La Elegía libresca de Alberto Manguel

 

Alejandro García Abreu

La Jornada Semanal

En este ensayo se revela que para el escritor, traductor y editor argentino-canadiense Alberto Manguel («En el bosque del espejo», «Diario de lecturas» y «Mientras embalo mi biblioteca», entre muchos otros títulos), vaciar una biblioteca personal y embalar sus libros, por desgarrador que resulte, no es una conclusión.
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Quizá los primeros libreros fueron los sacerdotes egipcios que vendían en sus templos ejemplares del Libro de los muertos a las familias de los difuntos, para guiar al alma en su viaje al más allá.

Alberto Manguel

El embalaje y la muerte
Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948) instaló su biblioteca en un antiguo presbiterio en el Valle del Loira a comienzos del siglo XXI. “Mi compañero y yo elegimos ese lugar porque junto a la casa había un granero, parcialmente derribado siglos atrás, lo bastante grande como para albergar mi biblioteca, que para entonces ya tenía treinta y cinco mil libros. […] A lo largo de los años, mi compañero cuidó el jardín, plantó rosales y un huerto y se ocupó de los árboles”, escribió Manguel en Mientras embalo mi biblioteca. Una elegía y diez digresiones (traducción de Eduardo Hojman, Almadía, 2017).

Sus editores narran que sintió finalmente que, al igual que sus libros, había encontrado un lugar habitable. “Pero la vida le desdijo y su biblioteca está ahora guardada en cajas en un depósito en Canadá.” El volumen es “un gesto de rebeldía frente a la amenaza de olvido que supone vaciar los estantes”.

Manguel iba a su torre en Francia, “que estaba adosada al granero, y leía. Sólo el canto de los pájaros (y, en verano, el zumbido de las abejas) interrumpía el silencio”, se lee en esta elegía.

En el libro se lamenta el acontecimiento aciago. Pero en su elegía Manguel “reivindica con lucidez y sabiduría la biblioteca que sigue existiendo en la mente del lector, el poder de la palabra y los juegos de asociaciones y recuerdos que los libros, aun encerrados, producen”. Una biblioteca, asevera Manguel, “es una autobiografía de muchas capas”.

Establece un símil entre el embalaje de los libros y la muerte: “al embalarlos sentía que tenía que deducir, como en unos de mis relatos detectivescos, quién era el responsable de ese cadáver desmembrado, qué exactamente le había causado la muerte”.

Recuerda lecturas mientras embala su biblioteca: “Para Kafka, el Jardín del Edén todavía existe, aunque ya no lo habitemos. Como la Ley ante cuyas puertas espera el protagonista de la fábula narrada por el sacerdote en El proceso, el inaccesible Edén permanece abierto para nosotros hasta el momento de nuestra muerte. Vladimir Nabokov, sagaz lector de La metamorfosis, reconoció en ese relato fantástico una descripción de nuestro destino cotidiano.”

Los elegidos de Borges
En “Las librerías de mi vida”, ensayo publicado en Babelia el 23 mayo de 2020, Manguel confiesa: “Fue en Pigmalión [librería bonaerense de los años sesenta] que Borges me propuso que viniese a leerle por las noches los cuentos de Kipling, de Stevenson y de Henry James. Supe más tarde que Borges quería revisitar los cuentos que él consideraba obras maestras antes de volver a escribir las ficciones que llevarían el nombre de El informe de Brodie y El libro de arena. Para estudiar esos cuentos, necesitaba los ojos de otros. Yo fui uno de los muchos elegidos pero, con la arrogancia de un adolescente, creí que yo le estaba haciendo un favor a un viejito ciego. Escuchar a Borges comentar esas lecturas fue quizá la lección más importante en mi vida de lector.”

La “Décima digresión” de Mientras embalo mi biblioteca presenta una certidumbre: “la literatura nos recuerda que [las] cualidades humanas están allí, siguiendo nuestros horrores con la misma certeza con que el nacimiento sucede a la muerte”. El destino cotidiano puede ser literario.

“Sin embargo, puedo decir lo siguiente: vaciar una bi­blioteca, por desgarrador que sea, y embalar sus libros, por injusto que se considere, no tiene que verse como una conclusión. Hay nuevos órdenes posibles en las sombras, secretos pero implícitos, que se hacen evidentes sólo cuando se desmontan los anteriores. Nada que importe puede reemplazarse de verdad. Cada pérdida (al menos parcialmente) es para toda la eternidad. La repetición implica variación, preguntas nuevas, un cierto grado de cambio, incluso aunque gran parte siga siendo la misma, como nuestros rasgos en el espejo”, afirma Manguel en Mientras embalo mi biblioteca.

Suscribo el planteamiento del autor: “Cada pérdida (al menos parcialmente) es para toda la eternidad.” Cuando conversamos Manguel y yo, el epílogo de Borges a El hacedor –firmado en Buenos Aires en 1960– resulta un tema primordial: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.” El grado de la pérdida está en el número de cicatrices en el rostro –físicas o simbólicas– que uno puede percibir en su propio reflejo.

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