José Angel Leyva
La Jornada Semanal
Alemana incorporada a México en más de un sentido, fotorreportera reconocida de amplia trayectoria en ‘Excélsior’ y ‘Unomásuno’, capaz del asombro ante la basura y la danza; la ciudad, las ballenas y los delfines, Christa Cowrie forma parte de una talentosa generación de fotógrafas, entre ellas Martha Zarak y Flor de María Cordero, y tiene un hotelito entre Zipolite y Mazunte, desde donde aprecia la cada vez más rara sensación de la lejanía.
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Soy una alemana muy feliz en este país, que también es mío. México es hermoso, hay belleza por todos lados, a pesar de la pobreza, que es un defecto muy grande. Nací en una nación que me marcó y determinó lo que soy, me dio un idioma materno, que conservo y cultivo, y al cual sumé el español. Es una fortuna vivir en más de un idioma, pensar con otras palabras y otras nociones culturales de la realidad. Con México no sucedió una confusión de culturas, ocurrió una fusión.
Mi biografía comenzó de algún modo en Guatemala. Mis padres, Carlos Alberto y Eva, vivieron en ese país antes de que Alemania fuera declarada enemiga y ellos obligados a abandonar la tierra que tanto amaron. Mi madre había sido maestra de los hijos de finqueros alemanes y mi padre se dedicaba a vender maquinaria. Regresaron a Hamburgo, donde nací en 1949, cuatro años después del fin de la segunda guerra mundial. A la primera oportunidad, mis padres vinieron a México. Hamburgo había sido reducida a escombros. Todos los edificios acusaban las huellas del bombardeo y la metralla. A pesar de la crisis de la postguerra nunca viví carencias, no sentí que me faltara algo importante. Pertenecía a una clase media con poder adquisitivo por la parte paterna, originalmente constructores de barcos, y a una familia de músicos por la parte materna. Mi abuelo fue director del Conservatorio de Hamburgo y sus hijos fueron todos músicos. La idea era que yo continuara mi educación universitaria y me desarrollara en la cultura germana. Mis padres me pidieron muy pronto que viniera a conocer México. Estaban fascinados, pero no intentaban convencerme de sus planes. Zarpé en un buque carguero con otros doce pasajeros y durante tres semanas cruzamos el Atlántico. Hamburgo era fría y gris y pesaba aún mucho el dolor de los acontecimientos. Cuando entramos al Golfo de México y atracamos en Veracruz, mi estado de ánimo era otro. La luz, los colores de la vegetación, el calor, la humedad, la vestimenta blanca de la gente, su sonrisa franca, su alegría me daban la bienvenida.
A las dos semanas de llegar a México conocí a Arturo Bodenstedt Revueltas, quien iba mucho al Colegio Alemán. Nos enamoramos de inmediato y de esa relación nacieron mis dos hijos mayores. Entré en una de las familias más emblemáticas de México y América Latina, los Revueltas.
Estoy convencida de que hay una disposición en la persona para hallar los caminos que la guían. Yo encontré el mío en la fotografía. A pesar de su aparente intrascendencia, recuerdo un momento crucial de mi oficio. Un día iba en auto con mi esposo y con su tío José Revueltas. Éste me observaba con insistencia. Yo iba atenta a la escena de un hombre que asomaba por la puerta trasera de un autobús. La luz, la composición, eran muy especiales. Comenté que esa era una buena fotografía. José me dijo: Christa, tienes un ojo muy especial, deberías cultivarlo. Yo admiraba a aquel hombre y su comentario vino a revelar un secreto deseo, un anhelo que rondaba como sospecha en mi cabeza: hacer de la cámara fotográfica mi herramienta de trabajo. Comencé a buscar cursos de fotografía y me inscribí con Lázaro Blanco en la Casa del Lago.
En 1974 fui a Excélsior a ofrecer mis colaboraciones fotográficas. Me dijeron que las llevara, ya verían si eran útiles. En ese momento publicaban allí fotógrafos de la talla de Enrique Bostelmann y Herminia Dozal. Comencé a realizar reportajes con una Nikon que me compré en Alemania la primera vez que volví. Un día conocí a Manuel Becerra Acosta, entonces subdirector de Excélsior, y me envió primero a Veracruz y luego a Chihuahua a cubrir la Semana Santa en la sierra Tarahumara. En aquella época había muy pocas mujeres en los periódicos. Hoy es todo lo contrario, abundan buenas fotógrafas. Se puede constatar en las dos exposiciones que han tenido lugar en las rejas de Chapultepec, la última fue en marzo de 2020: 50 fotógrafas, que coincidió con la gran manifestación internacional por los derechos de las mujeres.
Ocurrió el golpe de Estado en Excélsior y Manuel Becerra Acosta fundó, con otros grandes periodistas, el Unomásuno. Él me invitó a trabajar en su proyecto. Comenzó entonces una dinámica brutal, todos los días era correr tras la imagen; cubría todas las fuentes, menos la policíaca. El fotoperiodismo y el ejercicio periodístico le cambian a una la dinámica de vida, la psiquis se modifica; la fotografía demanda un control particular de las situaciones, de las circunstancias. Fui jefa de fotografía un año y medio.
“Apuesta por la sorpresa”
Becerra Acosta tenía una personalidad muy excéntrica, pero a mí me tocó su lado bueno. No tengo más que elogios para su persona y lo considero el padre de mi carrera. Una de sus sentencias me marcó hondo: “Vas a aprender a tener conciencia social.” Tuve que trabajar mucho sobre esa idea. Carlos Payán fue el otro personaje que me impulsó mucho, siempre me decía: “Christa, déjate sorprender. Apuesta por la sorpresa.” Fueron dos figuras muy relevantes en mi aprendizaje periodístico, Becerra Acosta como director y Carlos Payán como subdirector. Becerra tenía en su oficina un muro dedicado a las fotografías de primeras planas de sus fotógrafos. Fuimos muy pocas las fotógrafas del Unomasuno: Martha Zarak, Flor de María Cordero y yo. Pero Becerra Acosta integró a más mujeres en su periódico. Carmen Lira, directora de La Jornada, fue una de ellas. La fotografía de prensa es un trabajo de riesgo.
Durante un tiempo me tocó cubrir el tema de la basura. Un asunto complicado al que no le veíamos atractivos. Comencé a ver que entre los desechos podían surgir imágenes estéticas. Dos de mis fotos fueron primera página del periódico. No son imágenes repugnantes, todo lo contrario. Una vez en el canal Nezahualcóyotl vi a un hombre caminando, solitario, con una olla en la cabeza y cubierto de sartenes y otros enseres que había recogido. No había muy buena luz, pero la composición era extraordinaria. En otra ocasión vi a un indigente dormir plácidamente con su perro en medio del basurero. Había una sensación de gran serenidad en las actitudes del hombre y su mascota, hermanados en ese desierto de desechos humanos.
Cuando me encomendaron la fuente de cultura descubrí las posibilidades de la danza, recuperé mi experiencia como aspirante a bailarina. La danza me ponía el desafío de la rapidez. No puedes perder un instante, debes anticiparte para evitar que se te vaya la escena, el gesto. Es otra lógica, hay una relación física con las imágenes. Durante dieciséis años retraté el Festival Internacional Cervantino. En esa época no era nada fácil hacer fotografía de danza, porque las cámaras no congelaban la rapidez de la figura, y menos aún si la luz no era buena. Poco a poco se fue desarrollando una tecnología que permitía grandes velocidades y una muy alta sensibilidad, hasta de 1 600 asa. Hoy puedes hacer muy buenas fotos de artes escénicas en tinieblas.
El trabajo me permitió descubrir cada día más sorpresas. Recuerdo una foto de Jaime Blanc, un gran bailarín en la compañía de Guillermina Bravo. Cuando lo vi supeque deseaba realizar con él una imagen en movimiento. Esa fotografía fue la puerta de entrada a las interrogantes para captar la danza no estática sino en acción.En las artes escénicas viví momentos de éxtasis, de inspiración casi divina. Por ejemplo, en la danza Butoh, donde hay energías tan profundas, tan concentradas en la lentitud, en el movimiento contenido. Una especie de fantasma se apodera de uno y te imprime esa misma energía de búsqueda en el drama, en el juego de luces y tinieblas, de sombras del cuerpo y su entorno.
Con Patricia Cardona publicamos durante cinco años un suplemento quincenal en el Unomasuno; se llamó Dos mil uno. Salud y ecología. Luis Gutiérrez era el director del diario. Patricia supo expresar lo ecológico en un lenguaje periodístico, sencillo y auténtico. La conciencia social se convirtió en una conciencia ambiental y en una conciencia estética.
Decidí jubilarme de la fotografía y entregar mis archivos a diversos centros de investigación. No pensé en venderlos sino en preservar ese testimonio y esa actividad de tantos años, que produjeron un sinnúmero de películas. Mi trabajo está en cuatro sitios: cultura popular (en el Museo de Culturas Populares), Cenidi Danza, teatro (está en el citru), todo lo demás lo entregué al Instituto de Investigaciones Estéticas y contiene política, reportajes y zonas arqueológicas, y más. Como otros fotorreporteros y artistas, podría haber ganado una buena suma por mi acervo, pero quise devolverle a este país un poco de lo que soy y de lo mucho que me ha dado. Esa obra y esa trayectoria fue la razón por la que me entregaron en Pachuca, el año pasado, un premio y una medalla al Mérito Fotográfico.
En verdad, siento un gran agradecimiento de haber venido a este país maravilloso. A menudo vuelvo física o imaginariamente a Veracruz, donde recibí la luz y los primeros aromas mexicanos. Una señora alemana, que me ayudó mucho durante el viaje, solía invitarme a colocarnos durante horas en la proa del barco para contemplar el movimiento ondulatorio de los delfines, exactamente como en las escenas de Titanic. Tenía catorce años de edad. Durante esas semanas tomé conciencia de la distancia, del alejamiento de casa, del continente europeo. Hoy no se tiene noción de la lejanía. Luego vino Ciudad de México. Era grande, pero no monstruosa. Se podía vivir y desplazarse sin contratiempos. Ya me resulta imposible habitarla, por eso me fui a la costa, al mar, en busca de esas primeras sensaciones.
He abandonado supuestamente la fotografía, pero hace poco me sucedió algo que me contradice. Tengo un hotelito que se llama Zazil, entre Zipolite y Mazunte. Un grupo de amigas conformó un grupo de canto y se presentaba por la noche en un cine al aire libre en Zipolite. Llegué al sitio. No era otra cosa que un jacal, un espacio underground, lleno de extranjeros y gente local comiendo y bebiendo, y mis amigas cantando. Pensaba que la flama de la fotografía se había extinguido, pero esa noche sentí que ardía en mi interior. Hago fotos de ballenas, de tortugas, de cosas diversas que representan la belleza, pero hasta allí, como un divertimento. Esa noche advertí en Zipolite una atmósfera especial, muy distinta a la de Mazunte y San Agustinillo. Tengo un amigo italiano, dueño de un restaurante, y le pedí que me acompañara a conocer la vida nocturna de Zipolite, que es algo fellinesca, con una actividad algo perversa, loca, viva. Descubrí una estética nocturna. Traigo una emoción que no me deja apartarme del asombro. Aunque la gente del pueblo no atiende del todo al confinamiento sanitario por el coronavirus, el turismo está ausente. No es como cuando iba en el Metro, durante la epidemia de la influenza H1N1, retratando a la gente que salía con sus cubrebocas arriesgando la vida para buscar la subsistencia. Aquí hay una calma chicha. Espero que retorne la normalidad para recobrar, como Proust, ese tiempo perdido con mi cámara.
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