Proceso).-
En una de las entrevistas que le hizo Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre resumió así su existencia: “Inventé sociedades míticas: comunidades buenas en las que uno debería vivir. Fue lo no real lo que se convirtió en el sentido de mi política; fue por eso que entré en la política. La experiencia vivida a veces es la imaginada”.
A los 40 años de la muerte de Sartre la imagen del “intelectual más influyente de su tiempo” (como lo bautizó Roland Barthes) quizás haya sido emborronada por su vida personal –su relación abierta con Castor Beauvoir–, su activismo contra la ocupación nazi de Francia, sus enconos con Raymond Aron, Maurice Merleau-Ponty y Albert Camus, por el marxismo, el psicoanálisis –“la relación principal no es de la producción, sino la familiar”–, y la liberación de Argelia, su crítica al Partido Comunista y, hacia el final, su irresoluble dilema entre la fraternidad y el uso de la violencia política en el mayo de 1968, y en el maoísmo de la Revolución Cultural china. Más recordado por presidir el Tribunal convocado por Bertrand Russell contra el genocidio en Vietnam –cuyo delegado mexicano fue Lázaro Cárdenas–, Sartre es el creador de una ética práctica que sólo es posible si el ser humano entra en contacto activo con otros, es consciente de su contingencia, y provoca algo para que el mundo sea un lugar menos injusto. Aunque fracase.
Sobre la moral, explica: “Hay una dimensión de obligación en cada conciencia, un tipo de requerimiento que va más allá de lo real; un tipo de restricción interna que es una dimensión de la conciencia. Y eso para mí es el comienzo de la moral. En mi opinión, cada conciencia tiene esta dimensión moral porque la autoconciencia también es conciencia para otro. Este yo que se considera a sí mismo como el otro es lo que yo llamo conciencia”. Lo escribió con contundencia: “Todo es externo a la conciencia, todo, incluso nosotros mismos: afuera, en el mundo, entre otros”. Es decir, para Sartre no existía una esencia moral en los seres humanos, sino que era un hacerse contingente, en cada práctica de la historia presente, una elección entre dos o tres crueldades. La moral, más que un decálogo, es una red de prácticas compartidas.
Ese fue el núcleo de su debate con Albert Camus que compartía la metafísica del “alma bella” hegeliana, es decir de la pureza distante, el absurdo y, por tanto, la imposibilidad del fracaso. Para Camus la rebelión no era la revolución porque era afirmarse en un alegre absurdo, y no en el crimen, el terror y la tiranía. Sartre jugó la carta indiscutible: en una disputa entre desiguales, no tomar partido, beneficia al poderoso. Camus, por su parte, no creía en esa ética que se va definiendo con respecto a las necesidades. Sin más, descarta la violencia como un medio para lograr el fin de las injusticias. Para Camus no hay crimen justificable. Sartre le responderá que la Historia no tiene fines, sino que se los otorgamos con la acción práctica. Esa polémica sobre la rebelión ha perdido su contexto de la Guerra Fría, de si las revoluciones anticolonialistas o proletarias limpiaban la sangre derramada, pero sigue hoy, por ejemplo, en las protestas en Estados Unidos contra la violencia policiaca hacia los afroamericanos. “Para hacer un omelette” –dicen los justificadores de la violencia–, “se tienen que romper huevos”. Los que incendian cajeros automáticos en medio de la pandemia, aluden a los primeros argumentos de Sartre en la polémica sobre fines y medios: la acción como detonadora ética de la Historia –la condena de los tres policías que asesinaron a George Floyd asfixiándolo durante siete minutos con una rodilla sobre su garganta– justificaría la contraviolencia. Un crimen tiene sentido por una razón de conciencia. No es la misma violencia la del aparato policiaco racista que la respuesta indignada de sus víctimas. Los opositores al saqueo y la quema de tiendas reivindicarían, en cambio, al otro Sartre, al de los setenta.
De la resistencia contra los nazis a Hiroshima, Argelia y Vietnam, Sartre llegaría a concluir que las acciones éticas eran constitutivas de la Historia, y que realmente no importaba si emergieran victoriosas o no, eran la praxis misma. Hay algo del absurdo camusiano en ese desenlace. El problema entre medios y fines, es decir, el uso de la contraviolencia se resolvía en cada instante, sin esencialismos, pero Sartre, al final, parece reconciliarse con un Camus ya después de muerto. Escribe: “No puede existir un medio que desvirtúe su fin”. Es Sartre el que hará el epitafio de su amigo “difícil”: “Camus se apagó. Con su obstinado humanismo, estrecho y puro, austero y sensual, luchó contra los eventos masivos y deformados del día a día. A la inversa, y contra los maquiavélicos, contra el becerro de oro del realismo, reafirmó la existencia de un hecho moral en el corazón de nuestra era”.
Acaso su frase sobre la libertad que más se cita –Siempre puedes hacer algo con lo que te han convertido”– pueda dejar de parecer superación personal del tipo “si te dan limones, hazte un margarita”, si nos importa su contexto. Es el dilema de la conciencia y la práctica. Tan el problema de medios y fines sigue siendo una pregunta por la violencia y el terror, que fue el primer tema a abordar en 2011, cuando un grupo de filósofos de la izquierda se reunieron en la llamada Conferencia de Nueva York. Ahí, junto con Susan Buck-Morss, Slavoj Zizek, Jodi Dean y Etienne Balibar, Alain Badiou volvió a la polémica Sartre-Camus para enmarcarlo a la luz de los movimientos “de la aparición pública” en las plazas de Medio Oriente, España y Wall Street. Distinguió entre la violencia para despojarse de la dominación, del terror impuesto a una antigua clase dirigente, del sometimiento a las sociedades para forzarlas a un “nuevo mundo”. Las tres no van necesariamente unidas, y dependen, como había escrito Sartre, de las prácticas, entre las que se cuenta la moral, la conciencia del otro. De hecho, equiparar la acción transformadora con la violencia política es, para Badiou, un pensamiento reaccionario: establecer que se requiere la fuerza criminal para cambiar un estado de cosas es aceptar que el estado de cosas –el neoliberalismo salvaje y corrupto– es “natural” y aceptable, y que sólo la violencia antinatural podría desplazarlo. La violencia política, escribe, “no es la solución del problema sino su supresión”. Como dirían tanto Sartre como Camus, sobre el suicidio: no se resuelve un conflicto –entre el ser humano y el mundo– eliminando una de sus partes. “El terror no es una consecuencia de la acción transformadora; en realidad proviene de una fascinación por el enemigo, de una rivalidad mimética. Un movimiento que desea el reconocimiento de su adversario cuando mide su éxito con los mismos resultados que el capitalismo, se vuelve violento y totalitario”. Así, propone Badiou, una práctica transformadora debe crear su propio espacio público y de sentido, además de su propio tiempo: no el de las mercancías y el consumo acelerado, sino el de una vida comunitaria. No la carrera espacial entre norteamericanos y soviéticos, sino abandonar del todo la urgencia por llevarla a cabo. Como buen matemático, Badiou nos exhorta: “Lo que queremos no es introducir un cambio, violento o no, en el statu quo, sino que todo lo existente se curve en un nuevo espacio, con otras dimensiones”.
Etienne Balibar, teniendo en mente la crítica sartreana a la “esencia” moral de la humanidad, detalla que lo que se busca es cambiar la manera de relacionarnos: “Hay que invertir las características de la vida bajo este capitalismo, en especial, la competitividad ilimitada y, por tanto, la permanente categorización de los individuos conforme a su poder o a su valor, que deviene en la eliminación de los supuestos “individuos inútiles” o que carecen de “valor comercial”. No basta con denunciar esas relaciones sino que es urgente cambiar ese “yo” del neoliberalismo, solitario y en guerra contra los demás, por algo, más imaginado por verdadero y que todavía siguen rumiando entre líneas Sartre y Camus: la creación de un “yo” compartido.