Encerrados a mar abierto

Encerrados a mar abierto

Hermann Bellinghausen

Un gran tour de force de Alfred Hitchcock en altamar de principio a fin, Bote salvavidas (Lifeboat), también llamada Náufragos y A la deriva, plantea la elocuente y simpática parábola de un universo cerrado, que para Sartre es llanamente el Infierno en su pieza A puerta cerrada, curiosamente simultánea a la cinta de Hitchcock, estrenadas ambas en 1944.

Un grupo de extraños reunidos por el azar en medio del desastre, la mayoría de ellos con un aplomo envidiable, sobreviven en una rápida organización social con jerarquías cambiantes, sutiles luchas de poder, engaños. La acción tiene un solo escenario, el bote en el que flotan por el Atlántico seis hombres y tres mujeres, desconocidos y desconocidas entre sí, que establecen alianzas y antagonismos que serán cínicos, románticos, fatalistas, políticos, económicos, de odio, desprecio o vanidad. Pero van en el mismo barco y dependen unos de otros más de lo que quisieran. El mundo se encuentra en guerra, van a la deriva en malas condiciones a causa de esa guerra, y desde el principio sabemos que también llevan en la embarcación al enemigo.

Adaptación problemática de un relato problemático de John Steinbeck, Bote salvavidas aparece hoy como una obra maestra escondida en la filmografía hitchcockiana.

Una historia de encierro, mas no claustrofóbica, pues transcurre contra el horizonte, por así decir en una cuarentena bélica. Las intenciones propagandísticas tanto de Steinbeck, que siempre rechazó la película (pasada por una decena de guionistas), como de Hitchcock, en cierta forma fracasan, a pesar de que es una visión claramente del bando aliado a finales de la Segunda Guerra Mundial. Hay un nazi, un negro y un rojillo en el coctel de protagonistas, algo que estaba condenado a chocar con las polarizaciones de la hora, y más que el novelista californiano era de izquierdas, mientras el cineasta británico no lo era en absoluto. No se entendieron, pero el resultado es más fascinante de lo que les pareció a la crítica, los productores, el público y el propio Steinbeck.

Todo un festín para Hitchcock, quien monta la cinta entera con back projection, la pantalla de fondo que es su sello de fábrica. Tras el primer plano de los tripulantes acecha el océano interminable, a veces desolado, en el que flotan cadáveres y cosas de un mundo destruido. Se encrespa, amenazante y oscuro, agita, anega y casi ahoga a los tripulantes que andan tanto ateridos y empapados como secos y noqueados por los rayos del sol.

El rojillo es dogmático, con aguda conciencia de clase, resentido y un algo necio que es cosa del cineasta, no del escritor. El negro está acostumbrado a subordinarse y obedecer, aunque proporcione la única música en una película sin fondo melódico. La enfermera enamorada y heroica encarna el espíritu de sacrificio de las naciones en lucha contra el Eje del Mal. Está el proletario herido que se gangrena, le amputan una pierna a bordo, delira, casi muere de sed y al final se tira al mar, con un último empujoncito eutanásico del capitán nazi, quien procede del submarino hundido que antes hundió un barco civil aliado cerca pero lejos de las Bermudas.

Uno de los escollos para la película fue que el alemán no resultaba suficientemente malvado, asunto que le ya había causado descalabros a Steinbeck con un relato anterior; a cargo de la embarcación al ser el único marinero a bordo, engaña a todos y subrepticiamente los secuestra con la intención de entregarlos al barco de suministros de la armada nazi. Es vivaz, práctico y taimado. El público estadunidense lo hubiera preferido autómata, diabólico o retrasado mental. Otro escollo fue el negro, un buen personaje que le pareció discriminado a la corrección política antifascista.

La figura clave, nudo de toda la trama, lo interpreta una Tullulah Bankhead desbordada en su glamur y su malicia, una diva fuera de lugar que en medio del desastre es la reina y comentarista que ve a todos por igual, habla tres idiomas (igual que el nazi), entiende las causas del dinero y el amor, aguda, cosmopolita, más allá del bien y del mal. Es el primer personaje que vemos, en una secuencia casi cómica, surrealista: ella sola en el bote, rodeada por los restos del naufragio, vestida con un gran abrigo de visón, maquillada, con peinado impecable, fuma tranquilamente con su equipaje al lado, en todo caso fastidiada por los inconvenientes. A poco comienzan a emerger los demás náufragos y ella les da la bienvenida al mundo de los vivos. Es la primera en reconocer la muerte, desde el bebé ahogado por el hundimiento hasta la liquidación del nazi engañoso y traicionero, el alacrán del cuento.

Vale la pena encerrarse un rato en este encierro a la intemperie donde aprendemos que toda reclusión es relativa. Pablo Neruda creyó ver en otro bote salvavidas, que reposaba en el huerto de su casa en Valdivia, la huella desesperada de los náufragos, de los que en la final angustia se agarraron a esta armazón marinera mientras la tempestad los perseguía inmensamente.

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