Arturo Cano
La Jornada
De haber entendido a Carlos Monsiváis –de haberlo leído quizá– los funcionarios del Conapred se hubiesen ahorrado la pregunta. ¿Racismo y/o clasismo?, titularon una mesa que se hizo célebre no por lo dicho, sino porque fue cancelada.
Sonaba fuerte el alzamiento zapatista. En septiembre de 1995, Monsiváis (conciencia crítica del país, diría el clásico) respondía sobre el racismo a la mexicana.
–Discriminación, antisemitismo, regionalismos, prejuicios, resentimiento social, abismos económicos. ¿Dónde se tocan y qué los separa del racismo? –propuso este reportero.
–Con excepción del antisemitismo, que en México para nuestra fortuna es muy escaso, y en lo fundamental asunto de la ultraderecha, los demás conceptos aluden a la zona donde se entreveran y confunden el racismo y el clasismo. El norteño que se siente superior al chiapaneco es clasista y racista; y lo mismo puede decirse del pobre que desprecia al más pobre, del joven que considera un agravio la posesión de su lengua indígena, del rico que le niega humanidad a quienes no lo son. Estoy profundamente convencido de que en México racismo y clasismo son vocablos intercambiables.
Sirva el extenso preámbulo para decir lo obvio: releer a Monsiváis, a 10 años de su muerte, es constatar la vigencia de sus ideas, de sus preocupaciones, de su ojo que todo lo abarcaba y su pluma inclemente.
Alguno de sus malquerientes ha dicho que, en manos de Monsi, el teléfono era un arma letal. El escritor, en efecto, vivía pegado al teléfono (cuando no a sus colecciones de películas o de boleros). Alguna vez, Jenaro Villamil desempacó un celular y se lo entregó. Nunca vi que lo utilizara.
Del otro lado de la línea había que estar listo, pues desde muy temprano Carlos ya tenía muy clara la jerarquía de las noticias del día y dejaba caer la guillotina sobre declarantes y columnistas.
Varias veces pregunté cuál era su método de lectura de la prensa. Decía: Veo todo a vuelo de pájaro y me detengo en lo que me interesa. Era eso y, claro, su memoria prodigiosa.
A su lectura fotográfica de la prensa, Carlos sumaba las voces de sus informantes directos: periodistas, dirigentes sociales, escritores, compañeros de ruta en alguna época. Eran sus ventanas a los distintos mundos que le interesaban.
¿Cómo le va, doctor?, solía ser la pregunta. Y más de una vez. Carlos respondía: Deprimido por el país. Y era cierto. Los problemas del país, las injusticias, la violencia o la permanente ofensiva de la derecha lo mantenían no sólo interesado, sino auténticamente preocupado.
De su obra se ha dicho que es inabarcable, compleja, inclasificable. Y sí, pero su interés por la poesía, el laicismo y la laicidad, la cultura popular o el espectáculo no brilló nunca más que la atención que dedicó a las mujeres del Movimiento Urbano Popular, las luchas magisteriales y una lista muy extensa de causas.
El compromiso de Monsiváis con cinco décadas de causas nunca estuvo exento de la mirada crítica. Escribió contra la práctica de rapar (pelonear) a los adversarios que llegaron a emplear contingentes de la CNTE, por ejemplo. Aunque juzgaba que el Movimiento Urbano Popular (MUP) era el gran civilizador del México de masas, lamentaba la persistencia de caciques gestores y el escaso peso de las mujeres en sus liderazgos. Se opuso también al bloqueo de Paseo de la Reforma en 2006. En pleno plantón, firmó una carta con varios de sus cercanos: Si no quieren desvirtuarse, las causas legítimas y legales no deben imponerse sobre una ciudad y sus habitantes, y es injusto lastimar primero a los capitalinos, y sus autoridades, y dejar para más tarde la confrontación con los responsables del magno fraude que se inició con el desafuero. Un sábado de esos días de plantón se le dijo que la carta había causado molestia en el círculo de López Obrador: No, unanimidad no, fue su respuesta.
En compañía de Monsiváis las puertas se abrían en todas partes. En Cuicuilco, la celosa guardia de la marcha de los mil 111 zapatistas (1997) le dio paso franco en un santiamén. En la misa papal celebrada en el Autódromo (1999) unos curas de pueblo le hicieron cancha para que pudiera sentarse. Eran, quizá no tan sorprendentemente, sus lectores, y lo trataban de maestro, pese a que Monsiváis era orgulloso de su anticlericalismo.
Dos años antes de su muerte, Monsiváis presentó su libro El Estado laico y sus malquerientes, que editó su gran amigo Ariel Rosales. Era, decía, una crónica de todos los intentos de negar, con autoritarismo y no sin violencia, la laicidad.
Monsiváis distinguía entre laicidad, generada por la estructura jurídica del Estado, y por la separación de la Iglesia y el Estado, y laicismo, al que consideraba la movilización crítica que no admite la intolerancia de la derecha y el odio activo contra la secularización.
El uso del término laicismo le parecía básico frente a la insistencia fundamentalista que buscaba –y busca– la devolución de fueros eclesiásticos y educación religiosa en escuelas públicas.
Frente a intelectuales católicos que hablaban de la obsolescencia ideológica del laicismo y proponían una laicidad abierta, Monsiváis sostenía: “¿Qué hay de ‘obsolescencia ideológica’ en la defensa del ar-tículo tercero constitucional?… Y en cuanto a la laicidad abierta, si por ésta se entiende la educación religiosa en la educación pública, sería más bien una laicidad tan cerrada que se parecería sospechosamente a las preguntas y respuestas del Catecismo del padre Ripalda”.