Descenso al cielo

Descenso al cielo

– Ademar Alpuche Lazcano* –

La Jornada Semanal

De lejos, Aga lucía como una brillante línea roja, su punyabi de seda reverberaba bajo la lluvia de cristales de la araña. De cerca, se desmentía la argucia de su linealidad, su cuerpo era un compendio de dunas y granadas, de bulbos y de olas; Kira se rendía ante al tropel de fiebres que la cercaban aquella tarde, y entre el sopor monzónico, los guisos hirvientes con masala y el milagro profano de la transustanciación en carne de la flama, su vida parecía emigrar del mundo entre sudores, apetitos y sofocados jadeos. Kira miraba a Aga tanto como Aga la miraba a ella, pero Aga mantenía el control de todo, sus ojos domesticados apenas ronroneaban al verla, su risa se contoneaba desnuda y casta entre los invitados a la mesa, nada la delataba, nada ponía en evidencia lo que Kira daba por cierto: cuando los amantes se encuentran, se cierran las puertas del universo. Ya sólo existían ellas, núcleo bipartito de un cosmos desierto.

A Kira le lastimaba la lejanía física de Aga, quería libar de su luz quemante, acercarse, anular los abismos de la distancia y tocarla, correr el dorso de su mano sobre la impoluta continuidad de su piel indostánica, abrirse paso entre la noche de su cabello y pernoctar en ella, agitar las ajorcas de su fino tobillo y escuchar su canto de serpiente, besarla, poner en sus propios labios la memoria del azúcar y el anís estrella, olerla con la avidez de un beduino que encuentra una flor en las arenas. Kira no podía seguir allí, necesitaba exorcizar sus ansias, alimentarse al menos de las sombras y los ecos de su amada, así que se levantó; nadie en el barullo de la cena notaría su ausencia, nadie, salvo Aga.

La recámara estaba abierta. Kira miró dentro del armario y acarició la colección de saris de Aga, aspiró el humilde perfume de su jabón, abrió su joyero de madera y la imaginó: Lakshmi en el reino mineral, el tilak bajo un rubí, el pecho embriagado de perlas, las muñecas cuajadas de pulseras; Kira se descalzó y puso un pie dentro de la zapatilla carmesí, sus dedos se encogieron, una pequeña muerte la paralizó, un alfiler la clavó a aquel instante. Esa era la forma como Kira la amaba, pero y Aga, ¿cómo la amaba a ella? De pronto, miró una vieja libreta, un diario, pensó; Kira lo abrió, las palabras respiraron, le lamieron el cuello, soltaron su peso sobre su vientre, era un diminuto loto bajo el cuidado de una tormenta, siguió leyendo, deseaba saber más, estar más cerca, sintió una invasión de calor, las palabras le enseñaban sus dientes luminosos, todo era chispas y chasquidos, susurros y lumbre y piras y lenguas; de repente lo encontró, su nombre entre las llamas, su propio nombre en el epicentro del incendio, quiso pronunciarlo pero ya era demasiado tarde, el fuego de Aga lo consumía, Kira lo vio salir de su boca y las pequeñas letras hechas pavesas se escabulleron por el aire, una bandada de mariposas quemadas dispersándose en el viento. Ya no sería quien fuera, nunca vería de nuevo a la persona que veía al espejo, sobre su frente se vertían las aguas de un largo bautismo sacrílego, Aga sostenía su cabeza y Kira no titubeaba.

 

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