El Oficio de Traductor

Homenaje a Natt Félix, gran linguista y traductora

Un traductor es una persona cuya labor es traducir textos de un idioma a otro, siempre de manera escrita y nunca oral, ya que en ese caso sería un intérprete. Al contrario que en la interpretación, la traducción no es inmediata. … Un traductor es muy difícil que pueda ser intérprete y viceversa

El oficio del traductor

TOMÁS SEGOVIA

Traductor
Hoy un traductor literario, de humanidades, un traductor universitario.

En estas palabras de clausura voy a hablar desde ese punto de vista,
no sin antes decir que me ha gustado mucho lo que ha pasado en
este congreso, porque pocas veces he visto abordar la traducción
principalmente desde el punto de vista de la solidaridad, de la utilidad
humana de la traducción.

Eso, además, implica pensar la traducción como una práctica;y yo siempre he pensado que la traducción es un oficio, ni siquiera una profesión, sino más bien un oficio; y no un conocimiento,
sino un saber.

De eso voy a hablar, de la traducción como un oficio.

A lo largo de los años, he visto cómo se ha ido profesionalizando cada vez
más la traducción.

En este congreso hemos visto abundantes ejemplos de ello.

Es inevitable que se profesionalice viendo las cifras que nos han
mencionado hace un momento con gráficas que crecen vertiginosamente.

Sin embargo, un traductor como yo no deja de sentir cierta nostalgia de
que el oficio se vuelva profesión, porque ya no se trata de lo mismo: un
oficio es algo de lo que no se puede hacer disciplina académica, por un
lado, y una cosa que escapa hasta donde se puede al Estado, a las
autoridades, al poder, por otro.

Todavía en Grecia la medicina era un oficio; un médico era aquella
persona que la gente creía que era médico, que la gente pensaba que
tenía ciertas facultades especiales y acudían a él para curarse.

Hoy en día, un médico es un señor al que el Estado autoriza para curar;

hoy en día los médicos ya no podrían ser esas personas que la gente cree que curan.

Existen, pero se llaman curanderos, con toda clase de farsantes, de
engaños.

¿Qué es lo que se trata de controlar, profesionalizando un oficio?

La filosofía también era un oficio en Grecia.

Por supuesto que a nadie se le ocurriría decir que, vistos con los criterios de hoy, PLATÓN y ARISTÓTELES eran charlatanes —como ellos mismos decían de los sofistas—, pero
también ellos eran charlatanes porque no podían ostentar un título.

Esos oficios se van profesionalizando, pero incluso en el caso de la
medicina, de vez en cuando, tenemos nostalgia de cuando era un oficio;
de vez en cuando, añoramos al médico de cabecera, añoramos al médico
interesado.

Incluso hay slogans en la profesión médica de que el médico
debe pensar en el paciente y no en la categoría de la enfermedad, es
decir, que debe tratar de rescatar una relación directa con el paciente, una
relación artesanal con el paciente.

Para un traductor como yo, esa profesionalización acarrea algunas
pérdidas.

Es decir, cuando no es el público el que decide quién es un
buen traductor, sino que es la Academia —o sea, el Estado, uno de los
brazos del Estado— quien decide quién es buen traductor, esto se controla
mejor, pero en el buen y en el mal sentido de la palabra. Inmediatamente
acarrea burocratización, peligro de politización y grave peligro de
manipulación, por supuesto.

De modo que aquí ya interviene el poder.

Desde el momento en que se trata de una profesión regulada, hay
jerarquías, y se producen luchas por esas jerarquías: luchas de poder.

Para hablar de la traducción como un oficio, yo había pensado abordarlo
mediante un concepto que no ha aparecido en estas discusiones con su
nombre, pero sí ha aparecido.

Cuando se ha hablado de solidaridad y de usos sociales de la traducción, casi siempre se ha mencionado a la vez la calidad y se ha hablado de que la calidad no está peleada con el
compromiso, entre otras cosas. Ahora bien, a la calidad se une un concepto, que es el de corrección, y creo que no se ha hablado de eso, aunque me parece que, para la traducción como oficio, se trata de un concepto pertinente y que, además, nos puede introducir en varios
aspectos de la traducción, incluso en aspectos jurídicos porque, cuando
un traductor termina su traducción, con lo primero que se va a topar es
con un corrector.

Hasta hace poco, los editores solían tener correctores, y solía suceder
que el corrector era un profesional mientras que el traductor era muchas
veces un artesano.

El traductor ejercía un oficio, y luego venía el corrector a ejercer una profesión.

Es decir, muchas veces el corrector era un empleado fijo de la editorial, mientras que el traductor era un señor que a menudo hacía muchas otras cosas y, de vez en cuando, traducía un libro
porque era muy difícil vivir solamente de traducir libros.

Incluso la Cooperación y diálogo entre traductores que traducían para instituciones, como la mayoría de los organizadores de este congreso, tenían que pasar por un corrector.

Además, acabamos de oír que eso está en vías de convertirse no en una
práctica sino en una «normatividad», es decir, está a punto de
burocratizarse.

Por tanto, lo primero con que uno se encuentra es con un
corrector.

Ahora bien, ese corrector, ¿qué estatuto jurídico tiene?

Si la traducción es eso que llaman una «propiedad intelectual»,
concepto contra el que yo he escrito varios artículos porque me parece
que es un derecho y que llamarlo propiedad no solo confunde muchísimo
las cosas sino que acarrea tremendos problemas de todo tipo —incluidos
problemas de viudas, ya que se han mencionado antes las cartas de
Octavio PAZ; de propietarios intelectuales, en fin, de propietarios
heredados—, debido a la idea de que eso es una propiedad.

En todo caso, si le llaman propiedad —a mi modo de ver impropiamente—, si le llaman
propiedad, ¿cómo es que hay un corrector?

Al autor de un libro, no solo según las leyes sino según las normas, un
editor no se atreve a corregirle sin pedirle permiso, no manda una novela
de GARCÍA MÁRQUEZ a un corrector, por ejemplo.

Y si acaso algún corrector hace alguna corrección, le piden permiso al autor, pero a un
traductor le mete mano todo el mundo y eso no es ilegal.

Yo creo que sí.

En México, por ejemplo, a mí me ha sucedido (yo he traducido casi
siempre para México, claro, muy poco para editoriales españolas).

Y me ha sucedido incluso que publiquen una traducción mía sin avisarme, con
mi nombre y el del corrector, como traductores: «traducción de Tomás
Segovia y fulano de tal», y eso sin haberme dicho nada.

Supongo que el corrector ha cambiado mi texto, y a veces se producen cosas graves, como
cambiar la terminología, lo que me ha sucedido también con alguna traducción.

Eso muestra que ese estatuto del traductor igualado con el del autor —
bueno, un escalón más abajo, pero en el sentido de tener derechos de
autor ¿no?, propiedad intelectual—, en muchos países no se cumple.

En México casi nunca se cumple, a pesar de que México está en la Unesco, y
por lo tanto ha suscrito esas declaraciones que son de las Naciones
Unidas; pero no se cumplen, no se pagan regalías a los traductores.

Se paga «a tanto alzado», como dicen ellos, a tanto la página y se acabó.

Por ejemplo, esa traducción que tanto indignaba a Octavio PAZ, mi traducción
de LACAN, lleva treinta y tantas ediciones, y nunca me han pagado una
sola regalía.

Son problemas legales de la traducción, problemas laborales,
a los cuales se asoma uno al pensar en el concepto de corrección.

Aparte también existen otros aspectos lingüísticos, de corrección.

¿Qué es la corrección? ¿Cómo corrige un corrector?

A mí a veces me gusta llamarlo, a ese empleado que tiene la editorial para revisar lo que yo
he traducido, me gusta llamarlo «corruptor de estilo», porque muchas
veces es un corruptor de estilo.

Porque ¿qué es la corrección? Existe una tendencia moderna, defendida por gente lúcida sobre estas cuestiones, en el sentido de que no hay corrección; la lengua es un fenómeno histórico,
social, evoluciona, cambia.

La corrección es siempre un prejuicio, es purismo; a veces incluso se describe como un autoritarismo con algún trasfondo político, de clases, de poder, de dominio.

Y en efecto, algo hay de eso.

No cabe duda de que corregir es un acto más o menos autoritario que
implica jerarquías de autoridad y de hegemonía, pero a mi modo de ver la
corrección también es otra cosa; no se trata solo de un criterio académico,
de unas normas o reglas que unos cuantos señores deciden más o menos
arbitrariamente o más o menos autoritariamente.

Yo diría que es al revés: la corrección, como norma, es más bien antiacadémica, o por lo menos
no es necesariamente académica, más bien la academia tiende a convertir
las normas en reglas.

No sé si se entiende el matiz; es una noción más bien lingüística la que estoy usando, no necesariamente ortodoxa.

La noción de norma a mí me ha interesado mucho, entre otras cosas, porque
tengo un muy buen amigo que vosotros conocéis muy bien, Luis Fernando
LARA, que ha meditado mucho sobre la norma.

Un teórico poco conocido, que ya murió hace tiempo, el hispanista
alemán Klaus HEGER, elaboró una cuestión sobre la norma que a mí me
parece convincente y es que la norma no implica una jerarquía de los
hablantes como seres sociales, independientemente de la lengua, sino que
la norma proviene de la lengua misma, o sea que proviene de los
hablantes pero como hablantes, no como ciudadanos.

Dicho de otro modo, lo que HEGER propone es que el ejercicio de una lengua, la práctica
de una lengua tiene implícitamente unos ideales; ideales no en el sentido
de idealización, sino unos ideales en el sentido de lo que la cursilería
moderna llamaría «imaginario», un imaginario de la lengua.

Que en la práctica de la lengua existe un modelo implícito, inconsciente, que puede
hacerse consciente pero que no es necesariamente consciente. Eso es lo
que implica el simple latiguillo archifrecuente en toda lengua hablada:
«mejor dicho»; dices algo, y dices «mejor dicho». Si hay una manera de
«decir mejor» es que hay un modelo de mejor y peor dicho, hay un mejor
y peor dicho. Y eso no porque lo decidan o no los académicos, sino
porque el hablante tiene un cartabón inconsciente de lo que está mejor
dicho y de lo que está peor dicho.

Cooperación y diálogo

Si todo esto se objetiva, se puede volver inmediatamente autoritario y
se puede volver purismo.

Cuando yo hablaba de esto a unos señores a los
que llamábamos «alumnos de traducción» —como si se pudiera dar un
curso de traducción, que yo creo que no se puede, pero los he dado
porque no había más remedio que darlos—, lo que les decía era, por
ejemplo: si tú dices en una clase de anatomía, o de traumatología:
«Cuando a un señor se le parte la pata», es incorrecto; pero si en un
campo de fútbol dices «Me produjeron un trauma en la epífisis del
peroné», también es incorrecto, porque la norma de un futbolista no es la
misma que la norma de un profesor de anatomía, y esa norma está
incluida en la lengua, no es la que dan los académicos.

La mayoría de las veces uno puede percibir esa norma, pero los
académicos no la perciben.

Es la norma que está implícita en la lengua.

Sí hay una corrección en la lengua; ahora bien, se trata de una corrección en
ese sentido de la palabra, no de una regla dada por esa autoridad, sino en
el de dilucidar lo que el ideal de lengua propone.

En español en particular, como lengua de traducción, es especialmente
importante o, al menos, especialmente interesante porque traducir al
español es traducir a veintiuna lenguas y es un problema que los
traductores literarios y humanísticos conocen muy bien, y los traductores
técnicos un poco menos, pero incluso entre los traductores técnicos o
traductores institucionales, aparece constantemente ese problema de que
el español sea veintiuna lenguas, por lo menos, sin contar la de los
chicanos y la de los restos de español que quedan en Filipinas.

Por ejemplo, traduciendo algún tratado internacional, en la ONU o en la
Unión Europea, si se tradujera «este artículo entrará en vigor» o «estará en
vigor hasta diciembre de 2008», un mexicano va a entender que
empezará en diciembre de 2008.

No hay más remedio que aceptar algunas normas, por lo que no hay más remedio que decir que en el español real, a pesar de la diferencia de las veintiuna lenguas, hay una
norma implícita de español común, hay un ideal de español común que
permite —aunque los mexicanos, que en este caso estarían en minoría,
protesten— decir que lo correcto es que «hasta» significa «término de un
periodo que empieza en un ‘desde’ implícito», mientras que para un
mexicano «hasta» significa «comienzo de un periodo de tiempo».

Cuando en México se dice «llega hasta las tres» lo que se quiere decir es «no antes
de las tres». ¿Se puede corregir un texto mexicano que diga «llega hasta
las tres» cuando lo que se quiere decir en la norma general es «no llega
hasta las tres»? Yo diría que, una vez más, depende del contexto práctico;
si es un texto para uso de mexicanos, no, no se puede corregir eso, pero si
es un texto para uso de varios países de lengua española, yo creo que sí se
puede.

Todo esto está lleno de problemas espinosos, porque existe esa
corrección referida a una norma general del español, y yo creo que la hay,
una norma general del español.

Es español culto, por supuesto, pero el español culto no es pecado.

Cuando yo era estudiante, decías «español culto» y todo el mundo torcía el gesto porque había que hablar «español inculto», o sea, popular, democrático.

Pero el español culto no es un pecado.

A CERVANTES no le podemos regañar por escribir como escribía;
me parece que tenía cierto derecho a escribir mejor que QUEVEDO, por
ejemplo.

Sin embargo, no se trata solamente de la cuestión del español culto,
sino que dentro de lo que podemos llamar español culto, de una norma
general, también aparecen esos problemas de corrección.

Por ejemplo, todavía, en el terreno de la traducción, sigue habiendo una hegemonía,
por lo menos, digámoslo entre comillas, «política», del español de España.

Todo el mundo dice de dientes para afuera que el español de España lo
habla menos del diez por ciento de los hablantes y que, por tanto, la
norma de la Península no puede ser la norma universal.

Sin embargo, lo sigue siendo.

Es difícil, pero no imposible, que un mexicano o un colombiano acepten una corrección de su norma colombiana o mexicana.

Pero es muy difícil que un español acepte una corrección de su norma
española.

Por ejemplo, ahora hace un rato, al desayunar quise tomar jugo de
naranja y no había, pero, además, se llamaba «zumo de naranja».

Para el noventa y tantos por ciento de los hispanohablantes, esto es un disparate.
El zumo es lo que rezuma, y las frutas que exprimimos no son frutas
«zumosas» sino frutas «jugosas».

Sin embargo, es imposible que un español corrija lo de zumo, ni siquiera por una norma española. Mi abuela, no ya mi abuela sino mi padre, jamás hubiera dicho «zumo de
naranja».

Eso es una innovación en el español peninsular.

Son esas modas pedantes que se imponen; algún pedante dice que zumo es más elegante
que jugo e inmediatamente corre como mancha de aceite.

No hay cursilería que no prospere en la norma lingüística.

En México, por ejemplo, para que vean que en todas partes cuecen habas o en todas
partes corren babas, una cursilería que se impuso como mancha de aceite,
es que a algún cultillo se le ocurrió decir: «No se dice vaso de agua, los
vasos no son de agua, son de vidrio»; y entonces todo el mundo en
México en los cafés pide «Por favor, un vaso con agua». No tardó ni seis
meses en imponerse, todo el mundo a repetir eso: «un vaso con agua».

Cooperación y diálogo

Estas cuestiones sobre la corrección muestran ese carácter artesanal de
la traducción, que es también el carácter artesanal de la lengua misma.

La lengua misma es el terreno general de todas las significaciones y el sistema
al que pueden traducirse todas las significaciones.

Por eso a mí me parece que para un traductor la traducción obviamente es un oficio.

De todas formas, no digo yo que no haya que leer teoría de la traducción y
aprenderla, como también es conveniente si se es escritor leer lo que
dicen los académicos.

Ahora bien, un escritor no se va a reprimir por lo que le diga un académico, o no debería hacerlo, pese a que algunos sí lo hagan —en realidad, no se reprimen por lo que dicen los académicos sino más bien por lo que dicen los teóricos, que son más teóricos todavía que
los académicos—.

Los académicos, a su manera, también son artesanos;los teóricos, no. Hay escritores que se reprimen por lo que dicen los teóricos; allá ellos, pero es saludable que un escritor conozca la teoría, le ayuda a tener ciertas miradas sobre el lenguaje, sin duda alguna a tomar
conciencia de muchas cosas, aunque, desde luego, no tiene que aprender
a escribir de la teoría; es al revés: la teoría es la que tiene que tomar de la
práctica su sabiduría.

Un traductor siempre está incómodo leyendo teoría
de la traducción, entre otras cosas porque casi siempre lee uno teorías
traducidas, y a menudo mal traducidas, porque generalmente los teóricos
son muy malos traductores.

Lo que sucede todo el tiempo es que la teoría inevitablemente está
tomando la traducción en un sentido metafórico pero uno podría decir,
jugando pero jugando como juegan ellos, como juegan los teóricos,
«metafóricamente metafórico», y eso es peligrosísimo.

Para un teórico la traducción es algo mucho más general que lo que es
para nosotros, es decir, tomar un texto de una lengua y pasarlo a otra
lengua, o a veces, si incluimos dentro de la traducción la interpretación
simultánea, también esta —a mí siempre me ha parecido extraño que se
llame interpretación, porque interpretar, también la traducción interpreta,
y el texto interpreta más que lo que llamamos interpretación, pero son
tecnicismos de terminología que ya nos los aclararán las normas—.

La cuestión es que para un teórico, eso que nosotros hacemos que es
traducir, tomar un texto y pasarlo a otra lengua, no es más que un caso,
pero traducción es otra cosa, algo más general.

La lengua traduce ideas o conceptos o estructuras o formas, o logos diseminado, en fin, algo traduce.

La lengua traduce algo, dentro de la lengua el significante traduce el
significado, y luego en la acción también, un gesto traduce un
sentimiento, o una intención, o una política traduce una ideología. Pero
traducir es metafórico, en ese sentido, o al revés, pero da igual.

También nos ha tratado de explicar que es al revés, que lo que es
metafórico es llamar traducir a pasar de una lengua a otra porque en
realidad traducir lo que significa es transferir el poder o cosas de esas.

La cuestión es que lo están tomando en un sentido metafórico, pero
luego esa metáfora se usa metafóricamente, y entonces llega un momento
en que de esa metáfora, de la idea de que traducir es un montón de cosas,
no solo traducir interlingüísticamente o intersemióticamente como dirían
ellos, sino que de ahí empiezan a deducir cosas sobre la traducción
misma, sobre la traducción práctica; entonces la ventaja es que un teórico,
por ejemplo, Umberto ECO, tiene que hablar de verdad de traducción, lo
primero que dice es «Bueno, yo he hecho teoría de la traducción pero
ahora vamos a hablar de práctica, olvidémoslo».

Sí, hay que olvidar, pero es que hay que olvidar como hay que olvidar en la lengua, porque la
traducción yo creo que es, junto con la creación literaria, la experiencia
más radical de una lengua, y en cierto sentido más radical aún que la
creación, porque por el hecho de estar mirando dos lenguas a la vez se
tiene la doble visión que da tener dos ojos, y hay una visión en
profundidad que a veces el creador no tiene.

A veces un escritor tiene intuiciones de su lengua maravillosas, pero otras veces le falta un poco de perspectiva porque la está viendo con un solo ojo, en una sola lengua.

En mi carrera literaria me ha asombrado hasta qué punto algunos
amigos míos escritores no veían el trasfondo de la lengua, no veían la
lengua en profundidad; no tenían esa conciencia, en ese sentido en que
hablaba yo antes de la norma de HEGER.

Yo a veces he pensado que si puede uno atreverse a decir las cosas, es que hay una conciencia
inconsciente, que es por ejemplo una conciencia implícita, la de esa
norma en el sentido hegeriano, no hegeliano sino hegeriano, de norma
lingüística que es que cuando alguien le pregunta a otro en cualquier nivel
lingüístico, aunque sea entre analfabetos de barrio bajo, cuando le
preguntas «¿Qué quieres decir?» es que está implicando que hay mejores
y peores maneras de decir.

Ahora, de eso que está implicando en cierto modo es consciente, es consciente de que hay ciertos niveles de lengua, que no podría pedir un mejor nivel si no tiene conciencia de que hay un
mejor nivel o mejores niveles.

Pero de esa conciencia no es consciente.

O sea, si uno le pregunta «¿En qué estás pensando cuando dices lo que
quieres decir, cuando preguntas en qué estás pensando?», no sabría
contestar, pero de su comportamiento uno podría deducir que está
pensando en eso, está pensando en niveles de decir mejor o peor.

A eso le podríamos llamar, salvando la paradoja, una conciencia inconsciente.

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