Vilma Fuentes
La Jornada Semanal
Por las calles de un barrio, sus recovecos y costumbres, sus mercados y tiendas y colindancias en la gran ciudad que lo alberga, se llega en este texto a la perfumería Dyptique, que en uno de sus aromas atrapó la esencia de su recinto, y de ahí, mediante el poder del más sutil de los sentidos, el olor de una ciudad entera en verano impregnado en un vestido.
Hay barrios en París que son verdaderas aldeas. Habitar en sus zonas es gozar a la vez de la vida tranquila de un pequeño pueblo y de las ventajas que se ofrecen en una gran capital. La aldea donde vivo es conocida como el barrio de la “Maub”, apelación debida a su centro de gravitación que es la plaza Maubert-Mutualité. La calle debe a su nombre a un favorito del rey Luis vi le Gros, Etienne de Garlande, quien poseía un dominio vinícola bordeado por este camino. Abierta realmente a la caída de la familia Garlande en 1202, calle estrecha y sinuosa donde aún se levantan algunos edificios medievales, posee un aspecto fantasmagórico que respira una evanescente melancolía y exhala resabios de viejos olores. Más que las fragancias violentas de los recuerdos, el aroma acariciante de su nostalgia.
El barrio tiene sus comercios de todo tipo, sus iglesias, sus escuelas, en fin, todos los servicios necesarios para no tener que salir de sus fronteras. Curiosidad histórica: al ángulo de Galande, en la rue de Fouarre, los profesores impartían sus cursos desde las ventanas a los estudiantes sentados en la calle sobre la paja, primicias de lo que sería la Sorbona. ¡Ah!, por desgracia, las librerías desaparecen, pero quedan los puestos de bouquinistes instalados a lo largo de los muelles del Sena. Los habitantes de la aldea se reconocen entre ellos y conocen casi todo uno de otro, o al menos lo suficiente para identificarse con alguna etiqueta: cajera, médico, mesero, comerciante, abogado, dentista, panadera, agente inmobiliario, veterinario, casero… Parte de la capital, el barrio de la “Maub” es atravesado por uno de los principales ejes de París, el bulevar Saint-Germain. Posee también varios grandes cafés-bares de turistas, vacíos si no cerrados desde el inicio del confinamiento. Sucede lo mismo con muchos hoteles: su clientela de turistas han desaparecido. Característico de una capital es un almacén de perfumería, una de las tantas agencias de una cadena de distribución de cosméticos, de origen francés pero adquirida por los financieros chinos, como muchas otras empresas. Por suerte, queda una pequeña tienda de perfumes, primera sede de Dyptique. La asociación de un arquitecto, un pintor y un diseñador, fundada en 1961 bajo este nombre, lanza su primera veladora perfumada en 1963 y su primer eau de toilette en 1968. En 1975, recién llegada a París, la pintora barroca Carmen Parra me llevó a conocer esta boutique situada sobre Saint-Germain, en plena “Maub”. Ser parte de la clientela era como pertenecer a un grupo de iniciadas: Carmen lo fue por Elisa Breton, la viuda del escritor fundador del surrealismo, y Elisa por Joyce Mansour, una de esas “poetas iluminadas” según André Breton. Los perfumes de Dyptique no tenían nada en común con la industria de la perfumería. Eran aromas originales, casi personales. Desde entonces, han sido creados una centena de envolventes aromas.
Hace unos días, en las vitrinas de su boutique apareció un frasco distinto al de las otras eaux de toilette, el de una fragancia denominada con una cifra: “34”. Corresponde al número que ocupa la tienda en el bulevar. ¿Qué significa? Los perfumistas, sucesores del trío fundador, han tenido la original idea de reproducir y meter en un recipiente el olor de la boutique: mezcla de fragancias envolventes, violentas y suaves, densas y ligeras, picantes y frescas que pueden olerse al atravesar el umbral de la tienda. Un mareo y un vértigo, una somnolencia y un despertar.
Al oler el “34” me pasaron por la mente dos recuerdos extraños, turbadores como un perfume embriagante. Santiago, hijo de mi amiga escultora Lourdes Álvarez, vino a visitarme. Había vivido en París con su madre hacia sus nueve años. Ahora era un joven alto veinteañero. Le pregunté si pasaba por la ciudad o venía a estudiar. Su respuesta me dejó atónita: “Quería volver a sentir el olor de Paris. Por eso vine, antes de olvidarlo.” En otra ocasión, durante uno de mis viajes a México, visité a Salvador Elizondo en la casa heredada de su madre en Coyoacán. Me saludó con un abrazo más que caluroso: me olfateaba con las aletas de su nariz palpitantes recorriendo mi vestido. “Hueles a París en verano”, me dijo para justificar su actitud más bien animal, perruna. Me hizo prometer que regalaría mi vestido a Paulina. Le dije que no tendría tiempo de llevarlo a la tintorería. Que sobre todo no se me fuera a ocurrir lavarlo si no quería hacer evaporarse el olor a París en primavera o en verano. Olor a sudor y a perfume, a piel y a madera y musgo, a mujer y al calor que levanta los olores al salir del invierno.
Hay simpatías y antipatías inexplicables. Afinidades y aversiones que sólo el olfato puede explicar. Acaso sucede con las ciudades lo mismo que ocurre con las personas. Su olor puede sernos agradable o no, atractivo o repugnante. Cada ser tiene su aroma, igual un hombre que un animal, una flor o
un guiso, un bosque, el mar. París tiene su olor particular. México tiene su efluvio. La memoria del cuerpo, la del amor, sabe distinguirlos.