El corazón del Bronx y los indígenas

Indígenas en el corazón del Bronx

Abel Barrera Hernández*

 

En 1980 doña Amelia decidió salir de Ixcateopan para ir en busca de su hijo Jesús a Nueva York. Su esposo prefirió conseguir el dinero para pagarle al coyote y quedarse en casa con cuatro hijas y tres hijos. Fue de las primeras mujeres de La Montaña que cruzaron la frontera. La travesía por el desierto de Nogales puso a prueba su resistencia y el gran amor por su primogénito. Caminó toda la noche hasta el punto conocido como El Levantón para llegar a Phoenix, Arizona. Tomó un vuelo a Nueva Jersey y buscó a la hermana de una amiga que vivía en Manhattan. Ahí permaneció dos semanas. Su esposo le llamó de la caseta telefónica del pueblo para informarle que Jesús ya se había comunicado.

Para doña Amelia, su ida a Nueva York fue un viaje sin retorno. Ella misma se encargó de que sus demás hijos e hijas optaran por vivir en el Bronx. Fue una gran bendición que una familia de Nueva York, al mismo tiempo que le dio trabajo, le ofreció un lugar para vivir con ellos en Manhattan. Permaneció más de 35 años en esa casa. Demostró a sus patrones la valía de una mujer sencilla y muy responsable en su trabajo. Sólo los domingos convivía con sus hijos e hijas y sus nuevas familias.

La primera oleada de jóvenes indígenas de La Montaña se dio con el final del reparto agrario y el proceso de privatización de la tierra, que transformó a los pequeños productores en trabajadores asalariados. Los arquetipos de la vida rural circunscrita a la parcela y a la milpa fueron remplazados por la galopante migración a las ciudades y el trabajo asalariado. Este proceso de asalarización de la comunidad rural se aceleró por el impacto de la globalización, que excluyó a las poblaciones rurales y urbanas de los meganegocios. Su precarización minó su economía basada en la producción de alimentos.

El trabajo agrícola temporalero compensado con los ingresos provenientes del tejido del sombrero de palma, la elaboración de huipiles, las lacas, la alfarería, el pastoreo de chivos y el destilado del mezcal dejaron de ser actividades relevantes para las nuevas generaciones de La Montaña, que ya no tuvieron acceso a la tierra. Encontraron en los surcos de las agroindustrias una nueva forma de sobrevivir. Las comunidades de La Montaña se erigieron en proveedoras de mano de obra barata, tanto en las empresas agrícolas del norte del país como en la sierra de Guerrero, con el cultivo de enervantes.

La mixteca guerrerense siguió los pasos de las comunidades de la mixteca poblana, que se instalaron en la avenida 96 de Manhattan. La segunda oleada migratoria fue hacia Tijuana, para enrolarse en los campos agrícolas de Madera, California. Fue un gran atractivo este cruce fronterizo por la cercanía con el valle de California, donde podían habitar.

Los jóvenes que habían trabajado en los campos agrícolas de Sinaloa se deslumbraron con las ofertas de trabajo de Nueva York. Dejaron de ir a los surcos fronterizos para contratarse en los restaurantes, hoteles y empresas de la construcción. La migración de las mujeres se intensificó en los 90, para enrolarse en las labores domésticas.

Tlapayork fue el nombre que se popularizó en la región, por el éxito económico que lograron varios jóvenes indígenas y mestizos de los 19 municipios de La Montaña. Trescientos dólares que llegan como remesas a las familias indígenas que sobreviven del tlacolol son su tabla de salvación. Los jóvenes que han podido ahorrar compran algún terreno en Tlapa, construyen su casa, se hacen de un permiso de taxi o ponen una tiendita. Es el modus vivendi del migrante exitoso, quien orgullosamente anuncia en el parabrisas de su camioneta gracias a la virgen de Juquila, porque es la que les hizo el milagro de cruzar el río Bravo o el desierto de Arizona.

Hoy las avenidas 116 este y 116 oeste de Manhattan, así como las avenidas Roosevelt de Queens y Grand Concourse del Bronx están pobladas de familias me’phaa, na’savi y nahuas de La Montaña. En medio de los rascacielos recrean su identidad con sus mayordomías y fortalecen sus lazos comunitarios. Es la diáspora de los pueblos de La Montaña, que se han trasplantado para revitalizar la cultura del maíz que añoran.

Del 27 de marzo al 14 de abril se han registrado 13 defunciones a causa del coronavirus de migrantes indígenas que viven en Nueva York: 10 hombres y tres mujeres, la mayoría del pueblo na’savi y de los municipios mixtecos. No sólo enfrentan los estragos de la pandemia, que los ha invisibilizado ante las autoridades estadunidenses, sino el miedo de salir muertos de un hospital. No han podido pagar la renta de abril y se han quedado sin trabajo y sin dinero. El sufrimiento en Nueva York se resiente crudamente en La Montaña. Ya no llegan las remesas y sólo las noticias por Facebook, que reportan los casos de jóvenes que están muriendo.

Doña Amelia forjó su vida con sus hijos y sus nietos en el Bronx; ya no le alcanzaron las fuerzas para vencer el coronavirus. El sábado 12 de abril murió en la calle Kelly de su barrio querido, La Montaña de asfalto. Nunca imaginó que sus hijos no encontrarían funeraria ni un lugar dónde sepultarla, mucho menos que su cremación costaría mil 700 dólares. Dejó La Montaña para encontrar a su hijo Jesús, y demostró que los indígenas tienen la capacidad para vivir en el corazón del Bronx.

*Director del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlacinollan

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