Rafael Vargas
La Jornada Semanal
No es asunto menor que el Tigre, ese tigre, cumpla cincuenta años y siga en casa, y que su poeta, Eduardo Lizalde (CDMX, 1929) haya cumplido noventa y un años el pasado 14 de julio. Este libro ya clásico en nuestra poesía, ‘El tigre en la casa’, sin duda merece el continuo homenaje de su lectura y, como aquí se propone, también el de una escritura llena de admiración que sigue sus huellas.
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Hay que estar locos para entrar desarmados a la jaula de un tigre indomable. Pero el riesgo vale la pena. Si la fiera está de buenas, con un poco de suerte su zarpa sólo nos perforará una mano y la ostentosa cicatriz será tema de conversación en años venideros.
No hemos tenido que visitar el zoológico ni asistir al circo para acercarnos al tigre que Eduardo Lizalde liberó en la morada de nuestro idioma hace cincuenta años. Como el título mismo lo indica, El tigre en la casa cohabita con nosotros. La casa de cada uno de nosotros, sus lectores, es parte de sus dominios.
En estos días, ordenando y releyendo libros, abrí mi viejo pero bien conservado ejemplar de El tigre en la casa, y al ojear el colofón reparé en que este 5 de julio se cumplieron cincuenta años de su aparición. ¡Tan pronto! Me alegra descubrir que ha llegado a la edad en que se puede sentenciar con todas sus letras que se trata de un clásico –como ciertamente es, desde hace largo rato, una de las obras capitales de la poesía en nuestra lengua.
Justo en esos primeros días de julio de 1970, en el marco del Tercer Congreso Latinoamericano de Escritores, realizado en Caracas, Venezuela, Eduardo Lizalde participó con Pablo Neruda, Sara de Ibáñez, León de Greiff, Miguel Otero Silva y Ricardo Molinari en una lectura de poesía.
Lizalde antecedió a Neruda –quien cerraría el acto de manera apoteósica–, y dedicó el tiempo que le correspondía a leer cuatro poemas de El tigre… Cuando concluyó y Neruda se levantó para acercarse al micrófono, el chileno le dijo al paso: “Interesante tigre; a mí me habría gustado cazarlo.”
Naturalmente, un gran libro de poesía suscita siempre una respuesta. Esta puede variar desde la reverencia silenciosa y la frecuentación de sus páginas hasta el deseo de prolongar el placer de la lectura emulando lo leído. Cómo no sentir ganas de ver a dónde más puede llevarnos el camino abierto por la obra que nos entusiasma y en la que nos adentramos una y otra vez bajo el impulso de volverla a escuchar, de disfrutarla mejor, de hacerla nuestra (apetito que es parte consustancial de la admiración).
Lo mejor es que en tales casos la respuesta ni siquiera es deliberada. Simplemente ocurre. Por ello el pastiche es cosa recurrente en la vida literaria.
Como respuesta espontánea a recurrentes visitas al libro hoy cincuentenario han surgido, andando el tiempo, diez o doce poemas de los cuales me atrevo a proponer como homenaje a Eduardo Lizalde tres de los seis o siete que me parecen mejores, todos ellos modestas derivas, claro, de los poemas que el gran Tigre esculpió con acerada garra en la dura roca del idioma.
Son, asimismo, un saludo lleno de afecto a nuestro poeta mayor, en ocasión de su cumpleaños noventa y uno, que celebramos el pasado 14 de julio, y un voto por que disfrute de muchos buenos años más.
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La fiera
Tigre rayado de espuma y sal, la ola quiere
abandonar su jaula, vuelve y se revuelve
contra los invisibles hierros que la apresan,
tira zarpazos y dentelladas que hieren
una y otra vez los lomos de la arena, pero
en el fondo
no consigue nada: el tiempo ha convertido
tales embates en una mera forma de escritura
que nadie sabe leer, aunque la orilla del mar
está llena de gente ociosa.
Sin embargo, con qué maravillosa fuerza
se obstina la bestia en buscar su libertad,
con cuánta pasión ferviente ensaya el salto
que le permita dar una tarascada al cielo,
alcanzar la nube y verse liberado de esta selva
que es la fuente misma de su poderío.
(Es un bien o un mal inherente a todas las criaturas
luchar contra su naturaleza, querer salir de su piel,
arrancarse a la corteza del árbol al que pertenecen.)
Ya la fiera majestuosa se alza otra vez,
Ruge con furia y enseña las fauces,
reclama que la mires con atención: te desafía
El resentido
¿En qué momento la joya se convierte en cacharro?
¿Qué alquimia torcida permite que núbiles metales,
estables y nobles se corrompan
y el oro invertido en la operación amorosa
se convierta en barro?
Sus labios sembrados de trigo acabaron entregando espinas.
Pero eso no fue ni con mucho lo peor:
su piel tejida de pétalos de seda
(así la imaginaba el tacto, así me la mostraba la ceguera)
era en realidad raído terciopelo arrancado
a una butaca de cine pobre
e injertado con la aguja más ruda y el hilo más basto.
Idénticos son los instrumentos del resentimiento:
con ellos teje sílabas que después arroja al mundo,
hilo de púas que intenta herir
aun a la mano que lo hila.
El resentimiento es un veneno
que se cuece y se destila en el corazón
y después hay que escupirlo cuidando que no quede
nada en los labios,
so pena de convertirse también en víctima de su ponzoña
(este es un secreto del que me entero,
por desgracia,
cuando ya el tósigo espesa mi sangre).
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Reiteración y despedida
El amor es, señores –quién lo duda– mullida
nube, ventana al mar, rubí, libélula dorada, tarro
de miel, ramillete de violetas, vía por la que
el más pesado tren puede ascender al cielo, agua
que lava y cauteriza toda herida, venda que alivia
y devuelve a las alas su vuelo –pero también mata:
el amor es una bala. Hay que saber apartarse, bajar
la cabeza, moverse con gracia y agilidad cuando
empiezan a escucharse sus temibles disparos.
No se trata de huir, pero tampoco se va por ahí,
con el corazón en la mano como ofrenda al verdugo.
Es necesario pelear. Triste paradoja es que también
el amor exija guerra, pero la guerra es la esencia
de todas las cosas. La piedra misma, inmóvil, libra
en sus entrañas un combate que al paso del tiempo
la convierte en polvo, y aun el afilado acero, bandera
de la mutilación que se precia de ser eterna, lucha
contra un acero más fuerte e inevitable: la corrosión.
Ah, pero apenas se insinúa su sombra, apenas vemos
en su mano la tentadora manzana, nos acercamos
convencidos de que esta vez la fiera viene en son de paz.
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