Carta Atenagórica; único ensayo teológico de Sor Juana Ines De La Cruz

CARTA ATENAGÓRICA

1690

Al Obispo de Puebla De Los Angeles

Carta de la Madre Juana Inés de la Cruz, religiosa del convento de San Jerónimo de la ciudad de Méjico, en que hace juicio de un sermón del Mandato que predicó el Reverendísimo P. Antonio de Vieyra, de la Compañía de Jesús, en el Colegio de Lisboa.

Muy Señor Mío: De las bachillerías de una conversación, que en la merced que V. md. me hace pasaron plaza de vivezas, nació en V. md. el deseo de ver por escrito algunos discursos que allí hice de repente sobre los sermones de un excelente orador, alabando algunas veces sus fundamentos, otras disintiendo, y siempre admirándome de su sinigual ingenio, que aun sobresale más en lo segundo que en lo primero, porque sobre sólidas basas no es tanto de admirar la hermosura de una fábrica, como la de la que sobre flacos fundamentos se ostenta lucida, cuales son algunas de las proposiciones de este sutilísimo talento, que es tal su suavidad, su viveza y energía, que al mismo que disiente, enamora con la belleza de la oración, suspende con la dulzura y hechiza con la gracia, y eleva, admira y encanta con el todo.

De esto hablamos, y V. md. gustó (como ya dije) ver esto escrito; y porque conozca que le obedezco en lo más difícil, no sólo de parte del entendimiento en asunto tan arduo como notar proposiciones de tan gran sujeto, sino de parte de mi genio, repugnante a todo lo que parece impugnar a nadie, lo hago; aunque modificado este inconveniente, en que así de lo uno como de lo otro, será V. md. solo el testigo, en quien la propia autoridad de su precepto honestará los errores de mi obediencia, que a otros ojos pareciera desproporcionada soberbia, y más cayendo en sexo tan desacreditado en materia de letras con la común acepción de todo el mundo.

Y para que V. md. vea cuán purificado va de toda pasión mi sentir, propongo tres razones que en este insigne varón concurren de especial amor y reverencia mía. La primera es el cordialísimo y filial cariño a su Sagrada Religión, de quien, en el afecto, no soy menos hija que dicho sujeto. La segunda, la grande afición que este admirable pasmo de los ingenios me ha siempre debido, en tanto grado que suelo decir (y lo siento así), que si Dios me diera a escoger talentos, no eligiera otro que el suyo. La tercera, el que a su generosa nación tengo oculta simpatía. Que juntas a la general de no tener espíritu de contradicción sobraban para callar (como lo hiciera a no tener contrario precepto); pero no bastarán a que el entendimiento humano, potencia libre y que asiente o disiente necesario a lo que juzga ser o no ser verdad, se rinda por lisonjear el comedimiento de la voluntad.

En cuya suposición, digo que esto no es replicar, sino referir simplemente mi sentir; y éste, tan ajeno de creer de sí lo que del suyo pensó dicho orador diciendo que nadie le adelantaría (proposición en que habló más su nación, que su profesión y entendimiento), que desde luego llevo pensado y creído que cualquiera adelantará mis discursos con infinitos grados.

Y no puedo dejar de decir que a éste, que parece atrevimiento, abrió él mismo camino, y holló él primero las intactas sendas, dejando no sólo ejemplificadas, pero fáciles las menores osadías, a vista de su mayor arrojo. Pues si sintió vigor en su pluma para adelantar en uno de sus sermones (que será solo el asunto de este papel) tres plumas, sobre doctas, canonizadas, ¿qué mucho que haya quien intente adelantar la suya, no ya canonizada, aunque tan docta? Si hay un Tulio moderno que se atreva a adelantar a un Augustino, a un Tomás y a un Crisóstomo, ¿qué mucho que haya quien ose responder a este Tulio? Si hay quien ose combatir en el ingenio con tres más que hombres, ¿qué mucho es que haya quien haga cara a uno, aunque tan grande hombre? Y más si se acompaña y ampara de aquellos tres gigantes, pues mi asunto es defender las razones de los tres Santos Padres. Mal dije. Mi asunto es defenderme con las razones de los tres Santos Padres. (Ahora creo que acerté.)

Y entrando en él, digo que seguiré en la respuesta el método mismo que siguió el orador en el sermón citado, que es del Mandato; y es en esta forma:

Habla de las finezas de Cristo en el fin de su vida: in finem dilexit eos (Ioan. 13 cap.); y propone el sentir de tres Santos Padres, que son Augustino, Tomás y Crisóstomo, con tan generosa osadía, que dice: «El estilo que he de guardar en este discurso será éste: referiré primero las opiniones de los Santos, y después diré también la mía; mas con esta diferencia: que ninguna fineza de amor de Cristo dirán los Santos, a que yo no dé otra mayor que ella; y a la fineza de amor de Cristo que yo dijere, ninguno me ha de dar otra que la iguale». Éstas son sus formales palabras, ésta su proposición, y ésta la que motiva la respuesta.

La opinión primera es de Augustino, que siente que la mayor fineza de Cristo fue morir, probándolo con el texto: Maiorem hac dilectionem nemo habet, ut animam suam ponat quis pro amicis suis. (Ioan. 15 cap. I.)

Dice este orador que mayor fineza fue en Cristo ausentarse que morir. Pruébalo por discurso: porque Cristo amaba más a los hombres que a su vida, pues da la vida por ellos; luego más fineza es ausentarse que morir. Pruébalo con el texto de la Magdalena, que llora en el Sepulcro y no al pie de la Cruz; porque aquí ve a Cristo muerto y allí ausente, y es mayor dolor la ausencia que la muerte. Pruébalo más, con que Cristo no hace demostraciones de sentimiento en la Cruz cuando muere: Inclinato capite emisit spiritum y las hace en el Huerto, porque se aparta: factus in agonia, porque le es más sensible la ausencia que la muerte. Pruébalo con que, pudiendo Cristo resucitar al segundo instante que murió y sacramentarse después de la Resurrección –que lo primero era el remedio de la muerte y lo segundo de la ausencia–, dilata el remedio de la muerte hasta el tercero día, y el de la ausencia no sólo no lo dilata, sino que le anticipa, sacramentándose el día antes de morir; luego siente más Cristo la ausencia que la muerte.

Prueba más. Dice que Cristo murió una vez y se ausentó una vez; pero que a la muerte no le dio más que un remedio, resucitando una vez, mas que a la ausencia le buscó infinitos, sacramentándose. Y así, a la muerte dio una resurrección por remedio; pero por una ausencia multiplica infinitas presencias. Luego siente más la ausencia que la muerte. Dice más: que siente Cristo tanto más la ausencia que la muerte, que –siendo así que el Sacramento de la Eucaristía, en cuanto sacramento, es presencia, y en cuanto sacrificio es muerte, en que muere Cristo tantas veces cuantas se hace presente– no repara en que cada presencia le cuesta una muerte. De manera que siente tanto más Cristo el ausentarse que el morir, que se sujetó a una perpetuidad de muerte por no sufrir un instante de ausencia. Luego fue mayor fineza ausentarse que morir.

Éstas son, en substancia, sus razones y pruebas, aunque por no dilatarme las estrecho a la tosquedad de mi estilo, en que no poco pierden de su energía y viveza; y será preciso hacerlo así en todos los discursos, pues V. md. los podrá leer despacio en el mismo autor a que me refiero, y esto no es más que unos apuntamientos o reclamos para dar claridad a la respuesta, que es ésta:

Siento con San Agustín que la mayor fineza de Cristo fue morir. Pruébase por discurso: porque lo más apreciable en el hombre es la vida y la honra, y ambas cosas da Cristo en su afrentosa muerte. En cuanto Dios, ya había hecho con el hombre finezas dignas de su Omnipotencia, como fue el criarle, conservarle, etc.; pero en cuanto hombre, no tiene más que poder dar, que la vida. Pruébase no sólo con el texto: Maiorem hac dilectionem, etc., el cual se puede entender de otros amores; sino con otros infinitos. Sea uno el en que Cristo dice que es buen Pastor: Ego sum pastor bonus. Bonus pastor animam suam dat pro ovibus suis, donde Cristo habla de sí mismo y califica su fineza con su muerte. Y siendo Cristo quien solo sabe cuál es la mayor de sus finezas, claro es que cuando se pone a ejecutoriarlas Él mismo, a haber otra mayor, la dijera; y no ostenta para prueba de su amor más que la prontitud a la muerte. Luego es la mayor de las finezas de Cristo.

Más. Dos términos tiene una fineza que la pueden constituir en el ser de grande: el término a quo, de quien la ejecuta, y el término ad quem, de quien la logra. El primero hace grande una fineza, por el mucho costo que tiene al amante; el segundo, por la mucha utilidad que trae al amado.

Hay muchas finezas que tienen el un término, pero carecen del otro. Sea ejemplo de las primeras Jacob sirviendo catorce años. ¡Oh qué trabajos! ¡Oh qué hielos! ¡Oh qué soles! Gran fineza de parte de Jacob. Pero veamos qué utilidad trae eso a Raquel (que es el otro término). Ninguna: pues el tener esposo, sin esas diligencias lo lograría su belleza. Esta fineza tiene sólo el término a quo. Sea ejemplo de las segundas, Ester, elevada al trono real en lugar de la reina Vasti. ¡Gran dicha, por cierto! ¡Gran ventura! ¡Grande utilidad para Ester! Pero veamos el otro término. ¿Qué costo le tiene a Asuero esa fineza? Ninguno: sólo querer. Esta fineza tiene sólo el término ad quem. Luego para ser del todo grande una fineza ha de tener costos al amante y utilidades al amado. Pues pregunto, ¿cuál fineza para Cristo más costosa que morir? ¿Cuál más útil para el hombre que la Redención que resultó de su muerte? Luego es, por ambos términos, la mayor fineza morir.

Encarna el Verbo, y mide por nuestro amor la inmensa distancia de Dios a hombre; muere, y mide la limitada que hay de hombre a muerte. Y siendo así que aquélla es mayor distancia, cuando nos representa sus finezas y nos recomienda su memoria, no nos acuerda que encarnó y nos representa que murió: Hoc est Corpus meum, quod pro vobis tradetur; hoc facite in meam commemorationem. Pues ¿no nos podía decir Cristo: éste es mi Cuerpo, que por vuestro amor le tomé y me hice hombre? No, que la Encarnación no le fue penosa, ni obró luego nuestra redención; y quiere Cristo acordarnos su costo y nuestra utilidad, que son los dos términos que hacen perfecta una fineza, y que sólo comprende su Muerte, que es la mayor de sus finezas.

Porque la Encarnación fue mayor maravilla, pero no fue tan grande fineza: pues en cuanto a maravilla, mayor maravilla fue hacerse Dios hombre, que morir siendo hombre; pero en cuanto a fineza, mayor costo le tuvo morir que encarnar, porque en encarnar no perdió nada del ser de Dios cuando se hizo Cristo, y en morir dejó de ser Cristo, desuniéndose el cuerpo del alma, de que se hacía Cristo. Luego fue mayor fineza el morir.

Y parece que el mismo Señor lo reguló así. Pruébase por discurso. Todos aquellos que se eligen por medios para algún fin, se tienen por de menor aprecio que el fin a que se dirigen. La Encarnación fue medio para la muerte, pues Cristo se hizo hombre para morir por el hombre; conque fue mayor fineza morir que encarnar, aunque sea mayor maravilla encarnar que morir. Luego morir fue la mayor fineza en la graduación del mismo Cristo, siendo su Majestad quien únicamente las sabe graduar. Por eso al expirar Cristo dice: Consummatum est, porque el expirar fue la consumación de sus finezas.

Compra Cristo (dice el autor) cada presencia con una muerte en el Sacramento; yo entiendo que compra la muerte con la presencia, pues tiene la presencia por acordarnos su muerte: Quotiescumque feceritis, in mei memoriam facietis. Aquella fineza que el amante desea que se imprima en la memoria del amado, es la que tiene por mayor. Cristo dice: Acordaos de que morí; y no dice: Acordaos de que os crié, de que encarné, de que me sacramenté, etc. Luego la mayor es morir.

Confírmase esta verdad. Aquella fineza que el amante ostenta y reitera más, tiene por la mayor. Cristo reitera su muerte, y no otra. Luego ésta fue la mayor. Y teniendo infinitos beneficios que podernos acordar, sólo nos acuerda que murió. Luego ésta es la mayor.

Más. Las demás finezas de Cristo se refieren, pero no se representan. La muerte se refiere, se recomienda y se representa. Luego no sólo es la mayor fineza, pero es compendio de todas las finezas. Pruébolo. Cristo en su muerte nos repite el beneficio de la Creación, pues nos restituye con ella al primitivo ser de la gracia. Cristo con su muerte nos reitera el de la Conservación, pues no sólo nos conserva vida temporal, muriendo porque vivamos, sino que nos da su Carne y Sangre por sustento. Cristo en su muerte nos reitera el beneficio de la Encarnación, pues uniéndose en la Encarnación a la carne purísima de su madre, en la muerte se une a todos, derramando en todos su sangre. Sólo el Sacramento parece que no se representa en la muerte: y es porque el Sacramento es la representación de su muerte. Y esto mismo prueba ser la mayor fineza la muerte: pues siendo tan grande fineza el Sacramento, es sólo representación de la muerte.

Pues en verdad que hasta ahora no hemos respondido al autor, sino sólo defendido el sentir de Augustino, de que la mayor fineza de Cristo fue morir. Vamos a las razones del autor, pues ya dejamos dichos sus fundamentos. A que, desde luego, le concedemos que Cristo amó más a los hombres que a su vida, pues la dio por ellos. Pero le negamos el supuesto de que Cristo se ausentó; y dado que se ausentase, negamos también el que la ausencia sea mayor dolor que la muerte.

Vamos a lo primero que es probar que Cristo no se ausentó. Sirva de prueba, al mío, su propio argumento. Si dice que Cristo siente tanto el ausentarse y tan poco el morir, que dilata el remedio de la muerte en la Resurrección hasta el tercero día y anticipa el de la ausencia en el Sacramento, ¿por qué suda en el Huerto: factus est sudor eius? ¿Por qué agoniza de congoja: factus in agonia? ¿Porque se ausenta, si queda ya presente Sacramentado en el Cenáculo? Y si remedia la ausencia antes que llegue, ¿cuál ausencia es la que siente, ya remediada? Luego la agonía no es de que se aparta quien deja ya asegurado el que se queda. Luego, de todo esto, se infiere que el ausentarse no sólo no se debe contar por la mayor fineza de Cristo, pero ni por fineza, pues nunca llegó el caso de ejecutarla. Dice el autor que Cristo se va porque nos importa: Expedit vobis ut ego vadam. Es verdad que se va, pero es falso que se ausenta. No gastemos tiempo: ya sabemos la infinidad de sus presencias.

Probado el que Cristo no se ausentó, no sirve la prueba de la Magdalena para esta conclusión, pues sólo sirviera suponiendo el autor la ausencia que yo niego. Y mi argumento es que la muerte de Cristo fue la mayor fineza de las finezas que obró: no de la supuesta ausencia, que en ésa niego todo el supuesto y no hay relativo de comparación entre lo que tiene ser y lo que no le tiene. Pero porque propuse probar que no es la ausencia mayor dolor que la muerte, y por consiguiente, ni mayor fineza, sino al contrario, será preciso responder a la prueba de la Magdalena. Y así digo: que de llorar la Magdalena en el sepulcro y no llorar al pie de la Cruz, no se infiere que sea mayor dolor el de la ausencia que el de la muerte; antes lo contrario.

Pruébolo. Cuando se recibe algún grande pesar, acuden los espíritus vitales a socorrer la agonía del corazón que desfallece; y esta retracción de espíritus ocasiona general embargo y suspensión de todas las acciones y movimientos, hasta que, moderándose el dolor, cobra el corazón alientos para su desahogo y exhala por el llanto aquellos mismos espíritus que le congojan por confortarle, en señal de que ya no necesita de tanto fomento como al principio. De donde se prueba, por razón natural, que es menor el dolor cuando da lugar al llanto, que cuando no permite que se exhalen los espíritus porque los necesita para su aliento y confortación.

Pruébase con que este mismo efecto suele ocasionar un gozo; luego no son indicio de muy grave dolor las lágrimas, pues es un signo tan común, que indiferentemente sirven al pesar y al gusto.

A dos hombres gradúa Cristo con el dulce título de amigos. El uno es Lázaro: Lazarus amicus noster dormit. El otro es Judas: Amice, ad quid venisti? Suceden, a los dos, dos infortunios: muere Lázaro muerte temporal; muere Judas muerte temporal y eterna. Bien claro se ve que ésta sería más sensible para Cristo; y vemos que llora por Lázaro: lacrymatus est Iesus, y no llora por Judas: porque aquí el mayor dolor embargó al llanto, y allí el menor le permitía.

La Reina de los Dolores para serlo también de los méritos, se halla al doloroso espectáculo de la muerte de su Unigénito; y cuando lloran con tan distante conocimiento las hijas de Sión, no llora la traspasada Madre: Stantem video, flentem non video. Porque el inferior dolor, llora; el supremo, suspende y no deja llorar.

Dentro del mismo caso de la Magdalena hallaremos otra prueba. No hay duda que la Magdalena amó mucho a Cristo; el mismo Señor lo testifica: Remittuntur ei peccata multa, quia dilexit multum. Pues siendo este amor tan meritorio, claro está que sería perfecto; y el perfecto, claro está que es amar a Dios sobre todas las cosas. Luego amaba la Magdalena más a Cristo que a Lázaro su hermano. Pues ¿cómo llora en la muerte de su hermano: ut vidit eam Iesus flentem, etc., y no llora en la muerte de Cristo? Es porque tuvo menor dolor en la muerte de Lázaro que en la muerte de su Maestro. Luego se prueba ser mayor dolor el que no deja llorar, que el que llora.

Pruébolo más. ¿Qué dolor hay en la ausencia, sino una carencia de la vista de lo que se ama? Pues éste, claro está que le tiene la muerte más circunstanciado: porque la ausencia trae una carencia limitada; la muerte, una carencia perpetua. Luego es mayor dolor el de la muerte que el de la ausencia, pues es una mayor ausencia.

Aprieto más. El ausente siente sólo no ver lo que ama, pero ni siente otro daño en sí, ni en lo que ama; el que muere, o ve morir, siente la carencia y siente la muerte de su amado, o siente la carencia de su amado y la muerte propia. Luego es mayor dolor la muerte que la ausencia: porque la ausencia es sólo ausencia; la muerte, es muerte y es ausencia. Luego, si la comprende con aditamento, mayor dolor será.

Vamos al segundo sentir, que es de Santo Tomás. Dice este Angélico Doctor que la mayor fineza de Cristo fue el quedarse con nosotros Sacramentado, cuando se partía a su Padre glorioso. (Ajustadme esto con aquella tan ponderada ausencia del discurso pasado.) Vamos al caso.

Dice este sutilísimo ingenio, que no fue la mayor fineza de Cristo sacramentarse, sino quedar en el Sacramento sin uso de sentidos. Pruébalo con el lugar de Absalón, cuando vuelto de Gesur a la Corte y no enteramente reducido a la gracia de David, quería más la muerte que tan penosa ausencia. Allá verá V. md. en el sermón lo elegante de esta prueba; que a mí me importa, primero, averiguar la forma de este silogismo, y ver cómo arguye el Santo y cómo replica el autor.

El Santo dice: Sacramentarse fue la mayor fineza de Cristo. Replica el autor: No fue, sino quedar sin uso de sentidos en ese Sacramento. ¿Qué forma de argüir es ésta? El Santo propone en género; el autor responde en especie. Luego no vale el argumento. Si el Santo hablara de una de las especies infinitas de finezas que se encierran en aquel erario riquísimo del Divino Amor debajo de los accidentes de pan, fuera buena la oposición; pero si las comprende todas en la palabra Sacramentarse, ¿cómo le responde oponiéndole una de las mismas finezas que el Santo comprende?

Si uno dijese que la más noble categoría era la de substancia, y otro le replicase que no, sino el hombre, aunque para esto trajese muy elegantes pruebas (cuales son las que trae el autor), ¿no diríamos que no servían, porque era sofístico el argumento y pecaba en la forma, pues el hombre es especie del género substancia y está comprendido debajo de ella? Claro está. Pues así juzgo yo éste, si no es que me engaño: que bien podrá ser, pero lo que aseguro es que no será por pasión. Véalo V. md.; que yo me sujeto en esto (como en todo) a su corrección.

Paréceme que quitadas las primeras basas sobre que estribaba la proposición, cae en tierra el edificio de las pruebas: que cuanto eran más fuertes, tanto son más prontas al precipicio, saliendo flaco el fundamento.

Ya pienso que he satisfecho, en lo que toca a la defensa de Santo Tomás, cuya proposición abraza y comprende todas las finezas Sacramentales. Pero si yo hubiera de argüir de especie a especie con el autor dijera: que de las especies de fineza que Cristo obró en el Sacramento, no es la mayor el estar sin uso de sentidos, sino estar presente al desaire de las ofensas.

Porque privarse del uso de los sentidos, es sólo abstenerse de las delicias del amor, que es tormento negativo; pero ponerse presente a las ofensas, es no sólo buscar el positivo de los celos, pero (lo que más es) sufrir ultrajes en el respeto. Y es ésta tanto mayor fineza que aquélla, cuanto va de un amor agraviado a un amor reprimido; y lo que dista el dolor de un deleite que no se goza, a una ofensa que se tolera, dista el de privarse de los sentidos al de hacer cara a los agravios. No ver lo que da gusto, es dolor; pero mayor dolor es ver lo que da disgusto.

Venden a José sus hermanos en Egipto y privan a Jacob del deleite de su vista. Atrévese Rubén a violar el lecho de su padre. ¡Grandes delitos ambos! Pero veamos los castigos que Jacob les previene. A Rubén priva de la primogenitura, expresando por causal el agravio; maldícele y quiere que no crezca: Effusus es sicut aqua, non crescas; quia ascendisti cubile patris tui, et maculasti stratum eius. ¡Bien merecida pena a su culpa! Pero, veamos, ¿qué castigo asigna a los demás por haber vendido a José? Ninguno; ni vuelve a hacer mención de tal cosa.

Pues ¿cómo? ¿Un delito tan enorme se queda así? ¿Vender a su hermano, y a un hermano tal como José, delicias y consuelo de Jacob y después amparo de todos? ¿Y esto se olvida y a Rubén castigan? Sí, que en la venta de José privaron a Jacob sólo del deleite de su amor; pero Rubén ofendió su amor y su respeto. Y es menos dolor privarse del logro del amor, que sufrir agravios del amor y del respeto. Luego es en Cristo mayor fineza ésta que aquélla. Esto he dicho de paso, que ya digo que es argumento de especie a especie, que puede hacerse al autor, no al Santo.

Vamos a la tercera, que es de San Juan Crisóstomo. Dice el Santo: que la mayor fineza de Cristo fue lavar los pies a los discípulos. Dice el autor: que no fue la mayor fineza lavar los pies, sino la causa que le movió a lavarlos.

Otra tenemos, no muy diferente de la pasada: aquélla, de especie a género; ésta, de efecto a causa. ¡Válgame Dios! ¿Pudo pasarle por el pensamiento al divino Crisóstomo, que Cristo obró tal cosa sin causa, y muy grande? Claro está que no pudo pensar tal cosa. Antes no sólo una causa sino muchas causas manifiesta en tan portentoso efecto como humillarse aquella Inmensa Majestad a los pies de los hombres. Éste es el efecto; y con su energía, el Crisóstomo quiere que infiramos de él lo grande de las causas, sin expresarlas, porque no pudo hallar más viva expresión que referir tan humilde ministerio en tanta soberanía, como diciendo: Mirad cómo nos amó Cristo, pues se humilló a lavarnos los pies; mirad lo que deseó enseñarnos con su ejemplo, pues se abatió hasta lavarnos los pies; mirad cuánto solicitó la conversión de Judas, pues llegó a lavarle los pies. Y otras muchas más causas que el Evangelio expresa y muchas más que calla, y que el Crisóstomo incluye en aquel: Lavó los pies a sus discípulos.

Pues si el motivo de lavar los pies y la ejecución de lavarlos se han como causa y efecto, y la causa y efecto son relativos, que aquí no pueden separarse, ¿dónde está esta mayoría que el autor halla entre lavar y la causa de lavar, si sólo su diferencia es ser generante la causa y el efecto engendrado? ¿Ni cuál es la mayor fineza que da a lo que el Santo dice? Pues al fin se refunde en que Cristo se abatió a los pies de Judas, cuyo corazón era trono de Satanás, y éste es el efecto que el Santo pondera y expresa; y que la causa fue reducirle, y ésta es la causa, o una de las causas, que el Santo incluyó, refiriendo el efecto, con más misteriosa ponderación que si las expresara.

Quiere el Evangelista San Juan dar pruebas del amor del Eterno Padre y lo prueba con el efecto: Sic Deus dilexit mundum ut Filium suum Unigenitum daret. Amó Dios de manera al Mundo que le dio a su hijo. Luego el efecto es el que prueba la causa. Para encender nuestros deseos en los bienes eternos, se nos dice que ni ojos vieron, ni oídos oyeron, ni corazón humano puede comprender cómo es aquella felicidad eterna. Pues ¿no fuera mejor, para excitarnos el deseo, pintarnos la Gloria? No, que lo que no cabe en las voces queda más decente en el silencio; y expresa y da a entender más un: no se puede explicar cómo es la Gloria, que un: así es la Gloria. Así el Crisóstomo: la obra, que es exterior, expresa; la causa, la supone, y como inexplicable la deja de decir.

Para dar mayor claridad a lo dicho y apoyar más la propiedad con que habló el Santo, apuremos qué cosa es fineza. ¿Es fineza, acaso, tener amor? No, por cierto, sino las demostraciones del amor: ésas se llaman finezas. Aquellos signos exteriores demostrativos, y acciones que ejercita el amante, siendo su causa motiva el amor, eso se llama fineza. Luego si el Santo está hablando de finezas y actos externos, con grandísima propiedad trae el Lavatorio, y no la causa: pues la causa es el amor, y el Santo no está hablando del amor, sino de la fineza, que es el signo exterior. Luego no hay para qué ni por qué argüirle, pues lleva el Santo supuesto lo que después le sacan como nuevo.

Ya hemos respondido por los tres Santos. Ahora vamos a lo más arduo, que es a la opinión que últimamente forma el autor: al Aquiles de su sermón; a la que, en su sentir, tiene por la mayor fineza de Cristo, y a la que dice que «ninguno le dará otra que le iguale», que es decir que «Cristo no quiso la correspondencia de su amor para sí, sino para los hombres, y que ésta fue la mayor fineza: amar sin correspondencia».

Pruébalo con aquellas palabras: Et vos debetis alter alterius lavare pedes. De donde infiere que Cristo no quiere que le correspondamos ni que le amemos, sino que nos amemos unos a otros; y dice que es la mayor fineza de Cristo ésta, porque es fineza sin interés de correspondencia. Para esto no trae pruebas de Sagrada Escritura, porque dice que la mayor prueba de esta fineza es el carecer de pruebas, porque es fineza sin ejemplar.

Conque bien mirada la proposición, tiene dos miembros a que responder. El uno es que Cristo no quiso nuestra correspondencia. El otro, que no tiene prueba esta fineza de Cristo. Conque serán dos las respuestas. Una, probar que no sólo no fue fineza la que el autor dice; pero que fue fineza lo contrario, que es que Cristo quiere nuestra correspondencia, y que ésta es la fineza. La otra, probar que cuando supusiéramos que era fineza la que dice el autor, no le faltaran pruebas en la Sagrada Escritura, ni ejemplares donde nada falta.

Vamos a lo primero, que es probar que no fue fineza la que dice el autor, ni Cristo la hizo. El probar que Cristo quiso nuestra correspondencia y no la renunció, sino que la solicitó, es tan fácil, que no se halla otra cosa en todas las Sagradas Letras que instancias y preceptos que nos mandan amar a Dios. Ya se ve que el primer precepto es: Diliges dominum Deum tuum ex toto corde tuo, et ex tota anima tua, et ex tota mente tua. Pues ¿cómo se puede entender que Cristo no quiere nuestra correspondencia cuando con tanto aprieto la encarga y manda? Claro está que el autor sabrá esto mejor que yo, sino que quiso hacer ostentación de su ingenio, no porque sintiese que lo podría probar; pues aunque en la cláusula: et vos debetis alter alterius lavare pedes, no se expresa el amor que nos pide Cristo para sí y se expresa el que nos manda tener al prójimo, se incluye y envuelve en ella misma el amor de Dios, aunque no se expresa con mayor eficacia que el del prójimo, que se manda.

Pruébolo por razón. Manda Dios amar al prójimo y quiere que lo hagamos porque él lo manda. Luego deja supuesto que debemos amar más a Dios, pues por su obediencia hemos de amar al prójimo. Cuando se hace, por respeto de alguno, alguna acción a favor de otro, más se aprecia aquél por cuya atención se hace, que al con quien se hace.

Quiere Dios destruir al pueblo por el pecado de la idolatría. Interpónese Moisés diciendo: «O perdónales o bórrame del Libro de la Vida». Perdona Dios a aquel pueblo ingrato por esta interposición. ¿Quién quedó aquí –pregunto– más obligado a Dios, Moisés o el pueblo? Claro está que Moisés, pues aunque el beneficio resultó en bien del pueblo y quedó muy obligado a Dios, más lo quedó Moisés, pues lo hizo Dios por su respeto. Quiere Cristo que nos amemos, pero que nos amemos en él y por él. Luego su amor es primero. Y si no, veamos cómo lleva el que nos amemos sin su respeto. Manda Cristo amar a los padres: Honora patrem tuum; manda amar al prójimo: Diliges proximum tuum, sicut te ipsum. Bien, ¿pero cómo ha de ser este amor? Anteponiendo siempre el suyo no sólo a los amores prohibidos, no sólo a los viciosos, sino a los lícitos, a los obligatorios, a los que él mismo nos manda tener, como entre el padre y el hijo, entre la mujer y el marido. Y todos los demás que Su Majestad quiere, no los quiere en no siendo por su respeto; antes los aborrece y los separa. Y si no, véase el admirable orden con que en el Evangelio nos va enseñando el modo de cumplir y de practicar aquel primer precepto: Diliges Dominum Deum tuum, etc. Ha mandado Su Majestad amar a los padres: Honora patrem tuum. Y para que no pensemos que los podemos amar más que a Dios, dice: qui amat patrem, aut matrem plus quam me, non est me dignus. Y aquí parece que se contenta Dios sólo con que no amemos más a los padres que a su Majestad. Pues no; más adelante pasa la obligación, pues hasta ahora sólo manda no amarlos más, pero después manda aborrecerlos si son estorbo de su servicio: Si quis venit ad me, et non odit patrem suum, et matrem, et uxorem, et filios, et fratres, et sorores, etc. He aquí que ya nos manda aborrecer a todos los propincuos. Pues todavía falta, que aún quedamos enteros, y ni aun a nuestros miembros hemos de perdonar si importa a su servicio: Si autem manus tua, vel pes tuus scandalizat te, abscide eum, et proiice abs te. En verdad que ya ni la mano, ni el pie, ni el ojo están exentos. Pero aún hay vida; pues no, ni ésta tampoco: Qui non odit patrem suum, et matrem suam, et uxorem, et filios, et fratres, et sorores, adhuc autem et animam suam, non potest meus esse discipulus. ¡Válgame Dios, qué apretado precepto que no reserva ni aun la vida! Pero aún nos queda el ser. ¿Cómo? ¡Ni el ser se reserva! Oigamos: Si quis vult post me venire, abneget semetipsum. Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo. Veis ahí como nada hay reservado en importando a su servicio. Pues ¿cómo hemos de pensar que no quiere nuestro amor para sí, si vemos que los más lícitos amores nos prohibe cuando se oponen al suyo? Y no como quiera, sino que les hace guerra a sangre y fuego: ego veni ignem mittere in terram; y en otra parte: non veni mittere pacem in terram, sed gladium. Veni enim separare hominem adversus patrem suum, et filiam adversus matrem suam, et nurum adversus socrum suam; et inimici hominis, domestici eius. En que es para mí muy notable la circunstancia de decir Cristo que viene a apartar la nuera de la suegra y a hacer a los criados enemigos de su dueño. Pues, Señor, ¿qué necesidad hay de que vos los apartéis y enemistéis? ¿Ellos no se están separados y enemistados? Apartar al padre del hijo y a la hija de la madre, al marido de la mujer, al hermano del hermano, bien está, porque todos éstos se aman; pero ¿a la nuera de la suegra, a los criados del amo? No lo entiendo; porque ¿qué nuera no aborrece a su suegra, qué criado no es necesario enemigo de su dueño? Pues ¿qué necesidad hay de separarlos si ellos lo están? Ése es el mayor aprieto del precepto: que habiendo tan pocas excepciones de buenos criados y nueras amantes de suegras, no obstante los comprende, porque los pocos que suele haber de esta línea no se tengan por exentos del precepto (que ya vimos un Eliezer fiel criado de Abraham y una Rut amante de su suegra Noemí), porque es Dios muy celoso de lo que toca a este punto de la primacía de su amor y así apenas se halla plana sagrada en que no le repita: Ego sum Dominus Deus tuus fortis, zelotes. Yo soy tu Señor y Dios fuerte y celoso. Y hace de manera ostentación de su amor en sus celos que, después de haber hecho varias amenazas a la Sinagoga por sus maldades, la última y más terrible es: Auferam a te zelum meum. Como si le dijera: pues con tantos beneficios no te quieres reducir, ni con tantos castigos te quieres enmendar, yo ejecutaré en ti el mayor de todos. ¿Y cuál es, Señor? ¿Cuál? Auferam a te zelum meum: quitaré de ti mis celos, que es señal de que quito de ti mi amor.

Quiere Dios examinar la fe del patriarca Abraham y mándale sacrificar a Isaac, su hijo. Ahora reparo yo: ¿por qué es Isaac el señalado; no era hijo también Ismael?

Y si el sacrificio había de ser de un hijo, ¿no bastaba que fuese Ismael, o al menos que Dios le dijera: Sacrifícame uno de tus hijos, sin señalar cuál, y dejar libre la elección a su padre? Pues ¿por qué nombra a Isaac? Atiéndase a las palabras: Tolle filium tuum, quem diligis, Isaac, et sacrifica mihi illum, etc. ¿Así que el querido es Isaac? Pues sea Isaac el sacrificado; que parece que está Dios celoso de que sea Isaac tan amado de su padre, y quiere probar cuál amor puede más con Abraham, si el suyo o el del hijo.

Más. Bien sabemos que Dios sabía lo que Abraham había de hacer y que le amaba más a él que a Isaac; pues ¿para qué es este examen? Ya lo sabe, pero quiere que lo sepamos nosotros, porque es Dios tan celoso, que no sólo quiere ser amado y preferido a todas las cosas, pero quiere que esto conste y lo sepa todo el mundo; y para esto examina a Abraham. De todo esto juzgo que se puede conocer el grande aprieto con que Cristo pide nuestro amor y que cuando manda que nos amemos, es siendo su Majestad el medio de este amor. De manera que para amarnos unos a otros ha de ser Su Majestad el medio y la unión. Y nadie ignora que el medio que une dos términos, se une él más estrecha e inmediatamente con ellos, que a ellos entre sí. Cristo se pone por medio y unión: luego quiere que le amemos, cuando manda que amemos al prójimo.

Dice más Cristo: que su precepto es que amemos al prójimo como su Majestad nos ama: Hoc est praeceptum meum, ut diligatis invicem, sicut dilexi vos. Aquí sólo manda que nos amemos unos a otros. Pero para poder cumplir nosotros este precepto, ¿qué disposición hemos menester? El mismo Cristo la enseña: Qui diligit me, mandatum meum servabit; y el evangelista San Juan, en la Epístola I, capítulo 5, dice: Haec est enim charitas Dei, ut mandata eius custodiamus. Luego para cumplir el precepto de amar al prójimo hemos de amar primero a Dios. Si Cristo (como dice en otro sermón el mismo autor) se llama Vid y a nosotros Sarmientos: Ego sum vitis, vos palmites, y los sarmientos primero se unen a la vid que ellos entre sí; luego quiere Cristo, luego solicita Cristo, luego manda Cristo que le amemos.

Creo que me he alargado superfluamente en lo que por sí está tan claro; pero eso mismo causa el que ocurra tanto que decir en la materia, que se trabaja más en dejarlo que en ponerlo. De lo dicho juzgo que sale por legítima consecuencia que Cristo no hizo por nosotros la fineza que el autor supone de no querer correspondencia.

Podránme replicar que si hay fineza que sea digna de tal nombre que Cristo dejase de hacer por nosotros con su inmenso amor. Y diré yo que sí hay, porque hay finezas que les ocasiona a serlo nuestra limitada naturaleza; y ésas no hizo Cristo, porque no eran conformes a su perfección infinita, ni decentes a su inmensa Majestad, ni a la dignidad y soberanía suya. Verbi gratia: Los justos hacen por Cristo algunas finezas que Cristo no hizo por ellos, como es resistir tentaciones luchando con nuestra naturaleza, que coinquinada con el pecado, está propensa al mal, y a más de esto, el temor y peligro de ser de ellas vencido y pelear con incertidumbre de la victoria o la pérdida. Ninguna de estas dos especies de finezas pudo hacer Cristo, pues ni pudo ser tentado ni menos temer peligros de pecar. Pues aunque su Majestad fue llevado al desierto, ut tentaretur a diabolo, bien saben los doctos cómo se entiende este lugar, y lo explica el glorioso doctor San Gregorio sobre el mismo, diciendo que la tentación es en tres maneras: por sugestión, delectación o consentimiento.

Del primer modo –dice– solamente pudo Cristo ser tentado del Demonio. Porque nosotros, cuando somos tentados, las más veces caemos o en el consentimiento o en la delectación, o podemos, al menos, caer en una de las dos cosas o en ambas; porque como hijos de pecado y concebidos en él, tenemos en nosotros mismos la semilla de la culpa, que es el fomes peccati que nos inclina a pecar. Pero Cristo, nacido de madre virgen y por concepción milagrosa, era impecable; por lo cual no pudo sentir en sí ninguna repugnancia ni contradicción al obrar bien, y así sólo pudo ser tentado por sugestión, que es una tentación extrínseca y que estaba muy lejos de su mente y no le podía inclinar, ni hacer guerra ninguna. Y no teniendo ni la lucha ni el riesgo, no pudo hacer la fineza de resistir ni temer el riesgo de pecar. Por lo cual dice el Apóstol: adimpleo ea quae desunt passionum Christi, in carne mea pro corpore eius, quod est Ecclesia. ¿Pues cómo, si fue copiosa la Redención: copiosa apud eum redemptio, dice San Pablo que añade o que llena la pasión de Cristo? ¿A la Pasión pudo faltarle algo? ¿Qué hizo San Pablo que no hizo Cristo? El mismo Apóstol lo dice: Datus est mihi stimulus carnis meae angelus Satanae, qui me colaphizet. Esto es lo que faltó a la pasión de Cristo: luchar con tentaciones y temer peligros de pecar; y esto es lo con que dice San Pablo que llena la pasión de Cristo; y éstas son las finezas que no pudo hacer Cristo y podemos hacer nosotros.

Pues así, el no querer correspondencia fuera fineza en un amor humano, porque fuera desinterés; pero en el de Cristo no lo fuera, porque no tiene interés ninguno en nuestra correspondencia. Pruébolo. El amor humano halla en ser correspondido, algo que le faltara si no lo fuera, como el deleite, la utilidad, el aplauso, etc. Pero al de Cristo nada le falta aunque no le correspondamos. En sí y consigo se tiene todos sus deleites, todas sus riquezas y todos sus bienes. Luego nada renunciara si renunciara nuestra correspondencia, pues nada le añade; y el renunciar lo que era nada no era ninguna fineza; y como no era fineza en Cristo, por eso no la hace Cristo por nosotros. En el libro de Job, al capítulo XXXV, se lee, hablando de la soberanía con que Dios no nos ha menester: Porro si iuste egeris, quid donabis ei, aut quid de manu tua accipiet? Homini, qui similis tui est, nocebit impietas tua; et filium hominis adiuvabit iustitia tua. De donde sale claro que nosotros necesitamos de correspondencias porque nos traen utilidades, y por tanto fuera fineza y muy grande el renunciarlas. Pero en Cristo que no le resulta ninguna de nuestra correspondencia, no fuera fineza el no quererla. Y por eso, como ya dije, no la hace Cristo por nosotros; y antes hace lo contrario, que es solicitar nuestra correspondencia sin haberla menester, y ésa es la fineza de Cristo.

Es el amor de Cristo muy al revés del de los hombres. Los hombres quieren la correspondencia porque es bien propio suyo; Cristo quiere esa misma correspondencia para bien ajeno, que es el de los propios hombres. A mi parecer el autor anduvo muy cerca de este punto, pero equivocólo y dijo lo contrario; porque, viendo a Cristo desinteresado, se persuadió a que no quería ser correspondido. Y es que no dio el autor distinción entre correspondencia y utilidad de la correspondencia. Y esto último es lo que Cristo renunció, no la correspondencia. Y así, la proposición del autor es que Cristo no quiso la correspondencia para sí sino para los hombres. La mía es que Cristo quiso la correspondencia para sí, pero la utilidad que resulta de esa correspondencia la quiso para los hombres.

Acá el amante hace la correspondencia medio para su bien; Cristo hace la correspondencia medio para bien de los hombres. De manera que divide la correspondencia y el fin de la correspondencia. La correspondencia reserva para sí. El fin de ella, que es la utilidad que de ella resulta, se lo deja a los hombres. Acá los amantes recíprocos quieren el bien de su amor para su amado, pero el bien del amor del amado para sí; Cristo, el bien del amor que tiene al hombre y el bien del amor que el hombre le tiene, todo quiere que sea para el hombre. Examina Cristo a Pedro de su amor y dícele: Petre, amas me? Responde Pedro con aquellas ardientes ponderaciones que brotaba su encendido corazón, que sí y que pondrá la vida por su amor. Veamos para qué es este examen tan apretado de Cristo. Sin duda que quiere que Pedro le haga algún gran servicio. Sí quiere. ¿Y cuál es? Pasce oves meas. Esto es lo que quiere Cristo: que el amor de Pedro sea suyo, pero que la utilidad resulte en las ovejas. Bien pudiera Cristo decirle a Pedro, y parece que era más congruente: Pedro, ¿amas a las ovejas? Pues apaciéntalas; y no dice sino: Pedro, ¿me amas a mí? Pues guarda mis ovejas. Luego quiere el amor para sí, y la utilidad para los hombres.

Pudiéranme, ahora, replicar diciendo: Si Cristo no ha menester el amor del hombre para bien suyo, sino para el bien del mismo hombre, y para este bien basta el amor de Cristo, que es quien nos ha de hacer el bien, ¿para qué solicita el amor del hombre, pues sin que el hombre le ame, puede Cristo hacerle bien?

Para responder a esta réplica es menester acordarnos que Dios dio al hombre libre albedrío con que puede querer y no querer obrar bien o mal, sin que para esto pueda padecer violencia, porque es homenaje que Dios le hizo y carta de libertad auténtica que le otorgó. Pues ahora, de la raíz de esta libertad nace que no basta que Dios quiera ser del hombre, si el hombre no quiere que Dios sea suyo. Y como el ser Dios del hombre es el sumo bien del hombre y esto no puede ser sin que el hombre quiera, por eso quiere Dios, solicita y manda al hombre que le ame, porque el amar a Dios es el bien del hombre. Dice el Real Profeta David que Dios es Dios y Señor porque no necesita de nuestros bienes: Dixi Domino: Deus meus es tu, quoniam bonorum meorum non eges. Aquí se conoce claro que Dios no necesita de nuestros bienes. Después, hablando en persona del mismo Señor dice, haciendo ostentación de su poder: «Yo no he menester vuestros sacrificios, ni vuestros holocaustos. Yo no recibo vuestros becerros ni vuestros hircos. Mías son todas las aves que vuelan y las fieras que pacen; mía toda la abundancia que produce en sus frutos la tierra; mía, en fin, toda la máquina del orbe. ¿Por ventura pensáis que me sustentan las carnes de los toros o que bebo la sangre vertida de los cabritos?» Pues, Señor Altísimo –le pudiéramos responder–, si de nada necesitáis porque todo es vuestro; si desdeñáis todas las víctimas y no aceptáis los sacrificios; si sois todopoderoso e infinitamente rico, ¿qué podremos hacer en vuestro servicio, vuestras pobres criaturas? Ved que es desconsuelo nuestro el no poderos ofrecer nada, porque lo tenéis todo, cuando nos tenéis tan obligados con vuestros infinitos beneficios. Sí podéis –parece que nos responde al verso 14 del mismo salmo–: Immola Deo sacrificium laudis; et redde Altissimo vota tua. Et invoca me in die tribulationis; eruam te, et honorificabis me. Como si dijera: Hombre, ¿quieres corresponder a lo mucho que te he dado? Pues pídeme más, y eso recibo yo por paga. Llámame en tus trabajos para que te libre de ellos; que esa confianza tuya tengo yo por honra mía. ¡Oh primor del Divino Amor: decir que es honor suyo lo que es provecho nuestro! ¡Oh sabiduría de Dios! ¡Oh liberalidad de Dios! Y ¡oh finezas sólo de Dios y sólo dignas de Dios! Para esto quiere Dios nuestro amor: para nuestro bien, no para el suyo. Y esto fue el primor de su fineza: no el no querer nuestra correspondencia– como quiere el autor–, sino el quererla para bien nuestro.

Ya queda probado que Cristo quiso nuestra correspondencia y que su fineza mayor fue el quererla. Falta ahora el probar lo que prometí, que es que, cuando supongamos que fuera fineza el no quererla, no le faltaran –como quiere el autor– pruebas, ni ejemplares, a esa fineza en la Sagrada Escritura; aunque el autor la hace tan grande y tan sin ejemplar, que dice que no ha habido quien del amor que tiene quiera para otro la correspondencia. Veamos si yo hallo alguno que lo haya hecho. Mata Absalón a su hermano Amnón por el estupro de Tamar. ¿Y qué hace su padre, el rey David? Se indigna tanto que obliga a Absalón a salir, huyendo de la muerte, a Gesur; y permanece tan airado el rey, que aun Joab, su primer ministro, no se atreve a hablar en su perdón si no es por medio de la Tecuites; y aun después de todo no quiere David que Absalón le vea la cara. ¡Grande enojo! ¡Grande ira! Vuelve en fin Absalón a la gracia de su padre, y apenas se ve en ella, cuando, traidor y rebelde a su amor y a su corona, se hace aclamar rey en Hebrón; procura no sólo quitar a su padre el reino, pero la vida y la honra profanando públicamente sus lechos. ¡Oh qué ofensas! ¡Oh qué ingratitudes! ¡Oh qué ultrajes! ¡Qué tal podemos esperar que esté David de indignado, de ofendido, de airado contra tan mal hijo, contra tan traidor vasallo! ¿Desabrocha las Euménides irritadas de su pecho? Poco falta para que lo veamos, que ya la fortuna de las armas está en favor de David y se podrá vengar a su satisfacción. Oigamos el orden que para esto da al general Joab: Servate mihi puerum Absalom. ¡Jesús! ¿Qué orden es ésta tan al revés de lo que se esperaba? Pues no para ahí. Quebranta Joab, inobediente, el orden; mata a Absalón. ¿Y qué hace David? ¿Qué? Llora, y se vuelve toda la victoria en llanto; y no como quiera, sino que desea ser él el muerto, porque sea Absalón el vivo: Fili mi Absalom, quis mihi det, ut ego moriar pro te? ¿Qué es esto, David; así lloráis por un hijo tan enemigo; por un vasallo tan traidor? ¿Por quien os quería quitar la vida queréis vos dar la vuestra? Y ya que es tan grande vuestro amor que le queráis perdonar tan execrables maldades contra vos, ¿cómo cuando mató a su hermano Amnón, no mostrasteis esa ternura, sino que le queríais matar a él? Éste es el mismo Absalón: pues ¿cómo ahí estáis airado por la menor ofensa que fue matar a su hermano, y aquí, por la mayor que es quereros matar a vos, no sólo no estáis enojado, mas estáis tierno? ¿Más sentimiento hicisteis de que Absalón fuese cruel con Amnón, que no de que lo fuese con vos? ¿Más sentís que faltase Absalón al amor de Amnón que al vuestro? Sí, así pasó. Pues ahora, ¿para quién pedía David la correspondencia de su amor? Bien claro se ve que para Amnón y no para sí. Luego hay prueba y ejemplares de quien busca para otro la correspondencia que se le debe. Luego cuando fuera fineza en Cristo no buscar correspondencia, no carecería de prueba, como dijo el autor; que es la segunda parte a que prometí responder.

Con lo cual me parece que, aunque con mi rudeza, cortedad y poco estudio, he obedecido a V. md. en lo que me mandó. La demasiada prisa con que lo he escrito no ha dado lugar a pulir algo más el discurso, porque festinans canis caecos parit catulos. Remítole en embrión, como suele la osa parir sus informes cachorrillos; y así lleva este defecto más, entre los muchos que V. md. le reconocerá. Pero todos van a sus manos de V. md. Unos corregirá con discreción y otros suplirá con su amistad. El asunto también, con su dificultad, deja disculpado el no conseguirse; pues en blanco inaccesible no queda tan desairado el yerro del tiro como en los comunes, y basta para bizarría en los pigmeos atreverse a Hércules. A vista del elevado ingenio del autor aun los muy gigantes parecen enanos. ¿Pues qué hará una pobre mujer? Aunque ya se vio que una quitó la clava de las manos a Alcides, siendo uno de los tres imposibles que veneró la antigüedad. Y hablando más a lo cristiano, quae stulta sunt mundi elegit Deus, ut confundat sapientes; et infirma mundi elegit Deus, ut confundat fortia; et ignobilia mundi et contemptibilia elegit Deus, et ea quae non sunt, ut ea quae sunt destrueret: ut non glorietur omnis caro in conspectu eius. Creo cierto que si algo llevare de acierto este papel, no es obra de mi entendimiento, sino sólo que Dios quiere castigar con tan flaco instrumento la, al parecer, elación de aquella proposición: que no habría quien le diese otra fineza igual, con que cree el orador que puede aventajar su ingenio a los de los tres Santos Padres y no cree que puede haber quien le iguale. Y pensando que no se estrechó la mano de Dios a Augustino, Crisóstomo y Tomás, piensa que se abrevió a él para no poder criar quien le responda. Que cuando yo no haya conseguido más que el atreverme a hacerlo, fuera bastante mortificación para un varón tan de todas maneras insigne; que no es ligero castigo a quien creyó que no habría hombre que se atreviese a responderle, ver que se atreve una mujer ignorante, en quien es tan ajeno este género de estudio, y tan distante de su sexo; pero también lo era de Judit el manejo de las armas y de Débora la judicatura. Y si con todo, pareciere en esto poco cuerda, con romper V. md. este papel quedará multado el error de haberlo escrito.

Finalmente, aunque este papel sea tan privado que sólo lo escribo porque V. md. lo manda y para que V. md. lo vea, lo sujeto en todo a la corrección de nuestra Santa Madre Iglesia Católica, y detesto y doy por nulo y por no dicho todo aquello que se apartare del común sentir suyo y de los Santos Padres. Vale.

Bien habrá V. md. creído, viéndome clausurar este discurso, que me he olvidado de esotro punto que V. md. me mandó que escribiese: Que cuál es, en mi sentir, la mayor fineza del Amor Divino. Lo cual me oyó V. md. discurrir en la misma conversación citada. Pues no ha sido olvido sino advertencia, porque allí, como era una conversación sucesiva, fueron llamando unos discursos a otros, aunque no fuesen muy del caso, y aquí es necesario hacer separación de los que no lo son, para no confundir uno con otro. Explícome. Como hablamos de finezas, dije yo que la mayor fineza de Dios, en mi sentir, eran los beneficios negativos; esto es, los beneficios que nos deja de hacer porque sabe lo mal que los hemos de corresponder. Ahora, este modo de opinar tiene mucha disparidad con el del autor, porque él habla de finezas de Cristo, y hechas en el fin de su vida, y esta fineza que yo digo es fineza que hace Dios en cuanto Dios, y fineza continuada siempre; y así no fuera razón oponer ésta a las que el autor dice, antes bien fuera una muy viciosa argumentación y muy censurable; por lo cual me pareció separarla, y como discurso suelto e independiente de lo demás, ponerlo aquí para que V. md. logre del todo el deseo, pues el mío es sólo obedecerle.

La mayor fineza del Divino Amor, en mi sentir, son los beneficios que nos deja de hacer por nuestra ingratitud. Pruébolo. Dios es infinita bondad y bien sumo, y como tal es de su propia naturaleza comunicable y deseoso de hacer bien a sus criaturas. Más, Dios tiene infinito amor a los hombres, luego siempre está pronto a hacerles infinitos bienes. Más, Dios es todopoderoso y puede hacerles a los hombres todos los bienes que quisiere, sin costarle trabajo, y su deseo es hacerlos. Luego Dios, cuando les hace bienes a los hombres, va con el corriente natural de su propia bondad, de su propio amor y de su propio poder, sin costarle nada. Claro está. Luego cuando Dios no le hace beneficios al hombre, porque los ha de convertir el hombre en su daño, reprime Dios los raudales de su inmensa liberalidad, detiene el mar de su infinito amor y estanca el curso de su absoluto poder. Luego, según nuestro modo de concebir, más le cuesta a Dios el no hacernos beneficios que no el hacérnoslos y, por consiguiente, mayor fineza es el suspenderlos que el ejecutarlos, pues deja Dios de ser liberal –que es propia condición suya–, porque nosotros no seamos ingratos– que es propio retorno nuestro–; y quiere más parecer escaso, porque los hombres no sean peores, que ostentar su largueza con daño de los mismo beneficiados. Y siendo así que ésta es una como nota en la opinión de liberal, antepone el aprovechamiento de los hombres a su propia opinión y a su propio natural.

Predica el Redentor su milagrosa doctrina, y habiendo hecho en tantos lugare tantos milagros y maravillas, llega a su patria, que parece que debía ser preferida en el cariño, y apenas llega, cuando en vez de aplaudirle sus vecinos y compatriotas, empiezan a censurarle y a sacarle las que, a su parecer de ellos, eran faltas, diciendo: Nonne hic est fabri filius? Nonne mater eius dicitur Maria, et fratres eius, Iacobus, et Ioseph, et Simon, et Iudas: et sorores eius, nonne omnes apud nos sunt? Unde ergo huic omnia ista? Y prosigue el Evangelista: Non fecit ibi virtutes multas propter incredulitatem illorum. De manera que Cristo bien quería hacer milagros en su patria, bien quería hacerles beneficios, pero mostraron ellos luego su dañado ánimo en la murmuración y el modo con que recibirían los favores de Cristo, y por eso se contuvo Cristo en hacerlos: por no darles ocasión de ser más malos, como lo expresa el Evangelista: que no hizo muchas maravillas por su incredulidad. Y bien sabía Cristo que también le habían ellos de murmurar el no hacerlas, y tener por escaso y avaro, y así les adelantó él mismo lo que ellos habían de decir y les dijo: Utique dicetis mihi hanc similitudinem: Medice, cura te ipsum: quanta audivimus facta in Capharnaum, fac et hic in patria tua. Y para satisfacer a la calumnia antevista les dice que en tiempo de Elías había muchas viudas y sola una fue remediada, y que muchos leprosos había en tiempo de Eliseo y sólo curó a Naamán sirio, y que ningún profeta es acepto en su patria. Ellos, no entendiendo la satisfacción y prosiguiendo en la calumnia, le quisieron precipitar, confirmando con esta maldad el motivo por que Cristo no les hacía beneficios positivos, sino el negativo de no darles ocasión de cometer mayor pecado. Y éste fue el mayor beneficio que pudo Cristo hacer por entonces a su ingrata patria, en que la prefirió a aquellas dos ciudades que el mismo Señor amenaza por haber sido ingratas a las maravillas que en ellas obró, diciendo: Vae tibi Corozain, vae tibi Bethsaida: quia, si in Tyro et Sidone factae essent virtutes, quae factae sunt in vobis, olim in cilicio, et cinere poenitentiam egissent. Verumtamen dico vobis: Tyro et Sidoni remissius erit in die iudicii, quam vobis. ¡Ay de vosotras, que si en Tiro y Sidón se hubieran hecho las maravillas que se han hecho en vosotras, se hubieran ya convertido! Pero yo os aseguro que en el juicio tremendo serán ellas menos castigadas que vosotras.

Luego de este mayor cargo excusa el Señor a Nazaret con no hacerle beneficios, y entonces es el mayor beneficio el no hacerlos, porque excusa el mayor cargo que de él le resultara. Gravius –dice el glorioso San Gregorio– inde iudicemur, cum enim augentur dona, rationes etiam crescunt donorum. Mientras más es lo recibido más grave es el cargo de la cuenta. Luego es beneficio el no hacernos beneficios cuando hemos de usar mal de ellos.

Hizo Dios a Judas, fuera de los beneficios generales, muchos particulares, y llegando el caso de su sacrílega traición, lamentando Cristo, no su muerte, sino el daño del ingrato discípulo, dice: Vae homini illi, per quem tradar ego, bonum erat ei, si natus non fuisset. Con que parece que se arrepiente de haberle hecho el beneficio de la creación, porque le estuviera mejor el no haber nacido que nacer para ser tan malo. Más claro se da a entender esto cuando ofendido Dios de las maldades de los hombres determinó acabar el mundo por agua; pues, usando de las humanas locuciones, dice el texto que dijo: Delebo, inquit, hominem, quem creavi a facie terrae, ab homine usque ad animantia, a reptili usque ad volucres coeli: poenitet enim me fecisse eos.

De manera que se arrepiente Dios de haber hecho beneficios al hombre que han de ser para mayor daño del hombre. Luego es mayor beneficio el no hacerle beneficios. ¡Ah, Señor y Dios mío, qué torpes y ciegos andamos cuando no os reconocemos esta especie de beneficio negativo que nos hacéis!

Tiene el otro corta fortuna y, cuando mucho, dice que es castigo de Dios. Cuando sea castigo, el castigo también es beneficio, pues mira a nuestra enmienda, y Dios castiga a quien ama. Pero no es sólo el beneficio de castigarnos el que nos hace, sino el beneficio de exonerarnos de mayor cuenta. Tiene el otro poca salud y le parece que está Dios sordo, porque no oye sus lamentos. No está tal, sino haciéndoos el beneficio de no daros salud, porque la habéis de emplear mal. Envidiamos en nuestros prójimos los bienes de fortuna, los dotes naturales. ¡Oh, qué errado va el objeto de la envidia, pues sólo debía serlo de la lástima el gran cargo que tiene, de que ha de dar cuenta estrecha! Y ya que, queramos envidiar, no envidiemos las mercedes que Dios le hizo, sino lo bien que corresponde a ellas, que esto es lo que se debe envidiar, que es lo que le da mérito; no el haberlas recibido, que eso es cargo. Estimemos el beneficio que Dios nos hace en no hacernos todos los beneficios que queremos, y los que también Su Majestad quiere hacernos y suspende por no darnos mayor cargo. Agradezcamos y ponderemos este primor del Divino Amor en quien el premiar es beneficio, el castigar es beneficio y el suspender los beneficios es el mayor beneficio, y el no hacer finezas la mayor fineza . Y si no, díganme: Dios, que dio al Mundo su Unigénito que encarnó y murió por el hombre, ¿qué podrá negar al hombre? Nada. Él mismo dice: Quis est ex vobis homo, quem si petierit filius suus panem, numquid lapidem porriget ei? Aut si piscem petierit, numquid serpentem porriget ei? Si ergo vos, cum sitis mali, nostis bona data dare filiis vestris: quanto magis Pater vester, qui in coelis est, dabit bona petentibus se? Pues, Señor, ¿cómo la madre de los hijos del Zebedeo os pide las sillas y no se las dais? Porque no saben lo que se piden, y en Dios mayor beneficio es no dar, siendo su condición natural, porque no nos conviene, que dar siendo tan liberal y poderoso.

Y así juzgo ser ésta la mayor fineza que Dios hace por los hombres. Su Majestad nos dé gracia para conocerlas, correspondiéndolas, que es mejor conocimiento; y que el ponderar sus beneficios no se quede en discursos especulativos, sino que pase a servicios prácticos, para que sus beneficios negativos se pasen a positivos hallando en nosotros digna disposición que rompa la presa a los estancados raudales de la liberalidad divina, que detiene y represa nuestra ingratitud.

Y a V. md. me guarde muchos años. Vuelvo a poner todo lo dicho debajo de la censura de nuestra Santa Madre Iglesia Católica, como su más obediente hija. Iterum vale.

(Carta atenagórica, 1690)

 

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