Contar cuentos sobre ella, destilar lecciones morales y, en muchos casos, inventarse un enemigo. No por casualidad, el léxico militar abreva tanto del argot de los virus, y viceversa. En más de una guerra se ha hablado de los contrarios como de bacterias resilientes y más de una enfermedad se ha combatido equiparándola con un ejército a vencer.

Un ejemplo de esto está incrustado en nuestra propia historia. El Nuevo Mundo forjó relatos literarios de su propia pandemia en el Códice Florentino o los Anales Tlatelolcas, tan duraderos como el Decamerón o los Cuentos de Canterbury lo fueron para las grandes pestes del medioevo. Estos relatos escritos del cocoliztli –enfermedad, plaga, mal– que fueron las epidemias de viruela, sarampión o salmonela que devastaron a la población mexicana durante la conquista, coinciden con el relato de Tucídides sobre la plaga ateniense; en ambas, la infección fantasmal viene de fuera y es un síntoma de la otredad tóxica del invasor. Desde entonces hasta la cobertura mediática del Covid-19, seguimos contándonos la misma historia: la de la muerte extranjera que desciende de barcos, aviones, migrantes o murciélagos.

Pareciera que nuestra idea de la sociedad como cuerpo u organismo uniforme, sólo admite su enfermedad como tal si ésta es causada por un agente externo. En dos thrillers sobre epidemias del Hollywood de postguerra, Panic In The Streets (Elia Kazan, 1950) y The killer that stalked New York (Earl McEvoy, 1950), se descubre que los pacientes cero se infectaron durante un viaje a Cuba –la primera– o por ser de origen eslavo –la segunda–, lo que lleva a la policía a interrogar a armenios, checos y polacos de la ciudad. Era el albor de la Guerra fría. La idea del mundo occidental como un cuerpo sano, atlético y libre al que había que vacunar contra las bacterias orientales comenzaba a ser popular, y aunque otros subgéneros como la invasión extraterrestre o los brotes zombi jugaron también un papel ideológico, la idea de un virus que se contrae por accidente, se incuba en silencio y se propaga en epidemia era, y es, más aterradora.

Esa tendencia, que en días recientes explotó en redes sociales, ha sido reelaborada varias veces en la pantalla. Nos engañaríamos si pensáramos que el séptimo arte, al ser un medio de la modernidad que nació a la par del psicoanálisis o la penicilina, es menos mitológico o barroco en su tratamiento de plagas y enfermedades sociales. Todo cineasta abreva en tradiciones narrativas que son más antiguas que el celuloide y suelen estar más emparentadas con las infecciones románticas de Burton que con la ciencia médica.

Incluso tres películas industriales y medianas como Contagio (2011) de Steven Soderbergh, Epidemia (1995) de Wolfgang Petersen o Virus (2013) de Kim Sung-Su resucitan hoy en la conversación si sus discursos maniqueos sirven para canalizar ansiedades colectivas como la desconfianza hacia gobiernos y farmacéuticas, teorías de conspiración o la xenofobia. No es casualidad que en sus tramas, las células infectadas procedan de Hong Kong, la República del Congo y el sudeste asiático, respectivamente.

A diferencia de experiencias virales recientes como la gripe aviar, la española de 1918, la del SARS o el VIH, la pandemia de coronavirus tiene lugar en un entorno en donde los mensajes virtuales se contagian con una rapidez igual o mayor a la del virus mismo, y magnifican sus efectos a través de la desinformación. ¿Hay algo que podamos aprender del cine epidémico, ese subgénero irregular, a veces amarillista o ramplón? ¿Hay sucedáneos fílmicos que estén al nivel de esos tres libros mayores, uno de crónica –Diario del año de la peste (1722) de Defoe– y dos novelas alegóricas como La peste (1947) de Camus y Ensayo sobre la ceguera (1995) de Saramago? ¿Puede ser el cine una suerte de Decamerón que, en la reclusión del contagio, sirva para contar nuestras virtudes y miserias?

Síntoma: epidemias del pasado
No hay sentido más común que éste: para encontrar las raíces de una enfermedad, se escarba en los síntomas, los antecedentes del paciente o, en un sentido general, en el pasado. Incluso uno tan remoto como el de la peste europea del siglo XIV, aún hoy la más devastadora que se conozca. Cuando el cruzado Antonius Block (Max von Sydow) llega a las playas de Escandinavia después de haber librado guerras santas,
la plaga infecciosa lo cubre todo. Su primer encuentro es con la muerte misma, calva, andrógina y luctuosa al inicio de El séptimo sello (Ingmar Bergman, 1957), uno de los pocos relatos fílmicos interesados en recrear la peste negra. Una visión parecida de la muerte enfundada en largas telas, paseándose entre cadáveres, está en La máscara de la muerte roja (1964), la versión del cuento de Edgar Allan Poe dirigida por Roger Corman y encabezada por Vincent Price.

Aunque no está situada en ninguna epidemia histórica, la de Corman y Poe es tan alegórica o más que la de Bergman al recrear la psicosis de un mundo en el que las infecciones no se atribuyen a causas médicas sino metafísicas. La encarnación de la muerte en ambos casos como un personaje de aspecto humano, con diálogos y albedrío, alimenta la vieja fantasía de las epidemias como herramientas de voluntades superiores y vengativas, enviadas con propósitos claros para restaurar un orden o castigar un vicio. No es un discurso que se haya extinguido: a la menor provocación se sigue echando mano de ello para evangelizar desde el púlpito que cada quien profese. Basta leer el reciente artículo de Mario Vargas Llosa, “Regreso al medioevo”, para notar que la tentación por politizar la salud pública sigue siendo irresistible.

A pesar de que el conocimiento académico está más abierto y disponible que nunca, pareciera imposible pensar en una enfermedad como una mera infección y no como símbolo o síntoma de algo más. De hecho, la lucha médica contra el VIH sólo empezó a ganarse una vez que se luchó en público contra el estigma social de ser un “cáncer de los putos.” Para entonces, la pandemia ya había cobrado miles de vidas, algunas de ellas rescatadas para el cine en Filadelfia (1993), Todo sobre mi madre (1999) o 120 latidos por minuto (2017), que sin ser cine epidémico invitan a asomarnos a los abismos de dos contagios simultáneos: el del virus y el del prejuicio.

Cuando un narrador voltea a las epidemias históricas o imaginarias, como el brote italiano de cólera en Muerte en Venecia (Lucino Visconti, 1971) o la inventada por Elio Petri para su versión libre de Todo modo (1976), la novela de Leonardo Sciascia. Como variantes modernas del Decamerón –adaptado por Pasolini en 1971–, las películas de Visconti y Petri tienen lugar en una Italia en la cual las clases acomodadas se refugian de la muerte infecciosa en centros de poder amurallados: un castillo, un centro de convenciones, un hotel de lujo a pie de playa. Al igual que en Bergman o Corman, no abordan los contagios desde la medicina ni la sociología; son marco para alegorías sobre la búsqueda de ideales decadentistas –pienso en Tadzio, ese ángel de la muerte–, o metáforas políticas.

Diagnóstico: epidemias del presente
Aunque las metáforas que comparan a las sociedades con cuerpos sanos o enfermos parecen trilladas, sus expresiones siguen siendo útiles cuando explicamos nuestra psique colectiva. Hablamos de “tejido social”, del “corazón de la economía” o de “organismos públicos” en una suerte de sociología médica empírica, a veces cursi, que parece una extensión de aquella máxima del wishful thinking: mente sana en cuerpo sano. Pero el cine epidémico más interesante es el que diagnostica las enfermedades del tejido, no el que alaba su fortaleza. Además de la mencionada Contagio (2011), las noventeras Epidemia (Wolfgang Petersen, 1995), Mimic (Guillermo del Toro, 1995) o La peste (Luis Puenzo, 1992; basada en la novela de Camus) elaboran distopías del presente para hablar de infecciones tan reales como el miedo, la desinformación, el rencor clasista o el totalitarismo.

Incluso una curiosidad como El año de la peste (1979) de Felipe Cazals, con todo y sus carencias de producción, es hábil para diagnosticar al México de su época, en el que el virus más nocivo no era la plaga bubónica sino la burocracia política, la corrupción sanitaria y el control de la información. Ubicada en un futuro inmediato a los años setenta, el guión co-escrito por García Márquez y Juan Arturo Brennan reelabora el magnífico Diario del año de la peste de Daniel Defoe, trasladando la peste del Londres de 1664 al Distrito Federal de José López Portillo. Ejercicio con altibajos pero de buen interés, la de Cazals puede verse como una precursora latinoamericana para Ceguera (Fernando Meirelles, 2008), versión filmada del Ensayo sobre la ceguera de Saramago, quizá la distopía más potente, lúcida y perdurable en la literatura de fin de siglo. Aunque es alegórica en un sentido similar a El séptimo sello, sustituye a la moral cristiana por la ética civil como el orden superior que se ve amenazado por el brote epidémico y la psicosis colectiva.

Pronóstico: epidemias del futuro
Sólo basta un microbio para derrumbar al futuro. Así como la guerra entre Esparta y Atenas fue decidida por el cultivo y dispersión del microbio cuyos efectos registra Tucídides, todas las civilizaciones de Occidente penden del mismo hilo, según vemos en los futuros destruidos e imaginados por Alfonso Cuarón (Niños del hombre, 2006), Terry Gilliam (Doce monos, 1995, sobre la idea original de Chris Marker para La jetée, 1962) o Robert Wise (La amenaza de Andrómeda, 1971).

La especulación de futuros en donde se ha sobrevivido a una pandemia permite un diagnóstico de nuestros males presentes y, en algún caso, atisbos de esperanza. A veces ésta toma la forma de ficciones puras como la de Gilliam, que para trazar su alegoría echa mano de viajes en el tiempo y teléfonos que comunican entre dimensiones. No es el caso de Niños del hombre, en donde un virus de transmisión femenina clausura la posibilidad de engendrar, lo que convierte al futuro en una línea que se adelgaza progresivamente y que conduce a la extinción. En un afortunado giro del discurso, la única mujer que desarrolla inmunidad y logra embarazarse es Kee, una migrante africana.

Si, como ha previsto Zizek, la pandemia de Covid-19 lograse replegar al capitalismo global, obligando a las sociedades civiles a inventar formas de convivencia más solidarias, sanas y limpias, en el futuro habrá que voltear una y otra vez a este cine epidémico para seguir reflejándonos en sus relatos, sean éstos distopías, alegorías o crónicas. En la construcción de ese futuro –que pasa, dicho de paso, por la reconstrucción de los sistemas de salud pública– habría que echar mano de ese párrafo que Nietzsche escribió en Aurora (1881): “Pensad en la enfermedad. Calmad así la imaginación del inválido de modo que no deba, como hasta ahora, sufrir más por pensar en la enfermedad que por la enfermedad. Eso, creo, sería algo, sería mucho”; quizá para eso sirva contarnos la historia de nuestras pandemias: no para curarlas, pero al menos para conocernos mejor a través de ellas.

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