En 1993, el filósofo, poeta y ensayista Santiago Kovadloff le dedicó unas sentidas y elaboradas palabras a Jorge Luis Borges, en ocasión de la reedición de “Fervor de Buenos Aires”, que había sido publicado en 1923 y reformulado por el propio Borges en 1969. Aquí reproducimos un fragmento de la carta.
Hace ya algún tiempo que circula entre nosotros la edición facsimilar en dos volúmenes del libro “Fervor de Buenos Aires”. Uno de ellos lo reproduce tal como apareció en 1923. El otro contiene las correcciones introducidas por Borges en el año 1969. No fueron estos los primeros ni los últimos retoques estimados por Borges como indispensables. Pero ya son, qué duda cabe, los del escritor consumado.
La reedición de la obra, setenta años después de su aparición, fue concebida y espléndidamente realizada por Alberto Casares. En su librería de la calle Suipacha tuvo lugar, el 22 de diciembre de 1993, la presentación de ese notable tributo bibliográfico que Borges no hubiera vacilado en calificar como excesivo. La carta que sigue fue leída por mí en esa ocasión.
“Querido Borges:
Permítale a un desconocido que lo llame así. Le debo, como tantos argentinos, la emoción y aun el asombro de haberme reconciliado conmigo en muchas de sus palabras.
Hay algo que se me impone decirle inicialmente. Solo los hombres como usted -y no los hombres como yo- son verdaderamente mortales. Los hombres como yo somos eternos. Nada esencial nos distingue a unos de otros y, generación tras generación, nos sucedemos asegurando, con la terca monotonía que a todo le imprime nuestra irremediable trivialidad, la subsistencia tenaz de un prototipo: el del hombre sin relieve, el del hombre ajeno a la bendición y al tormento de la singularidad. (…)
En cambio a usted, Borges, le ha tocado morir. Ha muerto porque solo muere lo excepcional. Por eso, cuando alguien como usted nos deja -y rara vez nos deja alguien como usted-, el misterio que envuelve esa presencia tan prodigiosa como infrecuente a la que llamamos espíritu, resalta con una intensidad profunda y dolorosa.
Sé que también usted ha pensado en la inmortalidad como atributo menor, como rasgo distintivo de lo impersonal, como victoria indigna de lo auténticamente grande.
Lo grande siempre es momentáneo. Un lapsus contundente de lo usual y lo constante. (…) Lo grande es único como un verdadero amor y usted ha sido grande y por ello su muerte fue real.
Una y otra vez me lo repito: alguien llamado Jorge Luis Borges efectivamente murió. Su desaparición nos llena aún de congoja. ¿Y sabe usted por qué? Porque en ella adivinamos tanto el férreo destino que gobierna a lo verdaderamente vivo, como la pavorosa eternidad que nos aguarda a quienes no hemos sido como usted.
Si estuviera usted esta noche con nosotros seguramente evocaría a Heráclito, el que supo distinguir entre hombres dormidos y despiertos. A usted le toca cargar con el imperativo de la vigilia y ser, entre nosotros, uno de esos contados hombres despiertos.
He pensado también con frecuencia que su ceguera fue la piadosa ofrenda que nos hizo su humildad para que nadie entre nosotros advirtiera que por nuestras calles y por nuestro tiempo marchaba un hombre que todo lo veía. (…)
Hemos sido contemporáneos de Borges como otros lo han sido de Sófocles y de Dante, de Shakespeare y de Pascal, de Camões y de Goethe. Oscuramente presentimos que en su palabra algo perdurará de lo que fuimos, que en ella encuentra albergue y sustento lo que en la nuestra no fue más que efervescencia y vana compulsión.
Esto hemos sido: contemporáneos de Borges. Nos fue dado saber de un escritor mayor en forma directa, diáfana, palpable.
¿Quién no tuvo trato con usted? ¿Quién no reconoció en su acento nuestro acento? ¿En sus calles evocadas nuestras calles? ¿En su idioma el esplendor de un castellano que supo ser el nuestro? Su obra ha hecho de Buenos Aires una metáfora más de lo universal; un nombre más entre los nombres ineludibles que retratan el vínculo de nuestro tiempo con los dilemas de la verdad.
A veces una muda emoción puede ser la forma más íntima de la gratitud. Usted, Borges, ha sido real y por usted hemos dejado nosotros de estar únicamente inscriptos en esa cruenta irrealidad que es la intrascendencia expresiva. Usted ocurrió entre nosotros. Hubo aquí una vez un hombre llamado Jorge Luis Borges. Usted nunca supo quién fue. Nosotros, en cambio, bien sabemos que usted fue por todos nosotros.
Releyendo en la vejez las páginas del libro cuya reedición hoy celebramos, usted se persuadió de que ellas contenían todo su futuro. Que la vida de un escritor, cuando es afortunada, constituye siempre el despliegue de una primera y radical intuición.
Si ello es así, habrá que admitir que, a medida que un autor cabal envejece como hombre, va alcanzando, como creador, una lozanía creciente, una vitalidad expresiva que en él no se advertía en los años de juventud. De hecho, el lenguaje de “Fervor de Buenos Aires” era, en 1923, infinitamente menos borgeano que el suyo y, por eso mismo, más viejo que en 1969, fecha en la que usted decidió enmendar la versión inicial del libro. Así fue como el joven Borges, a los setenta años, salvó a su libro de los riesgos de extinción que lo amenazaban al haber sido escrito por un anciano poeta de algo más de veinte. Sin embargo ya hay un rasgo, en ese muchacho de 1923, que en usted se sostuvo para siempre. A ese rasgo lo llamaría yo, impulsado por el acoso de las definiciones, su manera sustantiva de ver. Esa que ya entonces le aseguraba que, al mirar la pampa, había visto usted «el único lugar de la tierra donde puede caminar Dios a sus anchas». A los setenta años, su frescura expresiva expurga de abusos y propuestas esclerosadas el lenguaje de aquel jovencito que, más allá de sus desmesuras, era ya el autor de sus libros (…).
Que yo sepa, usted nunca manifestó admiración por Hegel. Sin embargo, esta convicción -la de que, de algún modo, lo que habremos de ser está ya contenido en lo que somos y en lo que fuimos- hubiera complacido al pensador de la “Lógica” (…).
Haber sido uno una única vez. Tal el misterio mayor y la máxima epifanía en la que, seguramente, su agnosticismo muchas veces se deleitó.
Nos hemos reunido aquí, Borges, entre los incontables libros de Alberto Casares, su editor artesano, más que para rendirle homenaje, cosa que a usted le hubiera resultado un despropósito, para compartir una emoción que seguramente fue suya: la de que hubiese habido aquel muchacho que escribió “Fervor de Buenos Aires”. Sepa usted que a ese chico lo queremos también nosotros. Él está en nuestro corazón y en la mira de nuestra gratitud porque, con las líneas trémulas y súbitamente luminosas que trazó hacia 1923, rozaba ya, con extraña sabiduría, el enigmático fondo de nuestra identidad”.
Del libro “Sentido y riesgo de la vida cotidiana”, Editorial Emecé/Planeta, 2004.