Luis Sepúlveda: notario de la historia, guardián de la memoria
Marcos Roitman Rosenmann
Vivió todas sus vidas. Su imaginación lo llevaba a mundos donde creaba sin ataduras. Fue un personaje al interior de su literatura. Gran conversador y fumador empedernido, abandonó Chile sin quererlo. La dictadura de Pinochet lo llevó al exilio. Nunca perdió sus raíces ni su compromiso político. No sólo escribió literatura, incursionó en el teatro y el cine. Fue un excelente analista político. A diferencia de otros literatos cuya fama los descoloca hasta el extremo de vender su alma, Luis Sepúlveda dejó constancia de sus principios y valores democráticos. Sus artículos circularon en los años oscuros de la dictadura. La revista Análisis los publicaba. Su director, Juan Pablo Cárdenas, editó por primera vez su novela Un viejo que leía novelas de amor. Cuenta que tras enterarse de su publicación por una editorial francesa, recorrió las librerías de Santiago, junto con sus amigos, retirando los ejemplares para que los franceses creyesen que habían sido los primeros en descubrir la obra.
Su columna Carne de Blog, en Le Monde Diplomatique, circula por el mundo. Fueron centenares. El Oasis Seco, del 26 de diciembre de 2019 fue su última entrega. Una crítica mordaz al modelo neoliberal. Así concluía su reflexión: La paz del oasis chileno estalló porque las grandes mayorías empezaron a decir no a la precariedad y se lanzaron a la reconquista de sus derechos perdidos. No hay rebelión más justa y democrática que la de estos días en Chile. Reclaman una nueva Constitución que represente a toda la nación y su diversidad, reclaman la recuperación de cuestiones tan esenciales como el agua y el mar también privatizado. Reclaman el derecho a estar presentes y ser sujetos activos del desarrollo del país. Reclaman ser ciudadanos y no súbditos de un modelo fracasado por su falta de humanidad, por la absurda obcecación de sus gestores. Y no hay represión por más dura y criminal que sea, capaz de detener a un pueblo en marcha.
Odiado por la clase dominante chilena hasta el extremo de negar su obra, han preferido la descalificación personal antes que reconocer su genio, su prosa y su aporte a la literatura chilena, latinoamericana y universal. Nunca han faltado los insultos, las mentiras o la persecución ideológica y política. No han soportado que se declarase rojo, rojísimo. Sólo le pedían, como hicieron otros, renegar de su pasado, ello le abriría las puertas a un reconocimiento oficial. Pero no renunció, apoyó las movilizaciones populares contra la dictadura, denunció la violación de derechos humanos, se puso en primera línea. Siempre al lado de las causas justas, de la lucha por la democracia y la justicia social. Generoso, puso su influencia para aligerar el peso de vivir en el exilio de muchos compañeros, nunca lo hizo público, actuó en silencio, como un caballero. Sin pedir nada a cambio. Su apellido materno, Calfucura, lo delataba, llevaba sangre mapuche. Y en una sociedad racista como la chilena es un estigma, pero sentía orgullo de llevar sangre mapuche. Reivindicó y defendió las formas de vida de los pueblos originarios. En 2016 dedicó Historia de un perro llamado leal, a sus nietos y al Pueblo Mapuche, sus hermanos. La novela es una oda al pueblo mapuche.
La derecha chilena no le perdona su irreverencia y su capacidad para describir la cobardía de la burguesía. En un cuento corto, Yacaré, editado junto con Diario de un killer sentimental, pone las siguientes palabras en boca de Daniel Contreras, ex policía de homicidios, exiliado en Berlín, para describir a su interlocutora, Ornella Brunni: Usted no es más que una burguesita mimada y llena de odio. Quería vengar la muerte de su compañero y lo entiendo, pero no tomó cartas en el asunto, ¿y sabe por qué? Porque los burgueses jamás han tenido valor y siempre se han valido de otras manos para sacar las castañas del fuego.
Su literatura está llena de un conocimiento que seduce, despierta la conciencia y apela a la memoria colectiva, a la naturaleza, a la sabiduría de los pueblos originarios. Así, José Antonio Bolívar Proaño, personaje central de Un viejo que leía novelas de amor, sufrirá un cambio radical. De odiar y querer quemar la Amazonía hasta amarla incondicionalmente: en su impotencia descubrió que no conocía tan bien la selva como para poder odiarla. Aprendió el idioma shuar participando con ellos de las cacerías. Con los shuar, abandonó sus pudores de campesino católico. Andaba semidesnudo y evitaba el contacto con los nuevos colonos que lo miraban como un demente. Nunca pensó en la palabra libertad, y la disfrutaba a su antojo en la selva. Por más que intentara revivir su proyecto de odio, no dejaba de sentirse a gusto en aquel mundo Comía en cuanto tenía hambre. Seleccionaba los frutos sabrosos, rechazaba ciertos peces. Al caer la noche, si deseaba estar solo, se tumbaba bajo una canoa, y, si en cambio precisaba compañía, buscaba a los shuar. Éstos le recibían complacidos.
Supo describir las contradicciones de un capitalismo que rompe lo humano. En Mundo del fin del mundo sentenciaba: “Una visión irracional de la ciencia y el progreso se encarga de legitimar crímenes, y pareciera ser que la única herencia del género humano es la locura; intentan elevar el discurso del necio que quema su casa para calentarse a la categoría de una nueva ética. ‘Desprecio lo que ignoro’ es el lema de curiosos filósofos de la destrucción”. Su muerte por coronavirus no deja de ser una advertencia más de quien nos llamó la atención a defender la naturaleza frente al ansia depredadora del capitalismo salvaje. Luis Sepúlveda, hasta siempre. Nos queda tu ejemplo.