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Desde su casa artística de Culiacán, Sinaloa, nuestro amigo Alejandro Mojica nos envía un muy entretenido texto sobre las andanzas del barítono Jim Morrison (1943-1971) de Las Puertas, escrito por Miguel Ángel Chávez Díaz de León (Ciudad Juárez, Chihuahua, 6 de octubre de 1962) en sus “Crónicas descarriadas”.
Se intitula –pienso–“Cuando Jim Morrison lagarteó en Ciudad Juárez”.
Entrevistado por Rafael A. Revilla Romero, con motivo de la aparición de su libro “Policía de Ciudad Juárez” (Editorial Océano), se le preguntó de dónde le sale la inspiración “para narrar este tipo de crónicas descarriadas”, y Chávez Díaz de León (Premio Nacional de Periodismo 2008 por “El dulce encanto de mi embolia”). Y Chávez Díaz de León respondió:
–Son ficción. Aunque algunas, por ejemplo, la de Jim Morrison, la escribí basándome en lo que me narró El charro, un hombre de la colonia Del Carmen en Ciudad Juárez, era un conocido de mi barrio, que me pidió escribir un libro sobre su encuentro con Jim Morrison… Lamentablemente no había manera de comprobar todo lo que me dijo, pero lo contado se me hizo digno para contarlo en una de mis crónicas descarriadas.
“Y son Crónicas descarriadas porque son relatos ficticios fusionados con tintes de realidad. Eso te lo permite la literatura… o me lo permite mi literatura. Me gusta esta forma de relatar. Me gusta que el lector se quede con la duda. De él depende llegar a la verdad o de quedarse quieto con mi versión.”
Es una historia dividida en cinco partes, por lo cual solo vamos a picar la curiosidad de nuestros lectores con fragmentos de tres, e invitarlos a leer algo de este relato si no tienen algo mejor que hacer en su computadora o fon.
Uno
Todos me conocen como “El Charro’’. Así me nombran y así se me quedó para siempre. Mi padre trabajaba de mariachi en la Avenida Juárez tocando el tololoche. Así me bautizaron los tirilones del barrio.
Desde los 12 años le puse a las pastas: píldoras, cajones de muerto, zapatos, capsulas y de tocho morocho y de todos colores. La “mois” nada más era para relajarme todos los días, cinco “frajos” diarios por lo menos.
Nací en la calle Fierro número 520 norte. A tres cuadras de la Iglesia del Carmen. Del Carmen se llama este barrio. Queda a 20 minutos a pie de El Paso y del Puente Negro. Y a diez minutos del Centro. Y a cinco de la De Piedra. La antigua peni.
Quiero contarles esto. Antes de que me vaya a morir, pues tengo 67 años. Casi todos los huesos me los han quebrado, dos balazos en la panza, cinco filetazos y dos puñaladas en la espalda. Soy diabético, no tengo una pierna. Me sacan a la banqueta a que me dé el sol en una silla de ruedas. Caí un chingo de veces al bote por carterista, faltas al orden público y otras chingaderas, y ya no fumo, ni cigarros Baronet. ¿Todavía venden esos venenos?
Fui el más chingón del barrio. Nunca trabajé. Pero tuve el mejor equipo de sonido del barrio. Recuerdo un putal mi modular Fisher que tocaba discos y cartuchos 8 tracks. Era la envidia de todos los culeros del barrio. Y mi colección de discos, ¡puro rock del bueno!
Y tuve una ranfla, nada más me duró un año. Ese Charger 1965, con placas de California. Me lo regaló Jim Morrison cuando vino a Juárez en 1969. De él quiero contarles. Del “Rey Lagarto”. Que vivió en mi cantón cerca de un mes. Nos la pasamos bien grifotes y bien ácidos. Les voy a contar dónde conocí a Morrison, el cantante de los Doors, y cómo me hice su compa.
Yo en ese tiempo (1969) era el mejor carterista del Mercado Cuauhtémoc y sus alrededores. No era un raterillo cualquiera. Era carterista de los buenos. Me conocían todos los tranzas de la zona centro y los policías. A los cuales tenía que darles una feria todos los jueves sino no me dejaban camellar.
En la esquina de la Vicente Guerrero y Noche Triste, pegado a la Plaza de Armas, está la cantina el “Buen Tiempo”. Todavía existe. Sus puertitas, antes, eran de madera y de esas que se ven en las películas del oeste. Ahora cierra con unas normales y una cortina de acero, porque la rapiña está cabrón.
Sus sillas y mesas eran también viejas, de alambre trenzado y madera. Tiene una barra de encino chingonota. Era la típica cantina donde se metían los rucailos de Juárez y nosotros los carteristas. Era nuestro centro de operaciones. Incluso ahí mero le dábamos la cuota semanal a la policía sino nos daban pa’ la De Piedra. Ahí repartimos el botín. Parte para los paleros, los que aplicábamos el dos de bastos y los que nos echaban “aguas”.
En la tarde cambiaba la clientela. Ahí se juntaban muchos señores y jovencillos que andaban sobres de una nalga que picar. Había como doce muchachas y señoras de todos los pesos y sabores. Cuando nos iba muy bien en la mañana, mi ‘equipo’ y yo nos poníamos hasta el culo y sobraban las putas. Ese era el buen tiempo.
Una tarde del mes de febrero o tal vez de marzo de 1969, hacía frío. Me quedé en el “Buen Tiempo”, platicando con el “Camel”. Era quizá el carterista más fino, este puto trabajaba en la avenida Juárez y el Mercado Juárez. Los mismos policías ojetes le dieron ese territorio para que trabajara, porque sus dos de bastos pasaban desapercibidos a los turistas a los que se chingaba. Les sacaba las carteras suavecito. Ni trompa. Así que solo había denuncias a la policía de carteras extraviadas. El “Camel” me dejó picado con las Cruz Blanca, porque tuvo que irse con una jaina que tenía en la Hidalgo. Así que me quedé solo tomando cerveza. En la cantina había como cinco pelafustanes. Dos jugando dominó en una mesa del fondo, dos en los bancos de la barra y uno más de a solapa como yo. Cada quien en su pedo.
Me paré a ponerle una cora a la rockola, puse unas rolitas de aquellitas. En eso se le quedé viendo a uno de los de la barra. Era un barbón, medio hippioso. Pensé a ratos que el pinche andrajoso era un aspirante a mojado. Yo ya andaba medio pedo. Él levantó la “beer” Cruz Blanca en son de paz. Volví a mi mesa a termínarme la cerveza y las rolas. Ya eran las tres de la tarde. Busqué mis fajos en la bolsa de mi chamarra, saqué uno sin sacar la cajetilla. Toqué la bolsita con pastas que me había dado el Camel y me dije:
“Ahorita que llegue al barrio me aviento unas pa’ bajo, luego un churro y pongo el cartucho rojo de los Rolling Stones”.
En eso, el puñetas de barbas de la barra se acerca poco a poco a mi mesa. Pensé de volada: “Este vato es maricón o me va a pedir una feria porque se quiere brincar al otro lado”. Se acerca. Me fijo bien y el vato ya me parece gringo y además trae una loquera, se le nota. Greñudo, botas de pipiluyo, pantalón de mezclilla y una chaqueta del Army. El barbón se vine contoneando (por eso lo de joto) al ritmo de la rola que puse.
–Comee estaaas ¡amiguo! –me dice mientras se sienta a toda madre junto a mí– tienees marijwana. ¡Tengow dólaresss!
Era un gringo. Era raro verlo ahí, porque los gabachos nunca se metían en esos tugurios cercanos a la plaza y al Mercado Cuauhtémoc. A lo más que llegaban era a la Segunda de Ugarte donde había varios cabarets y bares de mala muerte. Pero a los de acá, del área del mercado, eran frecuentados por pura raza de Juaritos. De entrada me cayó bien el pinchi gringo. Le dije que la calmara, que no fuera tan rápido.
–Teikirisi gringuito. Píchame una pisto y te llevo a que compres toda la grifa que quieras.
Los que estaban entretenidos con las mulas y los güeros, oyeron lo de la mota, pero ellos siguieron haciendo la sopa. Le grite al “Papuchas” (mesero), que nos sirviera dos “Straight American”. Los Juárez Whisky llegaron de volada. El “Papuchas” nos dio carilla para que los pagáramos. Tiré totacha para que el gringo pagara. Sacó dos billetes de a dólar y todos contentos.
En eso me di cuenta que el norteamericano traía la cartera gorda de dólares. Y me dije: “Tres pistos más y a este hippy me lo llevo pal Arroyo Colorado, cerca del barrio, lo puteo, le bajo la cartera. Y tomo vacaciones”.
Dos
[…] Mis cartuchos de 8 tracks preferidos eran los de Frank Zappa, Pink Floyd, los Rolling Stone, Led Zeppelin, los Doors, los Creedence y los Beatles. Siempre ponía el cartucho rojo de los Stones cuando estaba bien atizado, siempre. Con los Doors empezaba a fumar, le seguía con Led Zeppelin y con los Pink Floyd terminaba bien grifote y muchas veces cruzado con pastas multicolores. Como postre, ya saliendo de la loquera ponía a los Rolling Stones. […]
Tres
Logré que el gringo saliera conmigo del “Buen Tiempo”. Eran como las seis de la tarde. El sol estaba como que se metía y no se metía en la noche. Un vendedor de billetes de la lotería fumaba y el pintor sin pies y manos, que siempre estaba en esa esquina, tomaba sorderamente un trago de una anforita de tequila.
En la Plaza de Armas lo colorié mejor. Peso welter pesado, melena mugrosa hasta los hombros, barbón, traía una camisa de mangas largas, era de manta, de esas que vendían en las artesanías de la Juárez. Unos tramos de mezclilla acampanado, muy puerco, y unos guaraches de correas cruzadas y suelas “Goodyear Oxo”. Al principio no supe si era hippy de verdad o un pinche gringo pendejón y ricachón en busca de motita.
De todos modos me lo iba a chingar. Le tumbaría los dolarucos, le pondría unas patadas en el culo y lo dejaría cerca del río, para que se fuera a llorar al otro lado, allá con sus carnales güeros. Para que se le quitara lo vivo.
Cuando llegamos a la Presidencia Municipal, que estaba atrás de Catedral, el hippy me dijo que tenía su carro estacionado en la avenida 16. Se aferró a que fuéramos por él. Valió madres. Cambio de planes. Los dólares se alejaron más. Nos fuimos por la 16. Su carro estaba frente a la tienda de Marcos M. Flores. Era un Charger 1965, color negro, rines de rayos niquelados y llantas cara blanca. Perrote. El cigarrero y unos empleados de la farmacia y casa de cambio San Luis lo estaban chuleando.
–What is you name? –le dije al bato mientras no subíamos a su ranfla.
–James Douglas –me dijo.
–Yo soy “El Charro”.
En silencio lo fui guiando hasta llegar a la 16 y Fierro. A dos cuadras, en los Baños Del Carmen, vende grifa Don Emérito. Quizá las más chingona que se vendía en Juárez por aquellos años. Ya en el camino había cambiado de disco. Ya no me lo iba a transear. Lo del carro me mató el patadón. Ya era mucho pedo deshacerme también del Charger.
Me dije pa’ dentro: “Mejor le digo que se moche con una feria por el favor”. A Don Emérito le compré 50 dólares de mariguana. Era como para poner grifos a todos los putos del barrio durante tres días. Salí de los baños con una bolsa de papel llena de mota y Don Eme me dio cinco pastas de pilón. Salí ganando, pues minutos antes James me había dado dos billetes de 50 dólares para comprarlos de yerba, pero era demasiado. Un billete se instaló en mi cartera. Al gringo le brillaron los ojitos. Revisó la bolsa. Lo que olió y vio le gustó. Otros cincuenta de agradecimiento.
O sea que ya me había ganado 100 dólares sin haberme jalado una cartera. Me sentí a gusto. Productivo. Y más porque James me preguntó que dónde podríamos fumar sin que nadie la hiciera de pedo.
Estábamos a dos cuadras de mi depa. Y ahí tenía un paquete de “sábanas” americanas para forjar.
En 50 segundos ya estábamos dentro de mi covacha. Afuera la luz del poste alumbraba. En la Fierro los chavos ya estaban jugando a los encantados de esquina a esquina. Yo forjaba. Douglas, agachado, se puso a revisar mi colección de LPs que tenía ordenaditos en las rejas de tomate. También inspeccionó la reja con los cartuchos. Me preguntó que si nada más escuchaba puro rock. Prendió el tocadiscos. Un “ele pe” de los Rolling Stones empezó a girar, era “Aftermath”, el sexto disco de los maestros, al mismo tiempo que la motita de Don Emérito olió bonito. Y de un jalón que le di empezaron a tronar los coquitos.
James también con su churro en la mano empezó a bailar. En la otra mano traía el disco “Strange Days” de los Doors. La mariguana nos envolvía suavemente. Y me dijo:
–Charrou, este ser yo –señaló la portada. No le hice caso. Me senté en mi sillón rojo. Cerré los ojos mientras los Rolling Stones me decían a mí nada más que la noche, mi puerta, la mariguana y el carro del gringo estaban pintados de negro, entonces veo que mi corazón también es negro… (Se escucha la canción “Paint in Black”). […]