Una revolución llamada Luis Cardoza y Aragón
Hermann Bellinghausen
Uno de los mejores regalos que el mundo ha dado a México (un país rico en regalos del mundo) es Luis Cardoza y Aragón, quien ni siquiera nació tan lejos, en La Antigua, Guatemala, casi que con el siglo XX. Como creador y contemplador de la belleza, poeta ante todo pero también crítico de arte, periodista cultural, memorialista y, en cierto modo, novelista sin novela, salvo su vida misma, fue un ser alucinado, visionario que, extraviado para la corriente dominante, al final admitiría: Ya no razono, adivino.
Muy joven imitó pasos del entonces célebre escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, y como Rubén Darío dejó su provinciano país natal para reconquistar el viejo mundo. Bebió en sus orígenes el surrealismo en Francia, en España la Generación del 27 (cronológicamente la suya, y amigo de García Lorca), en Italia el Renacimiento. Pero fue en La Habana y Nueva York donde cayó sobre él el rayo de la inspiración barroca y el genio hasta lo insensato, con la escritura de Pequeña sinfonía del Nuevo Mundo (1929-1932) y su inigualable Elogio de la embriaguez (1931), donde encuentra que todo cuerpo es un párpado dormido.
Paradójicamente, este hombre de delirios fabulosos, hasta el final de sus días, ya nonagenario, fue también una de las mentes más sanas y sensatas de América Latina, sobre todo a partir del despertar revolucionario de Guatemala en 1949, que lo llevó de nuevo a su país, luego de concluir la reconquista de Occidente, establecerse en el México cardenista y colaborar con el joven Fernando Benítez en El Nacional originario.
Tras un difícil retorno a su tierra, donde los estalinistas locales desconfiaban de su comunismo y lo querían matar, retomó el exilio como diplomático en La Unión Soviética de Stalin y otras naciones allá y acá. Este hecho abonaría la falsa idea de Octavio Paz de que Cardoza y Aragón fue estalinista; de por sí nunca lo quiso, mientras Cardoza reconoció siempre la valía del competitivo Paz, rival de cualquiera que le hiciera sombra. Al ser aplastada la revolución en 1954 e inaugurarse una de las peores dictaduras de la historia latinoamericana, se estableció en México definitivamente. De este periodo nace Guatemala, las líneas de su mano, el más leído de sus libros.
Verdadero amante de la plástica europea, testigo del cubismo, el surrealismo y el resto de ismos, amigo de Picasso, Breton y Artaud (de quien tradujo tempranamente sus escritos tarahumaras), mantuvo un amor vitalicio con el arte mexicano desde el pasado precolombino que lo deslumbró al él alumbrarlo (nadie ha contemplado mejor a Coatlicue, por ejemplo). Acompañó, interpretó y admiró a los muralistas, con un aprecio total por Orozco (los tres grandes son dos: José Clemente Orozco). Intérprete pionero de Rufino Tamayo, Francisco Toledo, Vicente Rojo, Juan Soriano, Gunther Gerszo y José Luis Cuevas, se habló cuerpo a cuerpo con el arte nacional hasta bien entrados los 80 suyos y del siglo. Sin el racionalismo historicista en prosa brillante de Octavio Paz ni la inteligencia obsesiva de Juan García Ponce y Salvador Elizondo, escribió páginas definitivas sobre la plástica mexicana.
Poeta ilimitado como sus cuates José Lezama Lima y Pablo Neruda, fue revolucionario en este país que, él mismo decía, nunca tuvo un poeta revolucionario. Y después de él, sólo Juan Gelman, tampoco de origen mexicano, y revolucionario en los dos sentidos.
Sembró en México su largo y excitante amor con Lya Kostakowski, hija del compositor ruso Jacobo Kostakowski y hermana de la pintora Olga Costa. Aunque se unirían años después, la conoció niña en el barco que la traía al exilio mexicano en los años 20. Más joven, ella se le adelantó, a él que nació viudo, como escribiría. Formaron una pareja fascinante, en la que los fogonazos de inteligencia literaria y política eran constantes. Luis le iba a Tolstoi y Lya a Dostoievski, y en eso se enfrascaban horas sin que ninguno se rindiera.
Hacia 1970 se convirtió en punto neurálgico de los exilios latinoamericanos y las revoluciones en marcha. Amigo por la libre de Cuba, dio cobijo y críticas a las guerrillas guatemaltecas y el sandinismo de Nicaragua. Sostuvo una larga relación paternal con Gaspar Ilom (el comandante guerrillero Rodrigo Asturias, hijo de Miguel Ángel Asturias, que nunca se entendió con el hijo que tomaría su nombre de guerra del personaje de la mejor novela de su padre, Hombres de maíz). Con malicia inclemente, Luis describió los celos del novelista mayor de su país ante la amistad que sostuvo con el David de Miguel Ángel (dando a entender que la obra maestra de Asturias fue su hijo).
No por nada, quien en 1953 dio techo en Guatemala al futuro Che Guevara, durante años se dijo que era el presidente del exilio guatemalteco. La joven Rigoberta Menchú se refugiaría de su tragedia en una cabaña del jardín de los Cardoza en el barrio de San Francisco, Coyoacán.
No hay peligro de perder la muerte, concluyó en El río (1986), antes de Lázaro, su último gran poema, de publicación póstuma.