El Café París de La Ciudad de México
1) La catedral del café: Si el Progreso fue el café representativo del siglo xix, el París lo representó en el siglo xx, en especial en las décadas de los treinta y cuarenta. “La catedral del café”, lo llama Humberto Musacchio, autor de una indispensable enciclopedia de escritores y cronista del detalle mínimo, al que sabe dar color y sabor.
Tuvo tres domicilios: uno, en la calle de Gante, y los otros dos en Cinco de Mayo. El primero de los de Cinco de Mayo era una suerte de galerón y el segundo tenía la forma de escuadra o ángulo de 90 grados. Nada del otro jueves. El escritor vasco Otaola recuerda que el local hacia 1943 era de color verde. Con severidad lo estigmatiza: “Pequeño, estrecho de pecho y muy provinciano, este Café París no tiene nada de acogedor. No ofrece ninguna comodidad. No es, ni siquiera, ni un poco raro ni un poco misterioso. No tiene sabor, el sabor de la antigüedad, el sabor de lo que tiene leyenda, historia adensada”.[28] Recuerda que el café (eso si tendría sabor) lo atendía una mesera llamada María de “provocativos pechos”.
Al café llegaba, por decir una expresión hecha, “todo México”, o si se quiere, una gran camada de lo mejor de los escritores, intelectuales y artistas mexicanos. Llegaban los impetuosos y torrenciales muralistas de la Escuela Mexicana de Pintura: José Clemente Orozco, el mayor pintor de América, a quien Pablo Neruda llamó en Confieso que he vivido “titán manco y esmirriado, especie de Goya de su fantasmagórica patria”, el fabulador Diego Rivera, creador de una pintura de maravillosas ondulaciones y colorido sensual, y el tempestuoso David Alfaro Siqueiros, quien descubrió nuevas e insólitas técnicas; llegaban miembros del grupo de Contemporáneos: Xavier Villaurrutia, quien fue además un lúcido crítico de arte y de literatura, Salvador Novo, amenísimo cronista y múltiple acuñador de epigramas terribles y frases negras, Jorge Cuesta, la inteligencia penetrante del grupo y quien terminaría trágicamente dándose muerte por propia mano, Gilberto Owen, creador de un bellísimo poema con resonancias bíblicas y eliotianas (“Sinbad el Varado”), y José Gorostiza, autor del poema filosófico “Muerte sin fin”, cuya agua aún cae en un vaso interrogante; llegaban Ermilo Abreu Gómez, estudioso de la obra de Sor Juana Inés de la Cruz y autor de una bella novela sobre un héroe maya (Canek), el juchiteco Andrés Henestrosa, creador de un libro sobre su región nativa (Los hombres que dispersó la danza), y Rubén Salazar Mallén, nihilista radical, magníficamente atrabilario, quien supo, como nadie entre nosotros, decir no a la sociedad, al poder y a la gloria; llegaban Rodolfo Usigli, notable dramaturgo, cuya única novela inspiró un filme de Luis Buñuel (Ensayo de un crimen), Octavio G. Barreda, promotor cultural fuera de serie y fundador y director de lo que ha sido quizá la mejor revista literaria mexicana del siglo xx (El hijo pródigo), y aparecía esporádicamente, siempre despeinado, el magnífico cuentista y cuentero del sureste, Juan de la Cabada, “el representante más genuino de la desorganización, del ‘me importa madre’ tan mexicano”, como dice el tabasqueño Manuel González Calzada; llegaban los jóvenes de entonces: Efraín Huerta (1914-1982), Neftalí Beltrán (1916) y Octavio Paz (1914-1998) y Alberto Quintero Álvarez (1914-1944), que hacían la revista Taller (1938-1941), y otros, un poco más jóvenes, como Alí Chumacero (1918) con sus frases como de relámpago o estrella, Jorge González Durán (1918-1986), una de las claras inteligencias de su generación, y el excelente crítico José Luis Martínez (1918) que hacían, junto con el filósofo Leopoldo Zea, la revista Tierra Nueva (1940-1942), y aun los más jóvenes, como Rubén Bonifaz Nuño o Jorge Hernández Campos, que tenían tertulia mañanera en el pequeño café de la Princesa, y que ocasionalmente iban al París a encontrarse con Barreda, Abreu Gómez o el españolísimo León Felipe.
Las reuniones, recuerda Octavio Paz,[29] se hacían a diario, entre las tres y las cuatro de la tarde. Paz cita como los más asiduos a Barreda, Villaurrutia, el pintor Orozco Romero, Carlos Luquín, el hombre de teatro Celestino Gorostiza, y a los poetas españoles León Felipe y José Moreno Villa. “En una mesa distinta, a la misma hora –continúa Paz, no sin dejar caer una gota de hiel– se reunían Silvestre Revueltas, [Ermilo] Abreu Gómez, [José] Mancisidor y otros escritores más o menos marxistas. Ya al caer la tarde llegaba otro grupo, más tumultuoso y colorido, en el que habían varias mujeres notables –María Izquierdo (la pintora), Dolores Álvarez Bravo (la fotógrafa), Lupe Marín (la narradora), Lya Kostakowski– y artistas y poetas jóvenes como Juan Soriano y Neftalí Beltrán. En nuestra mesa se discutía y se contaban chismes literarios y políticos: el significado de la palabra Happiness y Democracy en Whitman, el realismo fantástico y el socialista, el cante jondo y los versículos bíblicos… Durante una temporada nos dio por dar títulos de libros, levemente deformados, a personas y situaciones. Un escritor de pequeña estatura y que salía con una rubia de busto eminente se llamó inmediatamente Tartarín en los Alpes. El bastón de El Caballero (el mismo de uno de los epigramas de Villaurrutia) se transformó poco a poco en un órgano prensil como el ‘archibrazo’ de Fourier.”
Por su parte, José Luis Martínez, en su texto-conferencia “El trato con escritores”, de 1959, que al recogerlo en libro lo tituló “El ambiente literario: 1940-1946”,[30] refiere que las reuniones eran entre cuatro y seis de la trade. “Recordaré siempre aquellas pláticas, que me enseñaron a escuchar, en que Barreda solía promover las discusiones, Paz apasionarse, Villaurrutia darles un sesgo de humor, y León Felipe, concentrado sobre su bastón y acariciando su barba, interrumpirlas con una explosión de sus meditaciones. La charla serena la llevaban Díez-Canedo, Moreno Villa y Abreu Gómez, y todos parecíamos disponer de la tarde entera para hablar, hablar. En ocasiones salíamos de allí sólo para proseguir la charla caminando en el atardecer de la ciudad.”
2) Un libro para el café: La vida abierta en el establecimiento inspiró un jugoso libro de retratos y anécdotas redactado por Manuel González Calzada, un político tabasqueño aficionado a las letras. El libro lo publicó en su estado natal cosa de un cuarto de siglo después de la desintegración de la tertulia. Lo tituló tal cual: Café París, y puso como simpático subtítulo, “Tragicomedia en 16 años”, o sea, el tiempo que duró la tertulia, que empezaría quizá por 1937 o 1938. Leyéndose con gran deleite, sólo lamentamos que los retratos (aun si aparecen ligeramente trazados otros personajes) hayan sido sólo los de su peña. Hay dos retratos de escritores: el del oaxaqueño Andrés Henestrosa y el del yucateco Ermilo Abreu Gómez, y dos de poetas: el de la “Cachorra” Aurora Reyes y el del español León Felipe. Sin embargo, donde el humor de González Calzada brilla, donde es casi imposible no carcajearse, es cuando perfila los dibujos de dos contertulios: uno, León de la Selva, un perfecto pobre diablo, que vivió a expensas del nombre y de la influencia de su poderosa familia en el sexenio del presidente Miguel Alemán (1946-1952), y el otro, el gordo Pedro Rendón, candidato vitalicio a la presidencia de la República.
Es un libro escrito con nobleza y buen humor. La mala leche se halla tan bien colada que no indigesta ni envenena las páginas y acaban imponiéndose la comprensión y la ternura. Es un libro de recuerdos pero también de amistad. De lo que se trataba en el café –diría a fin de cuentas González Calzada– era pasársela bien, divertirse lo más posible, y para eso debía tenerse a menudo la piel endurecida y soportar bromas negras, chistes de todo color y epigramas afilados o ponzoñosos.
De los retratos de poetas y escritores, quizá el más conmovedor, pese a su laconismo, sea el de León Felipe. El tabasqueño evoca del poeta hispano su enseñanza simple, su respeto por el interlocutor y su humildad que iba “entre lo sencillo congénito y lo exquisito culto”.
De Aurora Reyes resalta la personalidad recia y el filo de navaja en su sentido del humor; de Ermilo Abreu Gómez, la suavidad de maneras y su talento para hacer retratos literarios, y de Andrés Henestrosa, a quien llama Andreca, el espíritu burlón, lo bronco de su carácter y su reticencia a publicar libros. Apenas resisto reproducir una anécdota de Henestrosa con doble sentido involuntario.
Un muchacho oaxaqueño, de tipo campesino, entra al Café París y ve solo en una mesa al famoso coterráneo. Se aproxima:
“—¿Me permite que me siente?
— Sí, siéntese.
Lo hizo el provinciano y guardó silencio unos segundos para decir después:
—Conque… usted es… Andrés Henestrosa.
—Sí, yo soy Henestrosa.
—¿Es usted hijo de Juchitán?
—Sí –replicó Andreca– soy hijo de Juchitán. Y usted ¿de dónde es?
—Yo también soy oaxaqueño… soy de Putla.
—Ah, es usted hijo de Putla.
—Sí, confirmó el visitante”.
Al darse cuenta Henestrosa de su barbaridad involuntaria salió disparado del local.
Quizá valga resaltar aquí a dos excéntricos protagonistas de la ardua vida café parisiense: un perro y el candidato vitalicio a la presidencia de la República. El animal era un pobre perro de la calle (doble pleonasmo) que se convertía en mascota de quien quisiera tenerlo. A los miembros de la peña de González Calzada les llegó el turno. Al perro lo apodaron de principio el Güero, después el Güero Literato, y finalmente sólo y a secas Literato, perse a saber todos que el can era inédito. Al perro lo trataban como a un señor, mientras a otros señores los trataban como perros. El gran momento en la vida de Literato (corrían los años de la segunda Guerra Mundial) fue sin duda el merecido homenaje que le brindaron los clientes del café parisiense por su proeza de haber mordido a un alemán. El acto tuvo lugar el 14 de Septiembre, un día antes del aniversario del inicio de la guerra de independencia mexicana. En el acto hubo discursos, buena comida, se tocó La Bamba con un solo de chirimía y se pronunciaron dos conferencias, que fueron expuestas, como es de suponerse, por partidarios de los Aliados. El propietario se lució al regalar el café espresso. Si el programa se verificó en su cabalidad el lector debe ayudar en la averiguación.
El segundo retrato es el de Pedro Rendón, un gordo bon vivant, divertido y bonachón (como debe ser idílicamente un gordo), quien mucho tiempo después de la desintegración de la tertulia seguía siendo un candidato redondamente visible a la Presidencia de la República y siguió siéndolo de peso completo hasta que le dio por irse de este mundo. Entre las actividades o profesiones que lo hacían merecedor a la primera magistratura, según su tarjeta de presentación, eran ser “poeta, adivino –cartomanciano, quiromántico, arúspice–, evangelista, político, músico, caricaturista, pintor, sibarita y tragón”. En esto último, según su rápido pero certero biógrafo, era insuperable. Ojo y boca se volvían en él uno. Pese a apoyos y padrinos,pese a su espléndido currículum kitsch, murió sin haber visto cumplido su sueño: gobernar al país que lo vio comer sin descanso.
3) Un nuevo libro para el café: De esos mismos años pero con perspectivas distintas es el libro del periodista Alejandro Lomelí Cota Los pavorosos del Café París (Editorial Río Colorado, 1988). Lomelí Cota pertenecía a la tertulia que encabezaba otro agudo periodista, Antonio Vargas Mac Donald.
El libro contiene ante todo recuerdos de los decenios de los treinta, cuarenta y cincuenta. Lomelí Cota ubica mesas de filósofos matutinos, de escritores, de periodistas, de pintores, de rastacueros enriquecidos en la época de Abelardo Rodríguez, de las golfas del rumbo que eran tratadas por los asistentes con respeto y tolerancia, de tiples y vicetiples “que actuaban desde el [teatro] Lírico hasta las farándulas carperas que se levantaban a lo largo de San Juan de Letrán”, esas tiples y vicetiples que a menudo terminaban de amantes de los periodistas que frecuentaban el café. Hacia finales de los años cincuenta asistía asimismo un grupo de jóvenes, que poco después partiría desde Tuxpan, Veracruz, en el Granma, para llevar a cabo la revolución cubana.
En el libro hay ajustes de cuentas o personales, retratos de rápido trazo, anécdotas que no quisieron morir, epigramas despiadados, chismes en “comeduría” caliente. El libro es a veces inane, a veces aburrido, pero algunos recuerdos de bromas sangrientas y de ocurrencias agudas son cruelmente deliciosos. Recordemos por ejemplo, aquellas bromas ingeniosas pero pesadísimas que hacía Andrés Henestrosa de la cojera y la fiebre oratoria de Baltasar Dromundo, y las respuestas de éste, diciendo que Henestrosa era un mal expositor, o recordando que a su arribo a ciudad de México, “procedente de su pueblo oaxaqueño llevaba bajo el brazo una iguana tatemada”.
Es simpática pero terrible la broma que “los pavorosos” hicieron al poeta yucateco Manuel López Méndez, autor del infumable poema “México, creo en ti”, que ha tenido éxito desde entonces en las escuelas primarias y en los programas radiofónicos oficiales como La Hora Nacional. Perfecto ejemplo de kitsch, el poema enfureció a los cafeinómanos del París, quienes idearon un volante donde escribieron: “Vate Manuel López Méndez, no creo en ti”. Firma: “México”. El volante circuló con la edición vespertina de las noticias. El poeta yucateco no pisó más el café.
A los “pavorosos” les molestó la biografía de Ermilo Abreu Gómez sobre Sor Juana, y más, el éxito de librería. Se discutió mucho en las mesas y al final se concluyó moralmente que quien “salía mal parado era el autor, porque vivía de una dama”. Debido a eso a Ermilo Abreu Gómez comenzó a desprestigiársele como el gigoló o el “cinturita” de Sor Juana.
Quizá el centro o la parte medular del libro sean los breves capítulos dedicados, con gran afecto y simpatía, al político y escritor veracruzano César Garizurieta, cuya fama, para desdicha de todos, se debe desde aquel entonces a una frase desvergonzada que nadie olvida citar: “Vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”. Garizurieta es de fondo el personaje principal del libro. Lomelí Cota busca retratarnos no sólo al hombre irreverente y de exacto ingenio, a cuyas bromas incendiarias no escapaban presidentes de la República, ni gobernadores, ni presidentes del PRI, sino también al amigo afectuoso y al hombre que defendió con fervor a México. Recordemos al menos tres de las anécdotas que relata Lomelí Cota.
Garizurieta, alias el Tlacuache, alias el Gary, alias –o autoalias– el Canguro, trabajó un tiempo en el centro histórico en las calles de López como consultor del Departamento Agrario. Luego de saludar y de colgar el sombrero se encaminaba cotidianamente al Café París. Una vez se cruzó con Mario Souza, un encumbrado funcionario del Departamento de Asuntos Agrarios, quien le dijo:
—Un día de éstos, señor licenciado, voy a darle la sorpresa visitándolo…
—La sorpresa se la voy a dar yo, señor licenciado, porque no me va a encontrar.
A Garizurieta, pese a los consejos de los amigos, se le ocurrió un día de ocio casarse con una abogada de origen español. Cuando faltó una noche a la casa, debido desde luego a una borrachera, Garizurieta, para que no sospecharan su suegra y su esposa, se inyectó a la mañana siguiente Gallarcina, una medicina falsa a base de eucaliptina, con la que se simulaba que tenía gripe. La esposa y la suegra española, que estaban furiosas, simularon creerle. Para curarlo más rápido, con toda mala fe, prepararon agua hirviendo, y metieron los pies de Gary en agua. El Gary, que aullaba de dolor y de cólera, las increpó: “Ya está bien, gachupinas desgraciadas. Yo no soy Cuauhtémoc. El tesoro está en la cartera”.
Por esta causa y como causal la mujer al día siguiente le pidió el divorcio.
Garizurieta fue presidente del Supremo Tribunal de Justicia veracruzano cuando don Adolfo Ruiz Cortines era gobernador. Desde su nombramiento, recibía avisos oficiales del Juez de Misantla pidiendo su cambio de adscripción, de preferencia a Córdoba u Orizaba. El Gary contestó al juez que en ese momento no era posible. El juez insistió argumentando que el agua de Misantla era sumamente dañina y enumeraba las diversas enfermedades que le había causado. Garizurieta se puso furioso: era tanto como negar lo beneficios gubernamentales del programa de agua potable para la entidad. Y ante la algarabía del jacarandoso estado, mandó un escueto mensaje telegráfico, que reprodujeron todos los telegrafistas de Veracruz: “Queda usted cesado por pendejo. Porque sólo a un pendejo se le ocurre beber agua, habiendo tan buena cerveza Dos Equis en Veracruz”.
Aparecen también retratados en el libro figuras como Frida Kahlo, en su tragedia y luz, el colombiano Porfirio Barba Jacob, que moraba en un cuartucho de un hotel de mala muerte, el anarca Rubén Salazar Mallén, combatiendo por introducir las malas palabras en los libros, José Revueltas, viviendo un triángulo amoroso con cierto olor prostibulario, el poeta Pablo Neruda, dibujado en su grandeza oceánica, y Diego Rivera, construyendo a diario su creativo edificio de ficción con sus fabulaciones espléndidas.
4) Declinación y desaparición: Si ya al promediar los años cincuenta el Café París había perdido el lustre antiguo, el que visité en los años setenta, ochenta y parte de los noventa, no dejaba ver una mínima luz de lo que fue. Desde 1994 se llama Café El Popular y hace honor a su nombre. No puede dejar de sentirse una honda melancolía al contrastar el cobre rebajado de hoy con el oro aquilatado de antes. Como si quisiéramos oír, como si aún oyéramos, la magia de los cuentos de Juan de la Cabada, las invenciones de prodigio de Diego Rivera, los epigramas de Xavier Villaurrutia, los aforismos centelleantes de Alí Chumacero, el desprendimiento alegre de Lola Álvarez Bravo, y claro, las frases amonedadas de César Garizurieta, inolvidable conversador, que un día se cortó absurda y tristemente la vida en un cuarto del Hotel Emporio.
Obra de consulta: El café literario en Ciudad de México en los siglos XIX y XX