«Beanpole, una gran mujer» película de Kantemir Balágov

Cine ruso en la muestra

Con «Beanpole, una gran mujer», el joven realizador Kantemir Balágov se revela como el nuevo prodigio del cine ruso

Por Javier Betancourt

(Proceso).-

Con «Beanpole, una gran mujer» (Dylda; Rusia, 2019), el joven realizador Kantemir Balágov se revela como el nuevo prodigio del cine ruso; nacido un año antes del desmantelamiento de la Unión Soviética, creció con el internet, donde comenzó a crear sus propios cortos para luego estudiar cine en forma bajo la tutela de Alexander Sokurov.

Con este segundo largometraje, inspirado en «La guerra no tiene rostro de mujer», novela sobre el millón de mujeres que combatieron en el Ejército Rojo, de Svetlana Aleksiévich (Nobel de Literatura 2015), Balágov encuentra su propia voz con esta historia intimista de dos mujeres que intentan sobrevivir y encontrar un sentido a su vida frente a la devastación de la segunda Guerra Mundial en Leningrado.

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Los estragos del conflicto, la imagen de la mujer herida en la entraña, la promesa del régimen que promete ahora una vida de paz para los mutilados de guerra, ocultos bajo la propaganda patriota del régimen de Stalin, provocan escalofrío. La crítica hacia el régimen de Vladimir Putin es más sutil y oblicua que la de Zviáguintsev (Leviatán), pero más radical y eficaz.

Iya (Viktoria Miroshnichenko), excombatiente de guerra, padece un síndrome postraumático, ahora trabaja como enfermera en un hospital de heridos, y su hijo pequeño muere en un accidente trágico del que ella es responsable; poco después Masha (Vasilisa Perelygina), con quien lleva una compleja amistad, regresa del frente, y resulta ser la madre biológica del niño. Mientras que Masha es apasionada y sexual, Iva, alta como garrocha (“dylda”), muestra fobia al sexo, pero juntas tejen misteriosas telarañas con los hombres que las rodean: el director del hospital que protege a Iya, o un joven virgen enamorado de Masha e hijo de privilegiados del régimen.

Parecería insoportable ver episodios, implacables, como la muerte de un niño, la eutanasia de un inválido de guerra, sexo tormentoso y anticlimático, pero la fuerza poética de la escenificación es tan sutil como un bálsamo contra el dolor de la condición humana; es la noción de lo que ocurre, como el de una madre ahogando al hijo sin caer en cuenta, lo que provoca el efecto claustrofóbico de no poder escapar a la fatalidad. Las diferentes líneas dramáticas en torno al deseo de vida en un albañal de despojos humanos se complican a niveles imposibles, pero todo fluye por una corriente de sangre viva. En Dylda las mujeres no lloran, sangran.

Balágov es un maestro en el manejo de la luz, una forma de luminosidad que proviene del alma de sus personajes; el cabello de cada uno, principalmente de las mujeres, funciona como antena que capta o emite ondas de afectos. El director nunca cae en el preciosismo fácil del cine de época, y el ambiente de verdes y rojos, sepias en los claroscuros, es indisociable de la vida que agita el interior de estas heroínas.

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