«La maleta de mi padre» por Orhan Pamuk

LA MALETA DE MI PADRE

Orhan Pamuk

Discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura 2006 ante la Academia Sueca
10 de diciembre de 2006

Dos años antes de su muerte mi padre me entregó un maletín lleno de sus textos manuscritos y sus cuadernos de notas.
Con su habitual aire bromista me dijo, como al pasar, que esperaba que yo los leyera después, es decir, después de su
muerte.
“Échales una mirada”, dijo, con algún embarazo, “tal vez algo de todo eso sirva. Tú podrás elegir lo que sea
publicable”.
Estábamos en mi cuarto de trabajo, rodeados de libros. Mi padre daba vueltas por la estancia, mirando a su alrededor,
como quien desea deshacerse de un equipaje pesado e incómodo, sin saber dónde ponerlo. Finalmente lo colocó
discretamente, sin ostentación, en un rincón. Después de este instante, un tanto embarazoso pero imborrable para
ambos, regresamos a la tranquila ligereza de nuestros papeles habituales, nuestras personalidades sarcásticas y
desenvueltas. Hablamos, como de costumbre, de cosas sin importancia, de la vida, de los inagotables temas políticos
de Turquía y, sin ninguna amargura, de los proyectos no realizados y los negocios sin resultados de mi padre.
Recuerdo que durante algunos días después de su partida di vueltas alrededor de ese maletín, sin tocarlo. Conocía
desde la infancia esa pequeña valija de cuero negro, su cerradura, sus abollados rebordes. Mi padre la usaba para sus
viajes cortos y también, a veces, para llevar documentos de la casa al trabajo. Recordaba haber abierto esta valija,
cuando era niño, y escarbado en sus cosas que despedían un delicioso aroma de agua de Colonia y de tierras
extranjeras. Este maletín era para mí un objeto conocido y fascinante, asociado a mi pasado y a mis recuerdos de la
infancia; sin embargo, ahora no me atrevía a tocarlo. ¿Por qué? Lo que me inhibía era sin duda la importancia, el peso
enorme de la misteriosa gravedad que su contenido parecía esconder.
Ahora voy a hablar sobre el significado de este peso secreto: es el resultado de lo que un ser humano logra crear
cuando, encerrado en su cuarto de trabajo y sentado ante una mesa o en un rincón, se expresa por medio del papel y
la pluma. Es decir, este es el sentido de la literatura.
No me atrevía a tocar ni a abrir el maletín de mi padre, pero conocía algunos de los cuadernos de notas que contenía.
Ya había visto a mi padre escribir en ellos. No era la primera vez que yo sentía hondamente todo el peso contenido en
este maletín. Mi padre tenía una gran biblioteca; en su juventud, a fines de la década de 1940, había querido ser poeta
en Estambul y había traducido a Valéry al turco, pero no había querido exponerse a las dificultades de una vida
consagrada a la poesía en un país pobre, donde los lectores eran escasos. Su padre -mi abuelo- era un empresario rico;
mi padre había tenido una infancia cómoda y no quería empobrecerse por la literatura. Él amaba la vida con todos sus
placeres, y yo lo comprendía.
Lo primero que me inhibía a acercarme al maletín de mi padre era el temor de que sus escritos no me gustaran. Mi
padre tenía la misma duda y los había presentado con una actitud de cierta indiferencia, como si no tomara demasiado
en serio el contenido del maletín. Esta actitud me afligía; yo llevaba ya veinticinco años trabajando como escritor,
pero no quería reprochar a mi padre el no haber tomado la literatura con suficiente seriedad… Mi verdadero temor, la
cosa que me aterraba verdaderamente, era la posibilidad de que mi padre hubiera sido un buen escritor. Este miedo
era lo que me impedía abrir el maletín de mi padre. Peor todavía, yo no era capaz de confesarme a mí mismo esta
razón, porque si de su pequeña valija surgía una gran obra, yo estaría obligado a reconocer la existencia de otro
hombre, totalmente diferente, en el interior de mi padre. Era una posibilidad aterradora. Porque incluso a mi edad, ya
avanzada, yo quería que mi padre fuera solamente mi padre, no un escritor.
Para mí, ser escritor significa descubrir, mediante un paciente trabajo de años, la otra persona que vive oculta en uno
y el mundo interior que la hace ser lo que es; cuando hablo de escritura, lo primero que me viene a la mente no es una
novela, un poema o una tradición literaria, sino una persona que, encerrada en estudio, replegada en sí misma y
protegida de sí misma, rodeada de sus sombras, se sienta ante una mesa, sola con las palabras, y construye con ellas
un mundo nuevo. Este hombre, o esta mujer, puede usar una máquina de escribir o emplear los servicios de una
computadora o bien, como yo, puede pasarse treinta años escribiendo con una pluma estilográfica sobre el papel.
Puede fumar, puede beber café o té. De vez en cuando puede lanzar una mirada a través de la ventana, sobre los niños
que se divierten en la calle -si tiene suerte, sobre los árboles o un paisaje-, o sobre un muro sombrío. Puede escribir
poesía, teatro, o novelas, como yo. Todas esas diferencias surgen después de la tarea crucial que consiste en sentarse
ante la mesa y entrar pacientemente en su mundo interior. Escribir es traducir en palabras esta introspección, esta
indagación de sí mismo, y gozar de la alegría de explorar con paciencia y obstinación un mundo nuevo. Sentado ante
mi mesa mientras los días, los años y los meses transcurrían y mientras yo iba agregando nuevas palabras sobre las
páginas en blanco, sentía que estaba construyendo un nuevo mundo interior para mí mismo; que yo, del mismo modo
que quien construye un puente o una cúpula, piedra sobre piedra, estaba descubriendo otra persona en mi interior. Para
nosotros, escritores, las palabras son nuestras piedras de construcción. Conociéndolas y valorándolas en sus relaciones
recíprocas, juzgándolas a veces a la distancia, acariciándolas en ocasiones con las yemas de los dedos o con la pluma
estilográfica, sopesándolas, colocamos a cada una de ellas en su lugar, para ir construyendo nuevos mundos a lo largo
de los años, sin perder la esperanza, con obstinación, pacientemente.
El secreto del escritor, para mí, no es la inspiración -pues nunca se sabe de dónde viene-, sino la obstinación y la
paciencia. Hay una hermosa expresión turca, “cavar un pozo con una aguja”, y a mí me parece que fue inventada
pensando en nosotros los escritores. En los antiguos relatos, yo amo y comprendo la paciencia de Ferhad, quien, según
la leyenda, perforaba las montañas por el amor de Shirine. Cuando escribí en mi novela Me llamo Rojo, sobre los
antiguos miniaturistas persas que dibujaban el mismo caballo durante años hasta memorizarlo al punto de que podían
dibujarlo con los ojos cerrados, yo sabía que estaba escribiendo también sobre el oficio del escritor y sobre mi propia
vida. Para alcanzar el don de poder narrar su propia vida, lentamente y como si fuera la historia de otros, para sentir
en sí mismo esta fuerza narrativa, me parece que el escritor debe dedicar todos sus años a este arte y a este oficio ante
su escritorio, con la necesaria condición del optimismo. El ángel de la inspiración, que visita regularmente a algunos
y jamás a otros, favorece al optimista y al que confía en sí mismo; y cuando el escritor se siente más solo que nunca
y duda más que nunca de sus esfuerzos, de sus sueños y del valor de sus escritos -es decir, cuando cree que su relato
es únicamente el relato de sí mismo-, es entonces cuando el ángel le revela las historias, las imágenes y los sueños que
unen el mundo del cual quería salir el escritor con el mundo que quiere construir. Mi sentimiento más estremecedor,
en este oficio de escritor al que he dedicado toda mi vida, ha sido la sensación, a veces, de que algunas frases, fantasías
y páginas que me han hecho inmensamente feliz, no procedían de mi propia imaginación sino que me habían sido
reveladas generosamente por alguna fuerza externa.
Yo tenía miedo de abrir el maletín de mi padre y de leer sus cuadernos, porque yo sabía que él jamás habría soportado
las dificultades que yo mismo tuve que afrontar. Él no amaba la soledad sino los amigos, las multitudes, los salones,
las bromas, las diversiones sociales. Pero mis pensamientos tomaron luego otro rumbo: estas ideas, estos sueños sobre
la paciencia y el ascetismo, todas esas concepciones que yo había construido podían ser solamente mis propios
prejuicios ligados a mi vida y a mi experiencia como escritor. Ha habido una gran cantidad de autores brillantes que
escribieron rodeados de multitudes, de sus familias, del bullicioso esplendor y el alegre parloteo de la vida social.
Además, mi padre nos había abandonado cuando éramos niños, aburrido de la monotonía de la vida familiar. Se había
ido a París y allí, en habitaciones de hotel -como tantos otros escritores- llenaba, uno tras otro, cuadernos y más
cuadernos de notas. Yo sabía que en el maletín se encontraba una parte de esos cuadernos, pues durante los años que
precedieron a la entrega de la pequeña valija mi padre había comenzado a hablarme sobre ese período de su vida.
También había hablado sobre aquellos años cuando yo era niño, pero sin mencionar su vulnerabilidad ni sus sueños
de convertirse en poeta ni sus angustias existenciales en las habitaciones de hotel. Contaba cómo había visto
frecuentemente a Sartre en las aceras de París, y hablaba con entusiasmo ingenuo, como portador de noticias muy
importantes, de los libros que había leído y las películas que había visto. Más tarde, ya convertido en escritor, no he
olvidado nunca que llegué a serlo gracias a que mi padre, en lugar de recordar a los famosos pachás y los grandes
líderes religiosos, me hablaba frecuentemente de los grandes autores de la literatura universal. Tal vez por esto debía
yo abordar la lectura de los cuadernos de mi padre, sin pensar tanto en el valor literario de sus escritos, considerando
todo lo que yo debía a los libros de su biblioteca y recordando que él, cuando vivía con nosotros, no aspiraba sino a
encerrarse en una habitación -como yo- para estar en íntimo contacto con sus libros y sus pensamientos.
Sin embargo, contemplando con zozobra este maletín cerrado, sentí que era precisamente esto lo que yo era incapaz
de hacer. Mi padre acostumbraba en ocasiones tenderse en el sofá, frente a sus libros, dejar a un lado el libro o la
revista que tenía en sus manos y hundirse durante largo rato en sus pensamientos y fantasías. En su rostro aparecía
entonces una nueva expresión, diferente de la que mostraba en las bromas, el bullicio y las riñas de la vida familiar.
Esa expresión denotaba una profunda introspección que me hizo comprender, ya desde mi infancia y durante los
primeros años juveniles, que mi padre sufría un desasosiego interior que me inquietaba. Ahora sé, muchos años
después, que ese desasosiego es una de las fuerzas decisivas que hacen de un ser humano un escritor. Para llegar a ser
escritor se necesita, antes que la paciencia y el esfuerzo, el impulso interior que nos hace huir de las multitudes, la
vida social, las cosas cotidianas que todos comparten, y encerrarse en una habitación. Los escritores necesitamos la
paciencia y la esperanza para encontrar en nosotros mismos los cimientos del mundo que creamos para nosotros. Pero
el deseo de encerrarnos en una habitación, en una sala llena de libros, es lo primero que nos impulsa. Montaigne fue
sin duda quien marcó el inicio de la literatura moderna, el primer gran ejemplo de escritor libre de temores y prejuicios,
el primero que discutió las palabras de otros sin escuchar otra voz que la de su propia conciencia y, en conversación
con sus libros, desarrolló sus propias ideas y su propio mundo. Montaigne es uno de los escritores que mi padre leía
una y otra vez y a cuya lectura me incitaba siempre. Yo quisiera verme a mí mismo como un seguidor de esta tradición
de escritores que, sea en Oriente, sea en Occidente, se apartan de la vida social para encerrarse, junto con su biblioteca,
en su estudio. El punto de partida de la verdadera literatura es el ser humano encerrado, a solas, con sus libros.
Pronto descubrimos, sin embargo, en ese recinto donde nos hallamos encerrados, que no estamos tan solos como
podría creerse. Nos hacen compañía las palabras de otros y las historias de otros, sus libros, todo aquello que llamamos
la tradición literaria. Estoy convencido de que la literatura es el más valioso acervo de materiales que la humanidad
ha creado en su esfuerzo por comprenderse a sí misma. Las sociedades humanas, tribus, naciones, se hacen más
inteligentes, se enriquecen y se elevan en la misma medida en que toman en serio su literatura y escuchan a sus
escritores. Como todos sabemos, las hogueras de libros y las persecuciones contra los escritores han sido el anuncio
de tiempos de tinieblas e irracionalidad para naciones enteras. Pero la literatura nunca es un asunto puramente nacional.
El escritor que se encierra con sus libros y emprende, antes que nada, el viaje interior, descubre con el correr de los
años esta regla imperiosa: la literatura es el arte de narrar nuestra propia historia como si fuera la de otros, y la historia
de otros como si fuera la nuestra. Para lograr esto debemos viajar a través de las historias y libros de otros.
Mi padre tenía una buena biblioteca, con unos mil quinientos libros, más que suficiente para un escritor. Cuando yo
tenía veintidós años no había leído quizás todos esos libros, pero a todos los conocía, uno por uno, sabía cuáles eran
importantes, cuáles eran ligeros y fáciles de leer, cuáles eran clásicos, cuáles eran parte imprescindible de la literatura
universal, cuáles eran testimonios olvidables pero entretenidos de la historia local y cuáles eran las obras de un escritor
francés a quien mi padre tenía en alta estimación. Yo contemplaba a veces esta biblioteca desde cierta distancia e
imaginaba que un día, en una casa propia, tendría una biblioteca igual o incluso mejor, y que construiría para mí un
mundo de libros. Vista desde la distancia, la biblioteca de mi padre me parecía en ocasiones una pequeña imagen de
todo el mundo real. Pero era un mundo visto desde nuestro ángulo de visión, desde Estambul. El contenido de la
biblioteca daba testimonio de esto. Mi padre la había formado con los libros adquiridos durante sus viajes, sobre todo
en París y en América, con los que había comprado en su juventud a libreros que vendían literatura extranjera en
Estambul durante las décadas de 1940 y 1950, y con los que había continuado adquiriendo en librerías que yo también
conocía. Mi mundo es esta mezcla del mundo local, el nacional y el occidental. A partir de la década de 1970 comencé
yo también, ambiciosamente, a formar mi propia biblioteca. Aun no me había decidido por completo a convertirme
en escritor. Como he relatado en mi libro Estambul, yo ya había intuido que nunca llegaría a ser pintor, pero no sabía
con exactitud qué camino tomaría mi vida. Tenía una curiosidad insaciable y universal, una avidez ingenua y
excesivamente optimista por leer y aprender; pero al mismo tiempo tenía la sensación de que a mi vida le faltaría algo
y que yo no podría vivir como otros. Esta sensación, exactamente como la que yo experimentaba al contemplar la
biblioteca de mi padre, estaba asociada con la idea de encontrarme lejos del centro, esto que los habitantes de Estambul
sentíamos en aquellos tiempos, esta sensación de vivir en la periferia. Esta era otra circunstancia que aumentaba mi
preocupación y me hacía sentir de algún modo incompleto, porque yo sabía muy bien que vivía en un país que no
valoraba ni estimulaba a sus artistas -fueran ellos pintores o escritores- y les ofrecía una vida sin esperanza alguna. En
los años setenta, como impulsado por un deseo apremiante y angustioso de resolver estas carencias de mi vida, visitaba
con impaciencia furiosa los atiborrados quioscos y tiendas de libros de Estambul; y cuando compraba a los libreros de
ocasión, con el dinero que mi padre me daba, libros descoloridos, manoseados, descuadernados y polvorientos, el
estado lastimoso de estas tiendas de libros usados y el aspecto miserable de los pobres libreros que ponían sus
mercancías en las orillas de las calles, en los patios de la mezquitas y en los nichos de muros en ruinas, la decrepitud
y la pobreza sórdida de todos estos lugares me impresionaban tan poderosamente como las hondas vivencias que el
contenido de esos libros me prometía.
En cuanto a mi lugar en el mundo, mi sentimiento fundamental, tanto en la vida como en la literatura, era el de “no
estar en el centro”. En el centro del mundo había una vida más rica y atractiva que la nuestra y, como todos los
habitantes de Estambul y de toda Turquía, estábamos excluidos de ella. Hoy me imagino que yo compartía este
sentimiento con la mayoría de los habitantes del mundo. Del mismo modo, había una literatura mundial cuyo centro
se hallaba muy lejos de mí. En realidad yo pensaba más en la literatura occidental que en la literatura universal; pero
nosotros, los turcos, estábamos también fuera de ella. La biblioteca de mi padre lo confirmaba. De una parte, contenía
libros y literatura de Estambul, nuestro mundo local, con la rica diversidad de detalles que amo y nunca he podido
dejar de amar, y de otra parte estaban los libros del mundo occidental que en nada se parecía al nuestro, diferencia que
para nosotros era tan dolorosa como inspiradora de esperanzas. Escribir y leer era como dejar un mundo para encontrar
el consuelo en la realidad extraña, singular y fantástica del otro mundo. Yo sentía que mi padre también había leído
novelas para escapar de su vida y huir hacia Occidente, tal como yo lo haría más tarde. O bien, tal vez me parecía por
esos días que esos libros eran el medio de que nos servíamos como una cura contra nuestro sentimiento de inferioridad
cultural. No solamente la lectura, también el acto de escribir era el pasaje que nos permitía viajar de nuestra vida en
Estambul a Occidente y participar un poco de ese mundo. Mi padre había viajado a París para poder llenar la mayoría
de sus cuadernos, se había encerrado en el silencio de su habitación de hotel y después había regresado con sus escritos
a Turquía. Yo sentía que esto me causaba desasosiego e inquietud cuando fijaba la mirada en el maletín de mi padre.
Después de los veinticinco años de aislamiento en mi estudio para realizarme como escritor en Turquía, la vista de ese
maletín me producía irritación por el hecho de que el oficio del escritor, este ejercicio de escribir libre y sinceramente
lo que hay en nuestro mundo interior, tenía que ser una ocupación que se realiza en secreto, fuera de las miradas de la
sociedad, del estado y de la nación. Quizás esta era la principal razón por la cual yo me sentía enfadado con mi padre,
por no haber tomado la literatura tan en serio como yo lo hacía.
En realidad, yo estaba irritado con mi padre porque él no había llevado una vida como la mía, porque él había evitado
siempre hasta el más mínimo conflicto, independientemente de cuál fuera el asunto, porque él había vivido sonriendo,
feliz, entre sus amigos y sus seres amados. Pero en algún lugar de mi conciencia yo sabía que también podría decir
que estaba “envidioso” en lugar de “enojado”, que tal vez esa era una palabra más correcta, y eso también me
inquietaba. Y entonces, cuando me preguntaba a mí mismo con mi voz siempre rencorosa y poco razonable: “¿Qué es
la felicidad?” ¿Es felicidad vivir sentado solo en un cuarto y creer que se vive una vida intelectualmente profunda?
¿O es felicidad llevar una vida agradable en sociedad, creyendo las mismas cosas que todos los demás creen, o
simulando creerlas? ¿Es felicidad, o infelicidad, pasar la vida escribiendo en secreto en un lugar donde nadie puede
verlo a uno, y aparentando en público estar en armonía con todos a su alrededor? Eran preguntas muy molestas y
extremadamente irritantes para mí. Por otra parte, ¿de dónde había sacado yo esta idea de que la felicidad era el criterio
de una buena vida? La gente, los periódicos, todo el mundo actuaba como si la más importante medida de la vida fuera
la felicidad. ¿Esto solo no sugiere que valdría la pena tratar de averiguar si lo contrario es verdad? ¿Qué tan
hondamente conocía yo a mi padre, a él, que se había alejado de nosotros, de su familia, hasta dónde podía yo decir
que comprendía su inquietud profunda?
Estos fueron los impulsos que finalmente me hicieron abrir el maletín de mi padre. ¿Acaso había en su vida un secreto,
una infelicidad que yo desconocía, algo que él solo pudo hacer soportable vertiéndolo en sus escritos? En cuanto abrí
el maletín evoqué aquellos olores traídos en su viajes, reconocí varios cuadernos y recordé que mi padre me los había
mostrado muchos años antes, sin otorgarles mayor importancia. La mayoría de los cuadernos que yo ahora hojeaba,
uno tras otro, habían sido escritos cuando mi padre, joven todavía, nos había dejado y se había ido a París. Como
siempre me ocurría con respecto a otros escritores que admiraba, cuyas obras y biografías había leído y conocía, yo
deseaba saber lo que el autor de estos textos había escrito y lo que pensaba cuando tenía la misma edad mía. Muy
pronto comprendí que ahí no iba a encontrar nada de eso. Además, me produjo gran inquietud encontrar, aquí y allá,
una voz de narrador que, pensaba yo, no era la voz de mi padre, no era auténtica o por lo menos no pertenecía a la
persona que yo conocía como mi padre. Un miedo intenso se despertó entonces en mí, más fuerte aun que la inquietante
circunstancia de que mi padre, cuando escribía, pudiera no haber sido mi padre. El miedo profundo, íntimo, de no
lograr ser auténtico, había crecido por encima de mis temores de que los escritos de mi padre no fueran buenos o de
constatar, incluso, que él estaba excesivamente influenciado por otros escritores; y este miedo se iba transformando
en una crisis de identidad como aquella tan profunda que en mis años juveniles me había obligado a revisar a fondo
toda mi existencia, mi vida, mi voluntad de escribir y mi propia producción literaria. Durante mis primeros diez años
como novelista yo sentía estos temores más intensamente, me esforzaba por luchar contra ellos y a veces me aterraba
la idea de que un día, así como había abandonado la pintura, esta angustia terminaría por doblegarme y yo dejaría de
escribir novelas.
Ya he mencionado los dos sentimientos esenciales que me invadieron cuando yo cerré y guardé el maletín de mi padre:
la sensación de vivir en la periferia, lejos del centro, y la angustia de carecer de autenticidad. Esta no era ciertamente
la primera vez que yo experimentaba tan profundamente estos estados de ánimo. Durante años, en mis lecturas y mi
escritura, yo había estado estudiando e investigando en mi escritorio, descubriendo, ahondando en estas emociones,
en toda su amplitud y sus inesperadas consecuencias, sus interconexiones, sus causas y sus variados matices.
Ciertamente mi ánimo había sido sacudido muchas veces, especialmente en mi juventud, por las confusiones, las
susceptibilidades y los momentos de tristeza indefinible con que la vida y los libros me afligían. Pero fue solamente
escribiendo libros que llegué a comprender a fondo la angustia de la autenticidad (como en Mi Nombre es Rojo y El
Libro Negro) y el sentimiento de vivir en la periferia (como en Nieve y en Estambul). Para mí, ser un escritor significa
observar con atención las heridas que llevamos dentro, sobre todo las heridas secretas de las que no sabemos nada o
casi nada, descubrirlas con paciencia, estudiarlas y sacarlas a la luz para luego asumirlas y hacer de ellas una parte
consciente de nuestra escritura y nuestra identidad.
Ser escritor es hablar de cosas que todos conocen sin saberlo. Descubrir este conocimiento, desarrollarlo y compartirlo,
ofrece al lector el placer del asombro en el recorrido de un mundo que le es familiar. El mismo placer sentimos, sin
duda, en el arte de expresar fielmente por escrito lo que sabemos de la realidad. Un escritor que, durante largos años,
encerrado en el silencio de su estudio, ha perfeccionado su arte y ha iniciado la creación de su mundo comenzando
por sus propias heridas secretas, posee, consciente o inconscientemente, una confianza profunda en la humanidad.
Siempre he albergado en mí la confianza en que los otros tienen heridas como las mías y que esta circunstancia ha de
conducir al convencimiento de que todos los seres humanos nos parecemos. Todos los logros genuinos de la literatura
se construyen a partir de esta esperanzadora certeza, de este optimismo infantil, de que todos los seres humanos somos
parecidos. Y esta humanidad en un mundo sin centro, es lo que el escritor que ha trabajado en el aislamiento durante
años aspira a alcanzar.
Pero como se puede deducir del maletín de mi padre y de los pálidos colores de nuestras vidas en Estambul, el mundo
tenía un centro en algún lugar, muy lejos de nosotros. En mis libros he descrito, con cierto detalle, de qué modo este
hecho básico produjo un sentimiento chejoviano de provincianismo y cómo, de otro lado, me llevó a interrogarme
sobre mi autenticidad. Sé por experiencia que la gran mayoría de la población mundial vive bajo el peso de estos
mismos sentimientos y que muchos sufren tensiones todavía más desgastadoras y destructivas, como la falta de
confianza en sí mismos o el temor de ser sometidos a la humillación. Sí, los principales problemas de la humanidad
son todavía la pobreza, el hambre, la falta de vivienda… Pero hoy los canales de televisión y los periódicos nos
informan sobre estos problemas fundamentales de un modo más rápido y sencillo que la literatura. Lo que la literatura
debe describir y explorar hoy son las preocupaciones principales de la persona humana: el miedo a la exclusión, a
sentirse insignificante, y los sentimientos de inutilidad que se derivan de esos temores, el orgullo herido de sociedades
enteras, la vulnerabilidad, la angustia de ser objeto de desprecio, todas las formas de la cólera, los desaires, los
agravios, las susceptibilidades, las infinitas afrentas imaginarias y sus hermanas, las jactancias nacionalistas, el
engreimiento y la arrogancia… Semejantes monstruos de la imaginación, que casi siempre se expresan con un lenguaje
irracional y exageradamente apasionado, salen a mi encuentro cada vez que me asomo a la zona oscura de mi mundo
interior. A menudo somos testigos de cómo las grandes muchedumbres, sociedades y naciones del mundo no
occidental, con las cuales yo puedo identificarme fácilmente, caen en las garras del temor que los conduce a cometer
actos insensatos a causa de su vulnerabilidad y de su angustia por temor a ser sometidos a la humillación. También sé
que en el mundo occidental, con el cual puedo identificarme con la misma facilidad, existen estados y naciones
imbuidos de un exagerado orgullo por haber producido el Renacimiento, la Ilustración y la Modernidad, y que en
ocasiones caen en una arrogancia que también conduce a la insensatez.
Así pues, no solamente mi padre, sino todos nosotros, sobreestimamos la idea de que el mundo tiene un centro. Sin
embargo, lo que nos mantiene durante años encerrados en un estudio para escribir, es la confianza contraria; es la
creencia de que un día nuestros escritos serán leídos y entendidos, porque los seres humanos de todas las regiones del
mundo somos semejantes. Pero yo sé por mí mismo y por lo que mi padre ha escrito, que este es un optimismo cargado
de inquietud, lacerado por la cólera de la marginación y la exclusión. Muchas veces he sentido íntimamente la pasión
de amor y odio que Dostoievsky sintió hacia Occidente durante toda su vida. Pero de él aprendí algo esencial, pues
encontré la verdadera fuente del optimismo en el mundo diferente, extraordinario, que el gran escritor construyó a
partir de su relación de amor-odio y más allá de sus límites.
Todos los escritores que han consagrado sus vidas a esta tarea conocen esta verdad: cualquiera que sea el motivo
original que nos ha impulsado a escribir, el mundo que construimos durante años y años de escritura esperanzada toma
finalmente forma en un lugar diferente. Desde el escritorio ante el cual nos sentamos a trabajar bajo el influjo de la
amargura o de la cólera, vamos hallando el sendero hacia un mundo interior totalmente distinto, más allá de todas esas
furias y congojas. ¿Podría mi padre haber alcanzado, él mismo, ese mundo interior? Ese mundo que nos da la sensación
de haber vivido un milagro, como cuando, después de una larga travesía por mar, se diluye la niebla y una isla emerge
ante nuestros ojos con todo el esplendor de sus colores. O bien, tal vez sentimos el impacto de la misma fascinación
que experimentan los viajeros occidentales cuando sus navíos se aproximan a Estambul y la ciudad surge a su vista al
disiparse la niebla del amanecer. Al final del largo viaje, iniciado con esperanza y curiosidad, aparece ante ellos una
ciudad, un mundo entero con sus mezquitas, sus alminares, sus casas, sus calles empinadas, sus colinas, sus puentes.
Como un lector impaciente que se pierde entre las páginas del libro, el viajero quiere entrar inmediatamente en este
mundo que se abre ante sus ojos y fundirse en él. Así, nos hemos sentado ante una mesa sintiéndonos provincianos,
excluidos, marginados, enojados o profundamente acongojados, y hemos descubierto un nuevo mundo interior que
nos hace olvidar esos sentimientos.
Contrariamente a lo que yo sentía en mi infancia y en mi juventud, para mí, ahora, el centro del mundo es Estambul.
No solamente porque yo he vivido allí toda mi vida, sino porque durante los últimos treinta y tres años,
identificándome completamente con la ciudad, he estado describiendo en mis narraciones sus calles, sus puentes, sus
gentes, sus perros, sus casas, sus mezquitas, sus fuentes, sus héroes asombrosos, sus tiendas, sus personajes famosos,
sus gentes humildes, sus recovecos oscuros, sus días y sus noches. A partir de cierto momento, este mundo que he
imaginado se libera, escapa de mi control y deviene más real que la ciudad en la cual vivo. Entonces parece que todas
esas gentes y calles, esos objetos y edificios, comienzan a hablar los unos con los otros y a construir entre ellos
relaciones recíprocas y viven sus propias vidas fuera de mi imaginación y de mis libros. Este mundo que yo había
creado, imaginándomelo pacientemente, como quien cava un pozo con una aguja, parece entonces, para mí, más real
que todo lo demás.
Tal vez mi padre también había conocido esta felicidad reservada a los escritores que han dedicado tantos años a su
oficio; y yo me decía que debía liberarme de todo prejuicio y mirar el contenido de su maletín. Después de todo, él
nunca fue un padre imperativo, rígido, represivo o castigador, sino un padre que siempre me dio libertad y siempre
me trató con sumo respeto, por lo cual yo le guardaba gratitud. A diferencia de muchos amigos de mi infancia y
compañeros de mi juventud, jamás tuve miedo de mi padre y a veces creí que esta era la causa de que mi imaginación
pudiera funcionar libremente, con desenfreno infantil, y en ocasiones pensé sinceramente que podía llegar a ser un
escritor porque mi padre quiso convertirse él mismo en escritor en su juventud. Debía leerlo con buena voluntad y
comprender lo que había escrito en esas habitaciones de hotel.
Con estos pensamientos optimistas abrí el maletín que había permanecido varios días allí donde mi padre lo había
dejado; usando toda mi fuerza de voluntad, leí algunos manuscritos y cuadernos. ¿Qué había escrito mi padre?
Recuerdo ahora algunas descripciones de hoteles parisienses, algunos poemas, paradojas, reflexiones… Me siento
ahora como alguien que, después de un accidente de tráfico, solamente tiene recuerdos fragmentarios y se esfuerza
por reconstruir lo sucedido, pero no quiere recordar demasiado.
Cuando yo era niño y mi padre y madre estaban a punto de iniciar una disputa, cuando reinaba entre ellos un silencio
mortal y ninguno de los dos pronunciaba una sola palabra, mi padre encendía la radio para aliviar la tensión de los
ánimos y la música nos ayudaba a olvidarnos más rápidamente de todo el incidente. Permítanme cambiar de tema y
decir unas palabras ligeras que cumplan la función de esa música. Como ustedes saben, la pregunta que los escritores
debemos responder con más frecuencia es: “¿Por qué escribe usted?” ¡Escribo porque quiero hacerlo, con toda el
alma! Escribo porque a diferencia de otros, no me siento a gusto con un trabajo común y corriente. Escribo para que
libros como los míos sean escritos y para poderlos leer. Escribo porque estoy molesto con ustedes, con todo el mundo.
Escribo porque me complace enormemente sentarme en un cuarto a escribir sin descanso. Escribo porque solamente
modificando la realidad puedo soportarla. Escribo para que el mundo entero sepa cómo yo, cómo nosotros en Estambul
y en Turquía hemos vivido y vivimos. Escribo porque amo el olor del papel, de la pluma y de la tinta. Escribo porque
creo más en la literatura, en el arte de la novela, que en cualquier otra cosa. Escribo porque es un hábito, una pasión.
Escribo porque tengo miedo de ser olvidado. Escribo porque me gusta la celebridad y toda la notoriedad que el escribir
conlleva. Escribo para estar solo. Escribo en la esperanza de entender por qué estoy furioso con ustedes, con todos.
Escribo porque me gusta ser leído. Escribo para terminar de una vez por todas esta novela, este texto, esta página que
en algún momento comencé a escribir. Escribo porque todos esperan que escriba. Escribo porque tengo una fe infantil
en la inmortalidad de las bibliotecas y en el lugar que mis libros tendrán en los estantes. Escribo porque la vida, el
mundo, todo es increíblemente bello y maravilloso. Escribo porque gozo traduciendo en palabras toda la belleza y la
opulencia de la vida. Escribo, no para contar historias sino para construir historias. Escribo para liberarme del
sentimiento de que siempre existe un lugar al que -como en una pesadilla- jamás podré llegar. Escribo porque nunca
he conseguido ser feliz. Escribo para ser feliz.
Una semana después de que mi padre vino a mi estudio y me dejó su maletín, volvió a hacerme otra visita. Trajo,
como siempre, una barra de chocolate (había olvidado que yo tenía 48 años). Como era nuestra costumbre, charlamos
alegremente sobre la vida, la política y los chismes familiares. En algún momento los ojos de mi padre se dirigieron
al rincón donde había dejado su maletín y notó que yo lo había movido de allí. Nuestras miradas se cruzaron. Se
produjo un silencio embarazoso. Yo no le dije que había abierto el maletín y que había intentado leer sus escritos.
Rehuí su mirada. Pero él entendió. Asimismo, yo comprendí que él había entendido. Y él entendió que yo había
entendido que él había entendido. Pero todo este intercambio de comprensiones recíprocas solo duró unos segundos.
Porque mi padre era un hombre seguro de sí mismo, despreocupado y feliz; como de costumbre, se echó a reír. Y
como siempre lo había hecho cuando salía de la casa, también esta vez me dijo, con tono paternal, algunas palabras
amables y alentadoras.
Al verlo salir sentí, como de costumbre, envidia de su felicidad y de su comportamiento sin tristezas ni preocupaciones.
Pero recuerdo también que ese día sentí un íntimo estremecimiento de avergonzada alegría. Yo podía no ser tan
despreocupado como él; yo podía no haber vivido una vida feliz y sin tristezas, como él; pero yo había desagraviado,
le había hecho justicia al arte de escribir, y este sentimiento, bueno, ustedes entienden … Yo estaba avergonzado de
sentir estas cosas con respecto a mi padre. Además, mi padre, lejos de ser una figura central y represiva en mi vida,
me había dejado siempre en completa libertad. Todo esto nos debe recordar que el arte de escribir y la literatura están
íntimamente ligadas a alguna carencia central en torno a la cual gira nuestra vida, a sentimientos de felicidad y de
culpa.
Pero mi historia tiene otra parte, que recordé de inmediato ese día, y cuya simetría me produjo un sentimiento de culpa
aún más profundo. Veintitrés años antes de que mi padre me dejara su maletín y cuatro años después de que yo tomara
la decisión de convertirme en escritor y abandonar todo lo demás, a la edad de veintidós, me encerré en un cuarto y
terminé mi primera novela, Cevdet Bey y sus hijos. Con las manos temblorosas entregué el texto mecanografiado de
la novela inédita a mi padre y le pedí que la leyera y me diera su opinión. Su aprobación era importante para mí, no
solamente porque yo confiaba en su inteligencia y en su gusto literario, sino también porque él, a diferencia de mi
madre, no se había opuesto a mis planes de convertirme en escritor. Por aquel tiempo mi padre no estaba con nosotros.
Esperé con impaciencia su retorno. Cuando llegó, dos semanas más tarde, corrí a abrirle la puerta. Mi padre no dijo
nada, pero me abrazó de manera tan especial que yo comprendí de inmediato: mi libro le había gustado mucho. Durante
un rato nos sumergimos en esa forma de silencio embarazoso que con frecuencia acompaña momentos de gran
emoción. Luego, cuando nos tranquilizamos y comenzamos a hablar, mi padre expresó, con enorme entusiasmo y
exaltadas palabras, su confianza en mí y en mi primer libro, y luego me dijo, como al pasar, que algún día yo ganaría
el premio que ahora, con mucha alegría, he venido a recibir.
No dijo esto por convicción, ni para marcar este premio como una meta hacia la cual deberían dirigirse los esfuerzos
del escritor; lo dijo como un padre turco que, para apoyar y estimular a su hijo, le dice: “¡Un día serás un pachá!” Y
durante años repitió esas palabras cada vez que nos encontrábamos, para infundirme ánimo y confianza.
Mi padre murió en diciembre de 2002.
Honorables miembros de la Academia Sueca, que me han otorgado este gran premio y este honor; distinguidos
invitados: cómo me hubiera gustado que mi padre estuviera hoy entre nosotros.

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