Solitario Charles de Gaulle
Vilma Fuentes
Cada año, en noviembre, los franceses celebran la memoria de Charles de Gaulle (22 de noviembre 1890-9 de noviembre 1970), este último, gran personaje de su Historia, a quien muchos llaman familiarmente, como si se fuera un viejo conocido, el General o el gran Charles, en signo a la vez de respeto y de afecto. Acaso es necesario haber muerto para volverse el objeto de un culto pacífico sin derrapar en ese demasiado célebre culto de la personalidad que, en la Historia moderna, no beneficia sino a dictadores y tiranos.
La personalidad y vida pública de De Gaulle son bien conocidas. Entre otros ejemplos, los mexicanos podemos recordar su famosa frase la mano en la mano que lanzó desde lo alto del balcón central de Palacio Nacional en el Zócalo de la Ciudad de México. Pero, ya desde hace algún tiempo, después de tantos libros, reportajes, películas y documentos diversos consagrados a su papel histórico en el curso de los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial, así como, más tarde, en la fundación de la Quinta República, los historiadores se asoman ahora a la vida privada de este gran hombre y, en ocasiones, llevan su curiosidad hasta la investigación de su intimidad. Sin embargo, nada podía ser más extranjero al carácter del General que la menor exhibición de su persona íntima. Era, al contrario, de natural distante y secreto. A causa de su educación como por su voluntad, habiendo siempre pensado e incluso escrito que una parte de silencio y de secreto debía proteger el poder de un jefe, sobre todo en el ejercicio de este poder. Otra época, otras costumbres, los periodistas y los historiadores de hoy piensan todo lo contrario y se interesan en los menores detalles de la existencia de los personajes que estudian. Debe reconocerse que numerosos jefes de Estado contemporáneos les facilitan la tarea, puesto que se entregan con gusto a la exhibición de sus amores, se dejan fotografiar con mujer e hijos, se hacen filmar realizando proezas deportivas o rasurándose frente al espejo. Pronto habrá quienes se filmarán durmiendo o sentados en el excusado.
Así, nos enteramos de hechos protegidos hasta entonces por el silencio. Algunos, trágicos, como la enfermedad de su hija Anne, afectada desde su nacimiento por trisomía, desdicha de su vida de padre al extremo de decidir ser enterrado junto a ella en el cementerio de su ciudad de Colombey-les-Deux-Églises; otros, más anodinos, como la costumbre de jugar solitarios, ocupación a la cual se daba cuando la muerte lo fulminó.
Este juego, que lleva tan bien su nombre de solitario, posee una característica: el jugador realiza una partida donde no tiene un adversario frente a él –un sueño de hombres de Estado. Sin embargo, pierde o gana. Y pierde más veces que gana. ¿Quién es ese contrincan-te que lo derrota? Verse vencido o triunfador significa que hay un adversario escondido tras las cartas o en ellas. ¿El azar, la suerte, el destino, Dios? ¿El jugador apuesta por sí mismo o contra él? Porque, a semejanza de lo que ocurre en la vida, puede jugar contra él sin percatarse de la fatalidad de sus actos, de los pasos que da encaminándose a su pérdida. En la tragedia griega, a esa sucesión de acciones ineludibles se les llamaba el destino. Es inútil tratar de escapar de él. Gestos y actos de Edipo, Fedra, Antígona, Orestes obedecen a oráculos movidos por voluntad y caprichos de los dioses. Sólo el protagonista de la Odisea, el astuto Ulises, logrará triunfar con-tra el infortunio decretado por divinidades enemigas y evitar las trampas puestas por los hados, ¿gracias a sus ardides o a la protección de dioses favorables? Sólo el diablo sabe.
El jugador de solitarios crea sus artimañas. Una ley, acaso del mismo azar, hace que el jugador vea señales, interprete oráculos. Supersticioso, tal vez, aprende a interpretar los signos del destino. De Gaulle debe haber escuchado las voces de las vestales cuando jugó la Francia desde Londres.
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